Translate

miércoles, 30 de octubre de 2019


Viaje

Bolivia se levanta a los lados de la carretera a poco de dejar el aeropuerto. Se hace desde el barro, las entrañas de la tierra. Crece en una forma parecida a una casa, dibuja un techo de paja repleto de vinchucas, dibuja incluso diminutas ventanas y luego vuelve a la tierra por el mismo camino en el que vino. Las llamas que aisladas pastan, parecen también una proyección del polvo que baña el altiplano bajando de la montaña. A los lejos las polleras de una chola, pico y pala se afanan, dándole con ahínco al terreno árido intentando en vano robarle chorros de agua. A su lado, el poncho de un anciano se agita con el viento, como una bandera desteñida de colores múltiples; vé pasar el auto y perderse, tan rápido como sus pasados sueños.

El auto prosigue veloz, no descanza. No vamos a entrar en Potosí, anuncia Don Luis, el chófer. Vamos a desviarnos por Puna. Hay que apurarnos, la oposición está bloqueando la carretera principal y puede que eso se extienda. Piden segunda vuelta..., dicen que hubo fraude... en las elecciones... Aunque los letreros a los lados de la autopista dicen: Velocidad máxima 40 kilómetros por hora, Don Luis va tranquilamente a 90. Disminuye un poco si hay una curva, pero al rato acelera y recupera. Va zigzagueando donde está prohibido adelantarse. Parece gustarle ganarle el paso a los camiones, que van también rápido con aires de grandeza.

La planicie parece hacerse eterna, alguno que otro árbol en la lejanía erguido apenas. Arbustos de paja se agitan con viveza, crecen porfiadas incluso por debajo de las piedras. Una delgada y pequeña figura aparece titilando en la distancia, se trata de una niña de pollera y trenzas largas que tiene un aguayo raquítico amarrado en la espalda. En sus manos sostiene una honda y mira en parte a su rebaño y en parte a la carretera, ésto último triste, sin el menor entusiasmo. Ella está ahí, pastoreando cabras y ovejas. Entonces, si ella está ahí en éste horario. ¿Quién está en la escuela?

Como nadie me pide el cinturón de seguridad, dice Don Luis, por eso no funciona. Pero habrá notado que estoy yendo con calma, ¿no?, para que no resienta allá atrás... con los barquinazos. Sonríe por el espejo retrovisor y se muestra amable. Si quiere ir al baño avisa para que se lo pare, añade aunque no hay a la vista edificación alguna.
De rato en rato la carretera hace una pausa, un pequeño desvío. ¡Cuidado! Carretera en reparación. Y en ése sector uniformes fluorescentes de sombreros grandes de ala ancha se mueven cansinos resistiéndole al sol, al lado de camiones cargados de materiales y grúas de construcción. Cholas de abultadas trenzas escapándole a los overoles, que con igual facilidad que los varones van empujando pesadamente carretillas colmadas de escombros. 

El auto no se detiene hasta entrar en Puna, que no es nada más que un pequeño caserío desordenado de calles estrechas. Se pasea obligatoriamente por la plaza que es a la vez una especie de mercado, donde señoras de polleras anchas van ofreciendo pequeñas mercancías junto con ancianos sentados de par en par que interrumpen su conversación para observar el paso del motorizado en un pueblo que conoce bien de burros y caballos, no tanto de autos.
Don Juan mirando su celular anuncia, me dicen por el What's up que el comité cívico está bloqueando el peaje de Cotagaita, le aviso porque no estoy tan seguro de si pasaremos..., así como están las cosas lo veo muy verde que podamos llegar hoy a Tupiza...

La mujer que está sentada en el asiento trasero del auto no niega ni asiente. Siempre supo que Bolivia era pobre, también ella lo era, inmensamente. Ya no lo es. Por detrás de sus anteojos oscuros simula estar durmiendo, está quieta cuando en realidad quiere salir corriendo agitada; está llorando en silencio, cuando quisiera estar gritando a viva voz con los brazos extendidos al viento. Reconocer que en éste momento, aún después de todos los años que distan desde su propia niñez, hay niños bolivianos que siguen rezando, aunque sea por un puñado de mote o pan duro, niños que siguen andando descalzos como si andaran con abarcas de caucho, niños con parásitos comiéndoles el intestino, parásitos que les hacen crecer lentamente el corazón y las entrañas, matándolos silenciosamente, poco a poco a diario..., le duele tanto como si ella, sólo ella fuera la culpable de todo, haciendo que hasta su propia felicidad ahora pareciera  completamente obscena. 
Niños que no van, que no irán a la escuela y se quedarán prendidos, hundidos en la tierra, como una prolongación de la tierra misma, repitiendo una y otra vez, la historia interminable de la pobreza eterna.

