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jueves, 14 de julio de 2022

 Mona, Irina y yo

Mona, trae hoy un hermoso pañuelo en forma de turbante atado en la cabeza. Al verla, me parece que hoy luce especialmente linda, así que le digo: ¡Mona, qué lindo es tu pañuelo! Ella me sonríe y dice, muy confiada: ¿Sabes? Hoy me puse un conjunto completamente amarillo, el pañuelo es parte de él. Yo me la quiero imaginar, a ella, con su túnica del todo amarilla, de los pies a la cabeza. Es difícil, pues lleva puesto el uniforme que lucen las empleadas de la limpieza del hospital, uno de color celeste, que no obstante combina muy bien con el color de su turbante. Mona es musulmana, por ello no le es permitido mostrar sus cabellos, que los lleva siempre atados debajo de su pañuelo. Mona, Irina y yo nos hemos hecho amigas en éste corto período de tiempo.

En la Estación donde estoy “destinada” ahora, no hay opción para tener más amistades o al menos charlas informales. Las enfermeras son muy diferentes aquí, siempre están tan estresadas, que es imposible entablar con ellas una conversación amigable o al menos adecuada. Aún no he logrado descifrar la razón de tal carga emocional que llevan consigo y al haber agotado todas las maneras, de abrirme un camino hacia ellas, he cesado de intentar. Pero en éste tiempo, éso sí, he logrado identificar a aquellas, que están dotadas de tal grado de malignidad, que hay que agradecer el hecho de que quieran mantenerse alejadas.

Decía antes, que Mona, Irina y yo nos hemos hecho amigas. Irina es la encargada de repartir la comida, es originaria de Kajajistán, la mayor de nosotras tres y la que más tiempo lleva aquí. Así que, lo de la identificación referente al grado de maldad nombrada hace rato, no le es desconocida. Yo, de las tres, soy la más nueva, tan sólo cuatro meses; desde los primeros días del mes de marzo y sólo estaré hasta el mes de octubre. En resumen, sólo me faltan tres meses para cumplir mi condena. Condena que tengo que sufrir para luego gozar de las libertades, que pienso, me otorgará el hospital oncológico de día.  

Pero con amigas como éstas, no se puede querer otra cosa, pues ambas, de sobremanera, me miman. Gracias a Mona tengo mi habitación siempre muy bien arreglada y oliendo a limpio a todas horas. Y ahora que es verano, tan sólo al llegar al trabajo siento la diferencia. Y gracias a Irina, tengo asegurados para el desayuno panecillos frescos con semillas y rebanadas de queso y sólo he tenido que pisar, unas contadas veces el comedor a la hora del almuerzo, pues ella reserva para mí, los platillos, que en su opinión son los que mejor le salen al Chef y nunca se equivoca. Aunque también con ello también vengan los “contra”, como por ejemplo, hoy por la mañana pude constatar con absoluto terror, que he subido en éste tiempo, al menos tres kilos de peso ;)


domingo, 10 de julio de 2022

 Hermoso Mini-Jumpsuit, talla 36, se vende

El Mini-Jumpsuit en cuestión es de color blanco, hecho de un material no transparente compuesto de 40% algodón y 60% seda mulberry. Tiene cuello V con solapas y botones adelante. Luce mangas cortas y es ligeramente entallado en la cintura. En la parte de abajo parece más bien una faldita que se anuda en la cintura, pero no; abajo posee unos shorts que aunque te agaches, no te delatan. Está deliciosamente bordado en el pecho con flores de color fuscia, naranja y azul intenso. Yo lo usé sólo una vez, pero durante todo un día.

Fue en el verano del 2019 cuando asistí al festival de cine de Valletta, en Malta. Yo había viajado con el objeto de participar de todo el festival y había reservado de antemano las entradas para las sesiones especiales que me interesaban particularmente, entre éstas, me ilusionaba la idea de conocer y si fuera posible, conversar con el director de una de las películas que más me dió a reflexionar sobre la absurdidad de la vida: Béla Tarr, The Turin Horse. Y en aquel día concreto me levanté muy temprano y me decidí de inmediato por el Jumpsuit, y como casi siempre que estoy de vacaciones, no olvidé llevar debajo un traje baño, en éste caso también blanco. Lo combiné con espadrilles beiges de terraplén, de ésos que se anudan en los tobillos. Puse mi cuaderno de apuntes, mapa, chal, anteojos y objetos varios en un shopper grande de jute y al salir agarré también mi sombrejo de panamá blanco. 

