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viernes, 20 de abril de 2012


Minero
(Segunda Parte)

By Pseudomona

Se encaminó como siempre rumbo al espacio 3, saludando animoso a los otros obreros que ya se disponían a iniciar su jornada. Descendió acto seguido a la galería “La Milagrosa” que poseía actualmente la veta más grande y en la que se trabajaba a toda máquina, no vaya a ser que de un momento a otro desapareciera, por esos misterios que los supersticiosos atribuían al Tío de la mina. Este, era todo un personaje representado en la figura sin edad de un hombre mestizo de aspecto macizo y brazos enérgicos, casi se podría decir que era bello y tranquilamente pudiera ser un Dios andino en los subsuelos. Era magnánimo y a la vez exigente, siempre había que darle un manojito de coca y un poco de alcohol de quemar a cambio de su ostentosa sonrisa de dientes dorados. Ellos ciegamente se entregaban a su protección en ésos rincones donde jamás había llegado el sol, ni el Señor de las alturas se dignaba sólo a arrimarse un ratito.
Hace exactamente 9 días que habían depositado la carta adjunta a sus peticiones en las propias manos del capataz de “La Esperanza”, pero no se había sucedido todavía ningún cambio, sólo miradas cómplices y cuchicheos temerosos, siempre sobre la posibilidad de que de un día al otro los dejasen en la calle, así el miedo colectivo se iba apoderando del campamento y poco a poco apretaba sus gargantas con su invisible mano.
Si bien él también esperaba con impaciencia la muda respuesta al mismo tiempo creía que debían juntarse otra vez y en ésta ocasión amenazar con ir a la huelga y quien sabe así obtendrían algo más de atención, sí había que ir a la huelga y así se lo hizo saber al maestro de la escuela.
Iba mascullando sumergido en sus ideas cuando llegó por fin a la “La Milagrosa” donde el ingeniero ya lo estaba esperando y apenas lo vio se le adelantó para decirle que habían descubierto un nuevo filón 2 galerías más abajo, que ese día se llevara a una cuadrilla de trabajadores para allá, así pudieran avanzar algo y comprobar si realmente se trataba de una veta grande para armar un equipo permanente al otro día.
En breves minutos se conformó un grupo de ocho mineros que trabajarían a su cargo y rápidamente se dirigieron mina adentro, hasta su corazón más oscuro sin perder de vista al ingeniero que detuvo su marcha frente a un bloque de montaña y señaló el sitio donde había que comenzar a excavar. 
Ellos provistos con sólo un par de barrenos y toda las fuerza de sus pulmones quechuas, comenzaron a aguzar el henchido estómago de la roca para que ésta revelara su verdad.

La campana improvisada de la escuela ése tarde repicó sin cesar, había que reunir a todo el pueblo para comunicarles que un terrible accidente se había sucedido en la mina. Aunque las mujeres y niños mineros están acostumbrados a no derramar ninguna gota de llanto y soportar lo que venga sin siquiera emitir una queja, no pudieron ese día evitar que un río de lágrimas creciera caudaloso en medio del campamento mientras el capataz leía de pie los nombres de los ocho mineros que habían “desaparecido” en ése “desafortunado incidente”, ya que por las características del terreno era imposible siquiera rescatar sus cuerpos. “Que Dios los tenga en su gloria”.