Vocabulario:
Vinchuca: Insecto heteróptero de la familia Reduviidae. Es hematófago y considerado uno de los vectores responsables de la transmisión de la enfermedad de Chagas.
Pollera: Falda, prenda femenina con  múltiples pliegues que cae suelta desde la cintura.
Chola: En Bolivia, denominación étnica referida a las mujeres mestizas que portan polleras tradicionales amplias.
Aguayo:  Tejido hecho a mano, utilizado por las mujeres del altiplano de Bolivia y Perú.  
Honda: Palabra quechua que designa un instrumento indígena que es hecho de lana de oveja y sirve para controlar el pastoreo de rebaños de ovejas y cabras. 
Puna, Cotagaita, Tupiza: Poblaciones del departamento de Potosí, Bolivia.


domingo, 27 de octubre de 2019


Volver es imposible

Volví voluntariamente a visitar Bolivia hace pocos días. Me fuí hace más de quince años. En aquel entonces, más que irme, mi propio país me expulsó.
Me fuí huyendo de la infinita espera, del andar rogando título en brazo, del buscar a diario un anuncio imaginario de trabajo.
Me fuí, como muchos otros, pero ¡cómo hubiera preferido quedarme!
Tenía miedo, al irme. Tenía rabia, todavía tengo.
En la distancia maldije el haber tenido que marcharme. Lloré largamente la imposibilidad de volver, lloré aún más por tener que resistir. Soportar primero y acostumbrarme luego: ser extranjero de por vida. El estar ahí, pero ser de acá. Y al final no saber de dónde.
Cuando uno se vá, se vá del todo. Fotos familiares, lecciones de sus maestros, renacuajos en charcos de agua de lluvia, carcajadas de amigos en bicicleta..., tiempos ufanos de adolescencia.
Cuando uno se vá, se vá del todo. Volver es imposible. 
Puede que físicamente uno vuelva, pero las condiciones habrán cambiado. Nada estará tal cual se dejó, ni uno mismo será el que se fué.
Se podrá volver sólo en teoría, que no por serlo es indolente.  

jueves, 24 de octubre de 2019


Ay Torito

Ay Torito, tú que corres
Corres más y vuelas
Subes, bajas, zigzagueas
Vas volando y tropiezas

Ay Torito, tú que avanzas
No vas sólo, sino en comparsa
Los Chicheños que cabalgan
Te miran celosos cuando pasas

Ay Torito, tú que cambias
A Tupiza, la Joya Bella
Con tu porte juguetón
Y el baile de tus tres ruedas


Bildergebnis für torito tupiceño"
La foto pertenece al  sitio Web SkyscraperCity


lunes, 21 de octubre de 2019

El vendedor de cocos de María Pía

Desde la Lido San Giovani, la playa de la ciudad de Alghero, si se va en dirección al Norte, hacia Capo Caccia, se entienden otras más, todas diferentes, algunas ocultas para la población en general, con arenas de todo tipo, desde muy finitas, de ésas que te serán imposible no llevarlas pegadas entre los dedos de los pies o con suelo de piedrecillas.

Una, de las de arenas finitas es María Pía, se puede ir desde Alghero y es igualita a cómo se ve en las fotos; oculta tras un bosque de pinos y para quien no sabe de su existencia, es muy fácil pasar de largo sin verla. En las tardes de verano María Pía bulle, se agita repleta de turistas y locales. Los gritos de los niños se mezclan con aquellos que juegan a la pelota o al tenis de mesa en el mar.

Entre tanto alboroto, se alza la voz de un hombre que viene cantando alto, se lo vé venir serpenteando entre los que se van asoleando, retozando en la arena. Un hombre que ya no es un muchacho. Un hombre que tiene la piel exageradamente bronceada por el sol, que es difícil adivinar cómo luciría realmente, tiene los brazos bien trabajados, de tanto cargar la heladerita que viene dificultosamente pasándola de mano en mano.

Las chicas en diminutos trajes de baño lo llaman a señas, a lo que él se afana, alza una mano y saluda:
- “¡Sto arrivando!” dice él.
- ¡Por fin! Dicen una de ellas entre risas, estábamos diciendo, ¿es que hoy no va a venir el de los cocos?
- Sí, eso decíamos..., otra de sus amigas.
- Rápido, danos uno, añade una tercera, muy coqueta posando con la mano en la cintura, pero sólo te aceptaremos el mejor...

El hombre se sonroja, tanto, que aún se puede notar a pesar del bronceado extremo al que le obliga su trabajo. Abre la heladera, extrae de él uno de los cocos, que ya lo tiene preparado, cortado por la mitad sobre su corteza y tiene adentro apretujados los dados de pulpa blanquísima.

- Va bene..., dice.

Saca al mismo tiempo una botella de plástico con agua congelada que está comenzándose a descongelar, lo rocía por encima de los cocos y se los entrega, ellas lo reciben entre risas y lo festejan, él no se ríe, hace un gesto con la mano, inclinándose un poco, como si se sacara un sombrero imaginario, se da la vuelta y continúa caminando, difícilmente encontrando el equilibrio entre su peso, el de la heladera y la arena tan finita:

“ae cocco ricco cocco…, cocco riccoooo, ricco el cocco, per la ragazza, ae ae ae coccco ricco cocco, per il bambino cocco naturale, cocco originale, ae cocco ricco cocco, ... il ricco cocco, per il signore e per la signora, il ricco cocco, ae cocco ricco cocco…”