Fuí la única en la terraza del hotel a la hora de desayuno. Éste estaba perfectamente ubicado en la bahía de St. Julian, un edificio modernísimo que en el último piso poseía una enorme piscina al aire libre y a lado el restaurant. Desde allí, café en mano, pude apreciar el lento despertar de la ciudad, los botes atracados en el muelle se balanceaban suavemente, como preparándose para el ajetreo del día. El sol, aunque aún era temprano, ya brillaba con intensidad reflejándose en las ondas relajadas del agua.

Al salir del hotel no tomé el enseguida el autobús, sino que caminé lentamente, y a mis anchas, a lo largo de La Triq it Torri en dirección a Silema. El trayecto me tomó mucho más de lo previsto, pues yo me detenía a ratos para observar extasiada la increíble belleza del mar, intentando conservar para mí ésos instantes, que aún ahora, cuando el agobio de la cotidaneidad diaria me oprime, puedo todavía vivídamente recordar.

Toda la ciudad de Valletta tomaba parte del evento, a lo largo de las calles se podían apreciar los carteles donde los locales anunciaban alguna que otra actividad en el marco del festival. Pero era el Palacio del Congreso que había sido habilitado para la proyección de la película y su posterior charla con el Director. La vereda había sido alfombrada en rojo oscuro y cercada, con las señalizaciones que lo obligaban a uno a pasar por el puesto de control, donde el personal del festival controlaba la inscripción previa y le daba a uno el programa, la invitación a la Recepción y una credencial con su nombre correspondiente. 

La sala estaba colmadísima, casi todos habíamos llegado con mucha antelación. Un aplauso efusivo inundó la misma cuando el Director entró en companía de un séquito de personas y sólo se acalló, cuando éste nos saludó repetidas veces con la mano a tiempo de acomodarse en la primera fila.  Entonces las luces se apagaron y comenzó el film.

Fue cuando ya estaba en el baño, lavándome la cara, después de haber llorado durante casi la mayor parte de la película, que conocí a Lola. Ella estaba en el lavabo justamente por la misma razón que yo y al enterarse de que había ido sola, enseguida me invitó a ir con ella y su grupo: una media docena de estudiantes de la universidad local, que ya estaban engullendo sin disimulo, uno tras otro los bocadillos que circulaban en la Recepción. El Director también estaba allí, siempre rodeado de tanta gente, que era imposible acercárcele. Cuando la ronda de los bocadillos y bebidas hubo cesado, Andrew, uno de los amigos de Lola sugirió salir e ir por unas bebidas. 

Salimos y fuimos caminando ahí nomás al centro de la ciudad y nos hicimos de cervezas. Con ellas en mano bajamos hacia donde St. Elmo Square se hace playa y nos instalamos en las enormes rocas que yacen allí. Alguien puso una music-box a todo volumen y a ésas horas de la tarde, en pleno verano, de verdad que hacía mucho calor. Los chicos no se hicieron esperar y al poco tiempo ya se habían metido en el agua, y desde allí nos salpicaban a Lola, Claire y a mí con chorros grandes de agua, animándonos a zambullirnos. Yo no me dejé rogar, me quité el Jumpsuit, me acomodé el traje de  baño y salté.

Cuando la tarde hubo caído, yacíamos todos recostados en las rocas, haciendo planes para lo que sería la noche. De nuevo, Andrew dijo que conocía alguien, que a su vez conocía a un tercero que quizás pudiera hacer que nos coláramos en la fiesta en el Palacio del Congreso. Y hacia allá nos fuimos. ¡Fue increíble! No recuerdo haberme reído o bailado tanto como en aquella noche. Creo que en el fondo de mí intentaba hacer, de un sólo tirón hasta la madrugada, todo lo que los tres personajes de la película hubieran deseado hacer siempre. Lo que sucedió cuando de nuevo salió el sol, dá para otra historia.