La música de la canción es encantadora, imposible de olvidar, en un ritmo parecido a una chanson. Y la voz de aquel señor, aún ahora, cuando el sol se ha marchado, sigue vívida, reproduciéndose en mi imaginación, capaz de hacerme sonreír y hasta ponerme a cantar bajito: “ae cocco ricco cocco…”


sábado, 19 de octubre de 2019


175
El mostrador mide más o menos seis metros de longitud, allí se exhiben tantos cortes de carne de res que es difícil imaginar el haber logrado vivir hasta ahora sin haberlos conocido antes. Cada pieza ostenta un cartelito que anuncia el nombre, la procedencia y el precio por kilogramo. Las hay redondeadas o alargadas, con hueso o sin él, con mucha grasa o más bien tejido flácido, rojizo y magro. Detrás de la vidriera, subido a una especie de plataforma, un hombre joven está a cargo; impecablemente vestido de blanco, desde el gorro hasta los guantes, parece tratarse más bien de un cirujano en lugar de un carnicero.
Los clientes, se mueven de acá para allá, observando cada pieza con codicia, cual aves rapaces, no viendo la hora para hacerse de ellas. Aunque casi se  apretujan contra la vidriera, el carnicero los tiene a raya, en un orden establecido. Al lado derecho de la pared, yace un dispositivo de color rojo que contiene una larga hilera de papelitos de color blanco con números también rojos. Apenas al llegar, cada cliente debe hacerse de uno, si no, no tiene chance de ser atendido.
Yo, éste fin de semana estoy visitando a mi hermana y le he prometido cocinar algo rico, y se me ha ocurrido preparar un asado de ojo de bife; así es como preguntando por el barrio, es que he llegado hasta aquí. Apenas puse un pie en la carnicería, hace ya algunos minutos, fuí recibida por un señor mayor, al parecer también cliente, éste amablemente me explicó el método de atención por turnos, para que no pierda el tiempo, dijo. Me acompañó, tirando él mismo del dispositivo rojo que enseguida arrojó un número: 182. Tome, me entregó, advirtiendo, pero apenas van en el 168, ¡Eh!
Del 168 al 182 deberían haber unos 14 clientes esperando; algo que considero extraño, pues si bien la carnicería está concurrida, no está repleta, más aún tomando en cuenta, que hay hasta parejas, la cuenta no dá para semejante cantidad de personas. Me imagino, que quizás la espera haya sido demasiada, que algunos clientes ya se habrán retirado resignados.
Yo pienso, me quedaré por un momento, a ver qué onda, si la fila avanza rápido, bien, si no, me iré a un supermercado, compraré un corte cualquiera y listo. Me ubico bien atrás de todos y puedo ver cómo el carnicero se afana para cumplir exactamente el pedido de cada cliente, éstos, los pedidos, son más o menos así: Dame unas seis porciones de bola de lomo para milanesa, pero dame ésa que está allá. ¿Ésta?, el carnicero. No, no más a la derecha, sí, ésa, pero quitale bien la grasa, pues si no en casa me protestan. Cortámela, sí, pero no muy finito como la otra vez. ¿Así? Responde el carnicero haciendo el ademán de cortar la pieza con su afilado cuchillo. No, no, más delgadito, pero ya sabes, no tanto...; terminado éste viene el siguiente, más o menos así de específico. Observo que cada cliente, realiza dos, tres y hasta cuatro pedidos diferentes, pero no menos que dos. Por ello la preparación entre un pedido y el otro dura más tiempo que en una carnicería de supermercado. Las órdenes intentan cumplirse más o menos a la perfección, el carnicero se esmera en darle al cliente lo más parecido a lo que éste trae en su imaginación. Y al final el pedido parece tratarse más que de un simple pedazo de carne. Comienzo a reparar en la forma con el que se enuncian los pedidos, primero hay que nombrar el corte, identificarlo de entre todos los demás similares, luego anunciar el uso que se le va a dar, después la cantidad exacta. Qué suerte, pienso, si no hubiera habido nadie más aquí, habría hecho mi pedido de la forma acostumbrada, qué verguenza, ¿Qué iba a pensar el carnicero de mí? Entonces escuchando pedido tras pedido comienzo a perfeccionar el mío. Me aproximo a la vidriera, y ahí lo veo, un enorme, ancho y apetitoso ojo de bife, ése era el que quería llevarme a casa. Pero una vez que lo ubico, pienso preocupada: ¿Qué pasaría si alguien con un número más cercano que el mío lograra arrebatarme aquella pieza? ¡Qué desesperación!; entonces recién comprendo el motivo por el cual los clientes se habían estado moviendo de aquí para allá, revoloteando la vidriera, pues la amenaza era real y tal, que no había forma de evitarlo. Aquella sensación se hace aún más evidente cuando comienzo a notar que algunos, seguramente asiduos clientes, sabedores del método de la espera, habían venido con antelación, vaya uno a saber cuándo, se habían llevado un número y más o menos calculando que era la hora que les iba a tocar, volvían justo para el momento en el que el carnicero se disponía a llamarlos. Lo cual me dice que yo soy exactamente la número 182, ni uno más ni menos, y entre el 173 que ahora se estaba preparando y el mío, había aún mucho por esperar y perder.
Cuando estoy por decidir marcharme, lo cual me dá lástima, después de lo bien que he practicado el enunciado de mi pedido, la pareja 175 comienza a dar más muestras de cansancio que yo. ¡Cúanto tarda!, dice él. Claro, responde ella, seguro ya te quieres ir..., ni siquiera para eso sirves, para esperar un rato en la carnicería. ¿Puedes hablar más bajo, por favor?, pide él. Yo sola compré las verduras y todo lo demás..., andate, no te necesito, no sería la primera vez..., el hombre responde algo bien bajito, que no logro escuchar, aunque su lenguaje corporal amenaza con irse, al final parece decidir quedarse, en silencio, como un perro amaestrado, sosteniéndo dos bolsas repletas de comestibles. Eres un inútil..., continúa ella. ¡Cállate, no sigas...! Te lo pido por favor, ruega él. No puedo creer cómo vine a terminar contigo, insiste ella.  
Continuará