Lo cierto es que cuando volví de Malta, llevé el Jumpsuit a la tintorería, lo retiré y así tal cual lo guardé todo éste tiempo. Hace una semana intenté volver a usarlo y ¡oh sorpresa!, mi talla hubo aumentado pues considerablemente en los últimos tres años, y ante la carencia de una opción de mejora, luego de haberlo meditado bien, no sin un poco de nostalgia, decidí ponerlo en venta. Le saqué un par de fotos y ayer por la tarde lo colgué en Internet. 

Hoy por la manana me encontré con varios mensajes sobre el objeto en cuestión: ¡Qué lindo Jumpsuit! ¿Tendrás también en la talla 40? O el siguiente: ¡Me encanta! ¿Quisieras cambiarlo por otra cosa? Otra escribió: Si me das un 50% de descuento te lo compro de inmediato. No obstante de todos los mensajes, hubo uno repleto de emojis de monito avergonzado, cuyo texto lo transcribo aquí tal cual: ¡Hola! ¡No sabes cómo me enamoré del Jumpsuit! Lo que pasa es que soy estudiante y mi presupuesto no alcanza. No quiero parecer desvergonzada, pero te ofrezco sólo ... (aquí escribió una cantidad mínima), ya sé que es poco... Disculpas y saludos desde Lübeck. Firma: Nemo474.

Un par de horas más tarde, he terminado de doblar cuidadosamente el Jumpsuit. A tiempo de empaquetarlo para su envío por correo, lo vuelvo a mirar por última vez..., una época que no ha de volver. 

Antes de cerrar la caja, adjunto una nota: Estimada Nemo474, gracias por tu compra, te deseo muchísima diversión y felicidad con el Jumpsuit. 

¡Y algo me dice que la tendrá!


domingo, 24 de abril de 2022

 

La culpa es de las palomas 

Me acerco rápidamente y por tercera vez en la mañana, separo la cortina y golpeo con ambas palmas el ventanal, esperando que ésta vez se me preste atención; el murmullo cesa al instante y las dos palomas salen raudamente hacia el cielo. Parece que se van, pero han de volver, así ha sido siempre durante las últimas semanas; ambas han elegido establecerse, por decirlo así, en un rincón de mi balcón.

Cuando se lo conté a Christian, la semana pasada mientras estuvo de visita, corrió enseguida a cerrar la puerta de vidrio que comunica la sala de estar con el balcón, diciendo “por Dios, tendrías que saber la cantidad de enfermedades que transmiten”. La respuesta de Pola al teléfono fue “cool, ahora, si quisieras podrías mandarme un mensaje con una de ellas”.

No es el hecho de que vivan acá lo que me molesta; me molesta el murmullo enérgico y monótono a la vez, que sin pausa emana de ellas uuuu u uhuuuuu, uu uuuh uhuuuuuuu

Mientras voy pensando cuanto me molesta aquello, de repente suena el timbre, lo cual es muy raro, un domingo por la mañana. Me acerco rápidamente a la puerta y levanto el auricular. “¿Si?” pregunto. “Hola, soy su vecino de abajo” me responde una voz. “Un momento” digo. Dejo sobre la mesilla el auricular descolgado y a través de la mirilla, puedo observarlo. Sí, ¡es él! lo reconozco, me lo he cruzado varias veces en las escaleras, o él llegaba con un montón de camisas cogidas recién del lavadero y yo salía disfrazada de deportista, o aquella otra vez que él subía con una pizza y yo bajaba rumbo al supermercado, hice incluso el intento de saludarle, pero él pasó de largo, sin siquiera mirarme, concentrado en su celular, haciéndose el distraído.