jueves, 17 de octubre de 2019

Geburtstagsgeschenk

Buenos Aires, den 15 Oktober 2019.
Als ich es bemerkt habe, war es bereits fast Mitternacht. Ich musste Dashi, ein sehr angenehmes Bar-Restaurant, wo ich häufig meine Texte schreibe und leider nur bis 23:00 Uhr geöffnet ist, Richtung die Brick Bar verlassen. Diese Bar, die Brick Bar gehört Sofitel Hotel, es war sehr bekannt und besucht von mir in der Vergangenheit, vor mehreren Jahren.
Ich musste auf die Straße, in der Ecke von San Martin de Tours und Figueroa Alcorta auf ein Taxi warten. Als keins in den nächsten 10 Minuten kam, habe ich mich entschieden zu Fuß zum Libertador Allee zu gehen. Es waren nur ein paar Minuten und tatsächlich dort habe ich sofort ein Taxi gefunden, ein sehr angenehmer Taxifahrer, ich glaube, etwa auch in mein Alter.
Als ich eingestiegen bin, merkte ich, dass er mein überhaupt Lieblings Radio in Buenos Aires hörte. Nach einer Weile sagte ich, dass ich auch Fan von diesem Radio bin. Er war sofort begeistert und sprach über die Vorteile Aspen 102.3 zu hören: Songs aus der 80s, 90s, gute Stimme und vor allem fast keine Werbungen. Wie schön! Sagte ich, dann für einmal und nur dieses Mal fügte ich vertraulich hinzu: Übrigens…, heute ist mein Geburtstag. Das war genau, wenn wir bereits die Brick Bar erreicht haben.

Er, der Taxifahrer, sagte: Warten Sie! Ich habe ein geschenk für Sie. Ich würde gern Ihnen etwas schenken. Gerade heute Abend nach viel, viel Zeit von suchen habe ich Endlich dieses Lied gefunden! Er spielte einen Song über sein Handy mit einer Tonausrüstung mit dem Auto verbunden. An Mitternacht, an dem Haupteingang vom Hotel, sehr laut, dass die Portiers in unserer Richtung ansehen mussten, einer meiner Lieblingssongs: Secret von Orchestral Manoeuvres in the Dark, OMD.

martes, 15 de octubre de 2019


Los danzarines
Primera clase.
¿Desde cero? Pregunta Luciana, la instructora de tango para principiantes Método Queer., responde ella. Bueno, yo me voy a parar aquí adelante y te voy a mostrar cómo es el paso básico, ¿te parece?
De las cuatro paredes del aula, la de adelante es un espejo en su totalidad. A la izquierda ya se han formado parejas, definitivamente hay muchas más mujeres que hombres, todos ellos ya han comenzado los cursos un par de semanas atrás y van practicando los pasos por números, guiados por José, el otro instructor.
En el Tango, el peso del cuerpo se debe dejar en un sólo pie, dice Luciana, mientras desliza el pie derecho paralelo a su cuerpo, sólo hasta ser encontrado graciosamente por el izquierdo. No hay que levantar el pie, sino más bien rozar el suelo suavemente con el zapato, incluso, es mejor si el piso hace un pequeño chirrido, como éste, ¿ves? Ahora te toca a vos, dice sonriente dándose la vuelta. Mira con tolerancia el paso torpe de la chica. Los pasos deben ser en lo posible del mismo tamaño, no se vale uno largo y el otro cortito, corrige. Vuelve a mostrarle cómo hacer el paso básico, desde el uno hasta el ocho y después le dice: te voy a dejar sola un rato, para que lo vayas practicando y se aleja rápido uniéndose a José que en ése momento la va llamando para mostrar una figura en pareja.
Han pasado unos minutos cuando es José quien se acerca, no viene sólo sino acompañado por un joven, quien viste un elegante traje oscuro con todo y corbata de un color verde claro, casi fluorescente, medias blancas, blanquísimas (como las de Michael Jackson), sombrero de pana y zapatos tangueros blancos con puntas negras. Al verlo ella se asusta un poco y se pregunta: ¿es que van a ponerla a bailar ya en la primera clase? José ni siquiera los introduce, se para delante del muchacho: Los dejo a los dos, vos la llevas, le dice a él sonriente, y dirigiéndose a ella, vos dejate llevar ¿Estamos? Y se aleja acercándose de nuevo a los bailarines avanzados.
Hola, saluda el muchacho. Agustín, mucho gusto. La mano de él está húmeda, seguramente él lo sabe y añade: No sé qué es lo que anduve tocando que me quedó la mano un poco pegajosa...
Se los vé a ambos durante algunos minutos en movimiento, repiten torpemente una y otra vez el paso básico. Ella lo saca al toque y al término de algunos minutos se aburre un poco y propone: ¿te parece si me enseñas el paso siguiente? El muchacho, gira nervioso en dirección a José, que no mira para éste lado, está al otro extremo de la sala ocupado en organizar a las parejas que ya van formando la Milonga. Te debe parecer que sé mucho de tango, dice el mirando para el suelo, haciendo un círculo con el zapato, pero la verdad,es que a pesar de estar aquí ya un largo rato..., sólo he logrado dominar éste único paso...


lunes, 14 de octubre de 2019


Preámbulo del Beso

Qué hace una mujer cuando ése hombre alto y barbudo que tanto le gusta, dice suavemente, a tiempo de acercarse a ella, tomándola estrechamente de la cintura, tan cerca, rozándole suave las rodillas: ¿Sabías de los dos minutos incómodos antes del primer beso?