Cuelgo el intercomunicador y abro la puerta “Buenos días, soy el señor Hilf” saluda. “Buenos días” respondo. El señor Hilf, no es digamos un “señor”, según mi propia definición de la palabra (señor: persona madura), es más bien un muchacho, se podría decir como de mi edad, que está parado delante de mí con su camisa celeste, impecablemente planchada. Su cabello es corto, rubio oscuro y pareciera que misteriosamente cada hebra se mantuviera en su lugar. Él sólo se limita a mirarme en silencio, no puedo descifrar si desea que lo invite a pasar… y como me incomodan los silencios, le pregunto “¿Si?”. “¿Es usted la señora…?, dice leyendo el nombre escrito en el timbre de mi puerta.“Oh si, disculpe, señorita...” le digo. “Mire... no la quería molestar, menos un domingo, sólo quería decirle que… sus palomas…”. “¿Mis palomas?” le pregunto sin poder creerlo. “Si, verá, se la pasan… ya sabe… ensuciando mi balcón”. “¡Pero si no son mis palomas!…” trato de explicarle “son dos palomas… que no son de nadie, sí, sí, son seguramente palomas salvajes…”. “Entiendo…, responde, pero si viven en su balcón, asumo son de su responsabilidad, ¿no?”.  “¡Pues no!, precisamente estoy intentando que se vayan, pero no se van” le digo intentando mostrarle mi frustración. “Como sea”, dice, “agradecería si las mantuviera alejadas de mi balcón, eso nada más, por favor señora,… que tenga un buen día” añade y da la vuelta, mientras yo quiero repertirle que las palomas no son mías, pero él ya ha comenzado a bajar las escaleras.

A la hora del almuerzo, cuando ya se me ha pasado el arrebato de aquella visita y le estoy sirviendo un poco más de Rivaner, que tan buena impresión ha causado en Christian, quien fue el primero en llegar “te lo advertí, seguro que él sí sabe lo de las enfermedades” me dice. “¡Pero quién se ha creído el señor Hilf! Continúo. Sus palomas…, digo, tratando de imitarle, sus palomas en mi balcón…”. El se ríe de la forma en como le hablo, de pie, con las piernas exageradamente separadas y la mano izquierda en la cadera, gesticulando y amenazándolo con la botella en la mano derecha. “Exageras, no creo que haya sido para tanto”. “No, que vá, si te digo, exactamente como fue” y él ríe más, y golpea también un poco contra el ventanal, porque las palomas ya han comenzado otra vez con el molesto susurro.

Pola llega a la reunión tarde como siempre “Perdón, perdón es que quedé un poco colgada...” me da un beso, y se acomoda en el sillón abrazando a Christian, a quien también le da un beso “Y, ¿qué novedades?”. Antes de que yo comience a hablar, él ya le ha puesto al tanto de lo que ha pasado por la mañana y Pola también ríe “Jajaja ¿y está bueno?, pregunta guiñándome un ojo. “¿Quién?” pregunto. “¿Quién va a ser? "El señor Hilf", claro” dice Pola. Yo le quiero contestar “Si, Pola, él está muy bueno y ahora me odia, a causa de las palomas” pero digo ¡Qué ideas tuyas, yo que sé…!”. Pero como a ella no se le escapa nada, añade “Pero ¡en qué andas pensando! ¿Quién te dice que él en realidad sólo quería una excusa para hablar con vos? ¡Y tú si que sabes!…, seguro que está muy bueno ¡Eh!”.

Después de habernos terminado el Rivaner, comenzamos a darle a un Tempranillo que Christian acaba de descorchar: “traído por mí, de mi viaje a España” dice él. “Vamos, no mientas, seguro que lo compraste en el Discount” le replica Pola, golpeándolo en un hombro. “Pues no, mujer, te digo que lo adquirí “in situ” ¡Prost! Zum Wohl”. Brindamos satisfechos de al fin poder juntarnos: “Salud! Por nosotros”.

Y enseguida salimos al balcón, encendemos el grill y comenzamos a asar los filetes, bien desgrasados, como nos gustan y preparamos los espárragos con queso y los dejamos cocinándose a fuego lento envueltos en papel estañado. “Ya verán, son un verdadero poema” dice Pola, quien trajo la receta. Después sacamos de la cocina la mesita más pequeña, tres sillas y armamos la sombrilla. El sol a comienzos de la primavera, suele ser tan agradable y cálido aquí, en el sur de Alemania.

 

jueves, 24 de marzo de 2022

 

No hay ser más egoísta que aquel que se ha enamorado de nuevo

Los mismos ojos, sus ojos, me miran una y otra vez, pero ya no de ésa forma, la que me hacía pensar en la existencia real de un lazo invisible.

Puede que él ya no me mire ahora, sino que me observe, tratando de medir con cierto grado de culpabilidad, el grado de devastación que ha causado en mí. Por ello se muestra extremadamente amable, cada vez que la casualidad o la rutina del trabajo no pueda evitar que volvamos a encontrarnos, como si su amabilidad fuera suficiente para compensar el hecho de no amarme más.

O quizás, de todas las personas en el mundo, él sea el único, además de mí, capaz de percibir que yo me he convertido en tan sólo un cascarón vacío, pretendiendo ser la que yo era.


martes, 22 de marzo de 2022

 La Ausencia

Las últimas semanas se ha despertado como por reloj a la misma hora de la madrugada y tirada ahí, sola, inmóvil y en silencio, ha sentido que algo no andaba bien. Primero notó algo así como un huequito, un pequeño vacío en su interior, que con el transcurso del tiempo fue creciendo, hasta que una noche ya no quedó nada de lo que solía ser ella, como si durante el sueño deviniera poco a poco en una especie de cascarón vacío. Vacío que crece, quema, todo lo abarca e irremediablemente duele. Le costó descubrir el por qué, y cuando al fin lo hizo, no pudo más que llorar hasta que llegó el alba. 


lunes, 28 de febrero de 2022

 La que no duerme


La panza de Inesita se infla e infla y parece que a va explotar, mueve bracitos y piernas casi transparentes, como una vaquita de San Antonio, una de ésas que sus hermanos suelen torturar poniéndola boca arriba. Parece que se calma, pero en un suspiro toma aire de nuevo y suelta un quejido ronco que sale arañando sus cuerdas vocales, queda suspendido en algún lugar donde va a parar el llanto de los bebés con hambre y vuelve alargándose bien finito hasta convertirse en silencio, haciéndole creer a Lucía que ya está, todo se acabará cuando se le cierre de nuevo su boquita, pero no, Inesita sólo está juntando fuerzas para volver a comenzar.

Lucía ya no sabe qué hacer, ha probado de todo, le ha cambiado el pañal, ha intentado darle un biberón tibio de té dulce, la meció hasta que se le durmieron los brazos, pero no parece haber nada que pueda calmar ésta vez el llanto de Inesita. La carga de nuevo, es tan liviana y blanca, parece una muñequita tejida de lana. Con ella en brazos se acerca a la ventana, aparta la cortina y observa inmóvil, tratando de reconocer algún movimiento en la obscuridad de la calle, pero no viene nadie.

Inesita y ella, se parecen un poco y es curioso que, habiendo tantas otras fechas en el año, ambas sin ponerse de acuerdo, hayan llegado a nacer el mismo día, bajo el mismo techo, aunque con trece años de diferencia. Su mamá le había dicho a Lucía, que ella también lloraba muchísimo de pequeña; pero a pesar de ello habrían de gustarle tanto los niños que entre Inesita y ella, llegaron también dos varoncitos y dos niñas, la última fue Guadalupe, a quien de un día al otro, le subió tal fiebre cubriéndola toda de puntitos rojos sin respetar un solo lugar, inclusive en las conjuntivas de los ojos. Sarampión, había dicho el Doctor Soza, apoyando pensativo sus dedos sobre su boca, pero después se había quedado inmóvil con la cabeza baja, como arrepentido de haberlo pronunciado y así como lo dijo, a Guadalupe le bastó escucharlo y se murió ésa misma noche. Lucía ni siquiera había lagrimeado, pues Inesita ya venía en camino.

Terminó por darse cuenta, Lucía, que ella no era como las otras niñas del barrio, que hasta hace poco habían jugado con muñecas y ahora se juntaban por las tardes en la vereda y solían hablar de chicos o asistir coquetas al cine los domingos. Le pareció injusto que a los niños no hubiera manera de preguntarles si querían nacer o elegir al menos dónde hacerlo, si le hubiesen consultado, Lucía habría respondido de inmediato: en la casa del Doctor Soza, quien asistió al nacimiento de todos ellos, como casi a la mayoría de los niños del pueblo, aunque él mismo esperara año tras año, en vano, la llegada de un hijo. El doctor no se resignaba, le escuchó decírselo a su madre, que lo pensara, a su mujer y a él les encantaría hacerse cargo de Inesita, recién nacida.