No, ella no lo sabe y tiembla..., si lo supiera le daría igual, la única conclusión feliz e importante es que va a ser besada.

domingo, 13 de octubre de 2019


En aquella madrugada

Yo soy de Olbia, dice, mirándome fijamente aquel extraño, que recién me doy cuenta está parado a mi lado, en la parte común de los sanitarios del bar, mientras ambos nos estamos lavando las manos. ¿De dónde eres tú?, continúa, a tiempo de estar secándose. Yo, que desde hace un par de horas iba pensando que algo extraordinario estaba pasando en ésta ciudad, en ésa noche, incluso desde que el día había comenzado. Como nunca suelo hacer, sonrío y digo: Adivina. Él me observa poniéndo la cabeza un poco de costado, achichando los ojos y llevándose el dedo índice de su mano derecha sobre uno de sus labios. No sé..., ¿puede que de Perú? concluye. Yo acostumbrada a que, por mis ojos achinados, me atribuyan casi siempre orígenes tales como Filipinas, Vietnam, China, etc., me sorprendo de lo cerca que estuvo. Casi..., le digo, de Bolivia. Sabía que eras más o menos de esa región, dice él contento, estuve allí hace un par de años y aparte tengo amigos... Yo al verte, no hubiera creído que fueras de Olbia, interrumpo. ¿No? ¿Por qué? Pregunta él. No sé, quizás por el color de tu pelo, tus ojos, no sé..., hubiera dicho más bien que eras alemán o incluso más del norte, Noruega, Suecia o algo así. El lanza una carcajada larga y dice: Pues no, así como me ves soy de Olbia..., aunque estuve en los Fiordos de Noruega el verano pasado. Bueno, le digo, también secandome las manos. Le iba a decir: Bueno chau, que sigas bien, cuando el continuó: Mis amigos y yo llegamos hace un par de días..., navegando, aclaró. Yo, al escucharlo, me reí; puede que porque mi país no tiene mar, me parecía inverosímil que aquel tipo haya venido de verdad navegando desde Olbia hasta Cagliari. Estamos atracados, ya sabes, en la Marina Piccola, continuó seguro de sí mismo, porque si vas a estar unos días en la ciudad, quizás te gustaría salir a dar un paseo. Yo iba a decir, gracias pero no, cuando él se adelanta, dándome la mano: ¡Oh disculpa! soy Stefano. Yo también me presento, y aunque las normas de cortesía dicen, que luego de haberse presentado, dos personas civilizadas pueden continuar hablando, aunque sea en la parte común del lavabo de un bar; disculpa..., me tengo que ir, digo, encaminándome a la puerta de salida. Por un momento puedo percibir que él me sigue. Yo, apenas cruzo la puerta principal del sanitario, me pierdo en la muchedumbre bulliciosa del bar, sin darme vuelta atrás.
Salgo. 
Porque tú y yo ni siquiera estamos sentados en las mesas del bar, sino en las escaleras de la calle. La música todavía se escucha allí, aunque no tan estridente. La noche es intensamente oscura, las tenúes luces de la calle apenas te alumbran. Te miro allí sentado, sobre la mantita que habíamos colocado sobre el suelo, haces un gesto suave con la mano, señalándo mi puesto vacío a tu lado, mueves imperceptible tus pies en el suelo, a pesar de que estás sentado, continúas mirándome fijamente, sonriéndo en silencio, mientras frotas insistentemente las palmas de tus manos en tus jeans gastados. Yo me acerco y tu abres los brazos, acogiéndome en tu abrazo.

sábado, 12 de octubre de 2019


Cambio de Habitat

La página oficial de la embajada alemana recomienda en caso de poder evitarlo, no viajar a Buenos Aires. La califica de alto riesgo, alerta inclusive, en pleno día ocurren robos a mano armada, aún en los barrios calificados como seguros. No, no vaya o al menos procure no ir, dice. Y ¿qué es lo que hago yo? ¡Pues, claro! Venir.
No se piense que desconozco la ciudad, no. Viví muchos años aquí y para colmo me ví obligada a trabajar durante largas temporadas como médico de ambulancia, y ni siquiera exclusivamente en Capital Federal, sino hasta en el Gran Buenos Aires. No sólo en la zona cheta de Lomas de Zamora, sino que en caso de urgencias entrábamos incluso en el Dock Sud de Avellaneda. O sea, hasta antes de llegar, consideraba que los riesgos me eran familiares.
No obstante, el cuerpo humano y sus reacciones parecen adaptarse a un determinado habitat. El mío, ahora, en la seguridad de una pequeña ciudad al sur de Alemania y entonces todo lo anteriormente aprendido, ahora se me ha olvidado por completo.

No lleve ropa de marca. No se suba al Subte. No hable con extraños. No preste ayuda en vía pública. No porte cámaras fotográficas. No lleve la mochila en la espalda. No pierda de vista su tarjeta. No responda al timbre. No conteste a un número desconocido al teléfono de línea, etc., etc. No haga ésto, no haga lo otro. Con tanto NO, es imposible ser yo misma.

-          ¿Adónde vas vestida así? Me dice mi hermana (ella tiene residencia permanente acá) cuando voy dirigiéndome a la puerta.
-          Voy a ir a encontrarme con Gretel, le digo. (Gretel es amiga mía y quedamos de encontrarnos en su casa, en pleno barrio de Congreso).
-          Pero, ¿de dónde sacaste ésas ropas? Dice mirándome despectiva, observando detenidamente mis jeans negros y remera bien gastados, mis espadriles que ya andaron kilómetros varios y mi bandolera “vintage” de cuero.
-          ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? Respondo, defendiéndome, no me gusta el tono con el que me está hablando.
-          Pareces cualquiera, añade molesta, ¿no sabes que como te ven te tratan, y si te ven mal te maltratan?
-          Es a propósito, le digo, para que no me roben...
-          ¿No te das cuenta que te van a robar igual si vas mal vestida?
-          Así me siento más cómoda..., trato de justificarme.
-          ¡Pero qué dices! Andate a cambiar ya mismo, con ésa ropa parece que la ladrona fueras vos.

Al final fuí a cambiarme y ya en la calle, me ví caminando con la cartera cruzada, bien agarrada bajo el brazo, atenta al más mínimo movimiento extraño. Tomé el 102 hasta Congreso, bajé, crucé la plaza casi corriendo y así continué hasta llegar a lo de Gretel, mirando desconfiada para todos lados. 


viernes, 11 de octubre de 2019


Miércoles de Bandoneón

Disculpen, dijo el bandoneonista mirando desde el escenario a las mesas desiertas que la media luz intentaba esconder, para que no fuera tan evidente que éramos sólo unos pocos, los que habíamos asistido al concierto ayer por la noche. Nuestros instrumentos recién están empezando a conocerse, continuó, señalando al guitarrista que sonreía con la cabeza levantada en dirección al techo. El bandoneonista era joven y delgado, no era alto y lucía una oscura melena ondulada. Su mejilla izquierda lucía abultada, algo que logré comprenderlo después, era que estaba pijchando (masticando) coca. Somos un dúo joven, añadió el guitarrista, de sólo un par de meses de edad y se rió con una carcajada larga dirigiéndo la cabeza aún más hacia el techo, achinando bien los pliegues finos de sus ojos, no hechos para mirar.
Comenzó el concierto. El bandoneón se deslizaba serpenteando ágilmente, iba y venía, parecía estar juntando pedazos desde todos los rincones posibles y de todos éstos un cuerpo sonoro tomaba conciencia en notas agudas y graves, descubríase a si mismo, notaba que estaba dotado de alas y comenzaba a volar libre por encima de la sala, dándose cuenta recién de su flamante existencia, se sacudía intensamente, efímero y en ése preciso instante dejaba de ser. La guitarra mantenía un diálogo fluído, sus cuerdas podían ser más conversadoras que las de un piano, pero menos elocuentes que otro bandoneón.
Entre un tema y otro, uno de los músicos hacía una pequeña reseña o contaba una anécdota sobre la canción que íbamos a escuchar. Antes del tango La Casita de mis Viejos, el guitarrista contó: Bueno, dicen que Cadícamo no solía otorgar entrevistas. Una vez, un joven periodista que trabajaba para la televisión, que además era gran admirador suyo, lo convenció. La condición que puso Cadícamo fué que el mismo se haría cargo de todo, incluyendo el libreto con el cual se grabaría la entrevista, a lo que por supuesto el periodista accedió. Él, Cadícamo, dijo, yo voy a estar sentado tocando el piano, la cámara me filmará por el espalda y ahí es dónde usted entra, se me acerca y dice: ¡Qué lindo Maestro! ¿Qué es éso que está tocando?; ¡¿Estamos?! El periodista no se iba a oponer. Entonces cuando ya estaban filmando la entrevista, pasó exactamente lo que Cadícamo había dicho, éste se encontraba al piano, tocando justamente el tango que vamos a tocar ahora. El muchacho se acercó, la cámara estaba filmando y dijo: ¡Qué lindo Maestro! ¿Qué es éso que está tocando? A lo que Cadícamo contestó, dándose la vuelta: Pero, qué poca cultura musical muchacho, ¡Cómo no va a saber que se trata de La Casita de mis Viejos!
Y el concierto continuó. Una de las canciones más hermosas que se tocaron, se llamaba: ¿Cadé la Majeca? O al menos, éso fué lo que yo entendí, anotándolo en la penumbra, con una letra casi ilegible en una hoja de papel que tenía a la mano. Lo cierto es que hoy, en el momento que escribo, por más intentos que hice de encontrarlo en la red, no hubo caso. Lo más aproximado es que pudiera tratarse de una Bossa Nova y que el título pudiera llegar a ser: Eú cai la Marreca, pero de todas maneras la canción sigue sin aparecer. De nuevo el guitarrista hizo la introducción: Bien, al tipo que compuso éste tema (ahí mencionó el nombre, pero se vé que lo anoté mal), lo habían invitado a comer una Majeca, que es un ave, más o menos parecida a un pato o pollo, algo por el estilo. Por una razón u otra, el plato que le habían prometido no llegó nunca. Entonces él inspirado por ello, compuso éste hermoso tema, preguntando: ¿Cadé la Majeca? o cómo más bien sería: ¿Dónde está la Majeca? El bandoneonista añadió, entre risas, parece que tenía hambre.