Los días de Lucía tenían su rutina y ésta se iniciaba bien temprano, pues su casa no tenía agua potable, y había que acarrearla en bidones de plástico desde la casa del Señor Vargas al final de la calle, por más que fuera invierno y le terminaran sangrando las manos, los barriles esperaban llenarse a diario. Después debía preparar el desayuno, alimentar a sus hermanos, ordenar sus cuadernos, peinarlos y partir luego rumbo a la escuela. Sólo Cristina e Inesita se quedaban en casa, aún en cama con la madre.

Le hubiera encantado quedarse un ratito en la plaza al salir de la escuela, pero debía darse prisa y hacerse cargo, mientras su madre ya se disponía para salir a calle.

Aquella tarde, mientras lavaba la ropa y la colgaba de una cuerda, su imagen se reflejó en el vidrio de la ventana, su rostro cansado, los cabellos mal peinados y ése mandil sucio que acostumbraba usar en casa, la hacían parecerse a una viejecita. Supo entonces que debía tomar pronto una decisión, quizás Inesita lo adivina y por ello no se calma.

Le vuelve a revisar el pañal, no se ha mojado, observa con extrañeza que su ombliguito se ha salido para afuera, como una pequeña lombriz rosada que se retuerce ciega cada vez que ella puja. Tiene hambre, lo sabe, pero qué hacer si no quiere tomar la mamadera, si apenas sabe que no es leche, mueve la cabeza de un lado al otro y empuja la mamila para afuera.

Mira a su alrededor, pero sabe que ahí no va a encontrar ninguna solución. En un rincón juegan casi en silencio José y Pedro, le parece extraño, hace rato están como ensimismados, murmurando a ratos algo bajito, prueba inequívoca de que estarán atormentando de nuevo a algún insecto, arrancándole las patas o destripándolo. Su otra hermanita, Cristina, está como siempre recostada en la cama, de la que raras veces se levanta, mirando fijamente para el lado de la pared dándole la espalda, sin duda estará agrandando el agujero que hace tiempo ha comenzado, pues ha desarrollado una terrible adicción por comer tierra, que toma de la pared con un dedito. De todos es la que menos molesta, casi no habla; no es que no pueda hablar, sólo que no tiene ganas de decir nada, todo su mundo cabe y de sobra, en el agujero de la pared al lado de la cama.

Vuelve a acostar a Inesita y le indica a Cristina que la vigile unos instantes, pues sus sollozos se han multiplicado tanto que la dejan exhausta y su piel blanca toma un tinte azulino tras cada ataque. Cuánto le gustaría que su madre no tarde.

Abre la puerta y sale al patio en dirección a la cocina, en un extremo, sujeto por una soga se encuentra Toby, que en ese momento está torciendo la cabeza a más no poder, tratando de morderse la espalda, al verla se yergue de repente, hace unos gemidos lastimeros levantando las patas delanteras y moviendo la cola esperanzado, espera quizás ella pueda soltarle o talvez darle algo de comer. Lucia, aunque quisiera, sabe que no debe hacerlo, Toby querría de inmediato colarse en la habitación y la última vez derramó tal número de pulgas y les dio a rascarse toda la noche sin pausa ni beneficio.

Entra en la cocina donde hace rato hierve una delgada sopa de arroz que aún no tiene sal, a Lucía se le acaba de ocurrir tomar parte de aquel líquido blanquecino, verterlo de un vaso al otro para enfriarlo más rápido, ponerle un poco de azúcar y meterlo después en el biberón.

Cuando vuelve, ya Cristina había comenzado a jugar con Inesita y tiene sus dedos metidos en su boca y en ése momento está justo dándole a probar un poco del polvo que ha extraído de la pared. La boca de Inesita luce ahora espantosa, no ha parado de llorar aunque apenas se pueda escucharla, abierta y obscura como una herida infectada, resistiéndose a cicatrizar.