Sí, anoche en el concierto éramos pocos, pero a mí pareció que de alguna manera estábamos todos.



lunes, 7 de octubre de 2019


Einzelgänger

Ya antes de llegar a Alghero ella había imaginado aquella visita. El viñedo no se encontraba precisamente cerca de la ciudad, pero a ella le apasionaba la cata de vinos. Siempre que se encontraba de vacaciones, acostumbraba poner en su agenda, al menos cinco actividades imprescindibles: una pieza de teatro, mejor si se trataba de una ópera, una visita a algún sitio arqueológico, un concierto de jazz, blues o soul, una excursión a la montaña, pero de todas ellas indudablemente la cata de vinos era su favorita; alguna que otra vez tuvo obligatoriamente que reemplazarla, por ejemplo por uno de whisky cuando estuvo en Irlanda o por cerveza artesanal en Bélgica.
Si bien podía alquilar un auto o pagar con toda tranquilidad un taxi para movilizarse, ella elegía siempre el transporte público, aunque a veces eso era un tanto imposible cuando estaba en lo más profundo de Malta o Gozo, allá arriba en las Sierras de Mallorca, o como en éste caso, en la parte norte de Cerdeña. Habíase de notar también su pasión por descubrir cualquier isla, había elaborado una larga lista con los nombres de las que en el futuro inmediato pensaba explorar. Le gustaba viajar sola, o más bien lo que ella pensaba, acompañada consigo misma: die zweisamkeit der Einzelgänger.
La cata estaba prevista para las cinco de la tarde, pero ella salió del hotel rumbo a la Avenida Cataluña donde se disponía a tomar el Bus 9321 que la dejaría más o menos a unos diez kilómetros de Sella y Mosca, una de las cavas más importantes de la isla, cuando apenas había terminado de almorzar. Acostumbrada a caminar demasiado, solía obviar a propósito el vestirse como para ir al gimnasio, detestaba parecer una turista. Ésa tarde llevaba unos shorts azules, una camisa blanca de seda con cadenas doradas y banderas marinas azules entrelazadas, un sombrero de rafia, unos espadriles y una bandolera de piel con una cantidad tal de dinero en efectivo, que doblaba con facilidad el sueldo básico de cualquier isleño.
Le fascinaban los idiomas, dominaba además del alemán, su idioma materno, el inglés (como casi todo alemán), el francés y español, y ahora desde su última visita a Bari, se encontraba estudiando el italiano: un biglietto di andata e ritorno, le dijo con toda seguridad a la expendedora de boletos. Una vez dentro del bus, activó como siempre el google maps de su celular, así fué siguiendo exactamente la ruta; se bajó en la intersección donde la nada cruza a la nada, allá en el norte de Cerdeña, a más o menos diez kilométros de Sella y Mosca.
El intenso, fuerte y vigoroso cantar de las cigarras desde los campos de olivos le pareció increíble, se quedó escuchándolo atentamente por algunos minutos y se sintió muy afortunada de estar allí, sobre todo por no tener que estar compartiéndolo con nadie. Tomó un sendero que se abría serpenteante hacia el Oeste, le encantó ver su sombra, la de ella únicamente, acompañándola, su sombra, único testigo a lo largo del camino repleto de arbustos de tuna. Habría hecho quizás la mitad del camino cuando le pareció escuchar a lo lejos un ruido peculiar, como el galopar de caballos, observó para todos lados, sin lograr ver nada, pero al cabo de un rato efectivamente, no era un caballo, sino dos. Dos jinetes que podían verse un poco difuminados acercándose a lo lejos. Le molestó un poco que estuvieran allí, contaminando el contacto íntimo entre la naturaleza y ella misma, pero ni modo, hay situaciones que no pueden evitarse, se dijo, cuando ya podía sentir en la boca, el sabor a tierra salada que iba levantando aquel furioso galopar de caballos, acercándose a ella vertiginosamente. Dentro de lo que le parecieron segundos reconoció dos figuras masculinas galopando en el sol de la tarde, una sensación inexplicable la hizo primero retroceder despacio, poniéndose de lado y después comenzar a correr desesperadamente, intentando huir en vano, en medio de los campos olivares.
El miércoles nueve de octubre de 2019, siete días más tarde, la embajada alemana en Italia hizo oficial la desaparición de Alexandra Müller, de 32 años, natural de Karlsruhe, Baden-Württemberg; la última vez que se supo de ella se dirigía a una cata de vinos cerca de Alghero, al norte de Cerdeña.