-¡No lo vuelvas a hacer! Le grita, acercándose rápidamente y retirándole los dedos de la boca, Cristina también se pone a llorar, pero mansamente, lágrimas que arrastran legañas mugrientas de su cara, se recuesta y queda en su posición habitual frente a la pared.

Lucía intenta controlarse pero no puede, un sentimiento de impotencia se apodera de ella, quisiera gritar, correr y perderse. Pero se da cuenta que no es importante lo que ella quiera o piense, su deber es cumplir con el destino de las hijas mayores y resignarse a asumir su responsabilidad, ¿hasta cuándo? Ciertamente no lo sabe.

Toma un trapo y limpia lo mejor que puede la boquita de la bebé, ofreciéndole el agua de arroz rezando que la acepte, pero ésta terca, continúa resistiéndose y lucha con sus débiles fuerzas contra el biberón. Lucía comienza a cantar bien suavito una canción en quechua, de cerros colorados al alba, de ríos que acarician las ramas de los sauces llorones, de sueños que se alejan cabalgando en las nubes hasta perderse allá arriba en la nada. Y al fin, poco a poco Inesita parece tranquilizarse y lacta, moviéndose cada vez menos, vaciando todo el contenido de la botella, quedándose finalmente quieta.

A la hora de la cena Lucía sirve la sopa, que sus hermanos remueven desganados pero sin quejarse, aunque sepa horrible, saben que no hay más remedio, es eso, o sentir por la madrugada que les llega el hambre, escarbándoles el vientre; ellos lo conocen bien, han sabido desde temprano su significado. Sólo a Cristina no le importa, ella sólo quiere quedarse en la cama.

Cuando todos se han dormido, Lucía arranca de su cuaderno una hoja de papel y quiere escribir algo, pero le parece que no hay nada que decir. Se coloca su viejo abrigo y carga su mochila, cruza el patio y se dispone a salir, pero enseguida vuelve, se acerca a Toby y le quita la soga, indicando que la siga hacia la calle, éste enseguida se le arrima mimoso. Una vez afuera intenta que se aleje, pero como éste no entiende, toma del suelo un par de piedrecillas y sin tratar de afinar demasiado la puntería le dispara desde lejos. Alguna debió hacer objetivo y Toby se aleja lanzando un dolorido quejido.

Perro tonto, piensa Lucía, ¿no ve que si está libre podrá buscarse otra vida? Camina como si nada hasta el final de la calle, en dirección a la gran avenida y es ahí donde recién echa a correr.

De prisa, rápido Lucía, más a prisa.


domingo, 2 de enero de 2022

 El Caminito de Heidelberg-Rohrbach

Caminitos hay varios, los que yo de tanto en tanto recuerdo y canto son, por ejemplo: el de Leo Dan: Por un caminito yo te fui a buscar..., o el de Gardel: Caminito que el tiempo ha borrado... En ese mismo tren de los caminitos encontrè hace poco uno propio, el que a partir de entonces cada dìa transito. Cuando lo recorrì por primera vez, lo hice por error, pues me habìa perdido, pero ahora lo tomo voluntariamente cada dìa, como un atajo, para ir de mi casa al trabajo. 

El caminito en cuestiòn tendrà unos 150 o 200 metros de largo por 1.5 a 2 metros de ancho. Parece ser un caminito corto, pero se extiende en el infinito. De un lado colinda con la cerca de la clìnica y del otro lado estàn las parcelas de rosas de todo tipo y color, èsas cuyas primaveras y veranos, me imagino, ajetrean las manos de los vecinos que viven por allì. Cuando lo transito siempre està a oscuras y bien solitario, a oscuras cuando voy por la mañana, cuando aùn no ha amanecido del todo (màs ahora que es invierno y el sol se hace esperar) y llevo aùn el cabello bien peinado y casi siempre buen humor, que hasta voy cantando. Y està oscuro tambièn cuando lo recorro de vuelta a casa, cuando traigo los hombros cansados y la sensaciòn de otra vez, no haber hecho bien mi trabajo. Entonces, en un momento me parece que el caminito me observa y espera, que somos sòlo los dos en el mundo: el caminito y yo.