domingo, 6 de octubre de 2019


Carmen y yo

En marzo del 2004, Carmen y yo llegamos a Buenos Aires. Conseguimos difícilmente alojamiento en un oscuro y diminuto cuartucho de una pensión familiar en Primera Junta, que aceptaba únicamente mujeres. No era habitación como tal, sino que había sido improvisado desde algo así como un cobertizo amohosado donde al parecer el portero del edificio solía guardar escobas, baldes y demás instrumentos de limpieza. La habitación no poseía más muebles que una cama de un tamaño extraño, no era ni de una plaza, ni de dos y una mesita velador. La cama crujía todo el tiempo y parecía que al mínimo movimiento se iba a desmoronar, no era de extrañarse pues había sido construída artesanalmente desde algunos cajones de manzana.
Carmen más que emigrar había escapado, se había enterado que yo venía para acá y de un momento a otro me contactó y decidió acompañarme; como ella no tenía un plan establecido, no le quedó más remedio que adoptar el mío. Mi plan, creía yo, cuidadosamente concebido consistía en inscribirme al examen de la residencia hospitalaria, que todos los años se rinde en los primeros días de mayo. Para ello, en aquel entonces bastaba con tener el pasaporte en regla, de ahí a aprobar el examen y obtener una plaza, era otro tema. En ésa época el promedio de aprobación de los extranjeros era tan bajo, que pocos pensaban que valía la pena correr el riesgo.
El problema fue que no se me había ocurrido, al menos no con toda claridad que había que tener que solventar los gastos de vivienda y alimentación durante los meses de la espera. Y había olvidado tomar en cuenta el cambio de moneda, en el cual apenas cruzar la frontera, todos mis ahorros salieron perdiendo.   
Buscaba desesperadamente trabajo, de lo que fuera, en los clasificados del Clarín, que le pedía prestados al diariero de Valle y Cachimayo, pero al poco tiempo caí en cuenta que aquello iba a ser imposible, pues ni Carmen ni yo teníamos residencia legal en Argentina.
Nuestra economía colapsó aún más cuando tuvimos que comprar los libros preparatorios para el examen. Eran cuatro tomos gordos, separados por especialidades. Decidimos que íbamos a comprar un sólo ejemplar de cada uno e íbamos a compartirlos. Así que mientras yo preparaba Toxicología, Carmen estudiaba Pediatría y así por el estilo. Habíamos repartido muy bien nuestro tiempo, casi obsesivamente, en un cronograma. Habíamos contado inclusive las páginas de los tomos y repartido aquellos entre los días que nos separaban del examen. Conclusión: cada una debía leer, comprender y retener en la memoria por lo menos ciento cincuenta páginas por día.
Solíamos levantarnos bien temprano, entre otras cosas porque teníamos que compartir la cocina y el baño con las demás inquilinas de la pensión. Carmen, hacía todo lo que yo proponía, jamás iba a caérsele una idea propia, aunque hubiese tenido que sacudirla. Comíamos todos los días (y las noches) el mismo plato, consistente en una salchicha tipo viena cortada en dos, una papa hervida cortada a la mitad y una porción enorme e insípida de un arroz blanco hervido. Mientras comíamos en silencio, sobre todo durante nuestras primeras noches en ésta ciudad, inevitablemente, llorábamos.


Continuará

viernes, 4 de octubre de 2019


Tú y la salita Santa Chiara

La noche comenzó para nosotros, recién al amanecer; por algunas horas tú y yo, dos extraños solitarios, nos miramos. Tus ojos, dos lámparas profundas, iluminaron raramente mi fondo, ahí donde estoy sólo yo, donde es imposible pretender ser. Ésa sensación de haberte tenido una vez, quizás varias..., ¿pero cuándo? ¿dónde? ¿es que se vive solo una vez? 
Nuestras soledades también se sentaron, aunque fuera por un rato. No, dije, justificando el hecho de no estar con algún otro; no estoy sola, estoy conmigo misma. Sí, cierto, confirmaste tu soledad y añadiste, señalándonos, igual, esto es un plus.
Misteriosamente ésa noche, fuímos dos, extrañamente conocidos, abrazados para siempre en la escalera infinita de aquel verano muriente.


miércoles, 2 de octubre de 2019


Intenciones

Era invierno cuando mi hermana y yo estuvimos en Madrid. A pesar de que vestíamos nuestros abrigos más gruesos, aún podíamos sentir el intenso frío de ésa mañana. Paseábamos por lo jardines del Palacio del Rey, cerca de la puerta principal, caminaba lentamente de un lado al otro, una anciana vestida con ropas raídas, casi transparentes, iba descalza, a pesar de las mínimas temperaturas; la gente, que era escasa, no era precisamente abundante en solidaridad. Mi hermana y yo decidimos antes que darle algunas monedas, caminar unas siete o diez cuadras de ida y vuelta, hasta la próxima tienda de zapatos, elegimos unos muy mullidos, que tenían por dentro una especie de forro de corderito. Muy contentas fuímos a entregárselos, ella nos recibió bien agradecida, nosotras insistimos en que se los probase y ella hasta nos complació. Entonces la dejamos muy satisfechas, creyendo que con sólo ése acto, nosotras éramos mejores personas y ya el mundo era un lugar mejor. Dimos un par de vueltas más por los jardines y cuando ya nos íbamos, nos cruzamos de nuevo con aquella señora, que no nos reconoció, nos volvió a pedir unas monedas y aún continuaba descalza.