Cromosoma
La cuerda se tensa de nuevo al rededor de su cuello, el
dolor quemante que produce la correa al contacto con su piel le sube hasta las
orejas, obligándolo a no oponer resistencia y dejarse arrastrar.
-Pero ¿qué es lo que quieres hacer pedazo de inservible?,
gruñe el viejo. Si continúas así no me dejarás otra salida que..., ¡vení para
acá!
Los gritos se podrían escuchar a cien metros de distancia,
pero a excepción de un estudiante, de enormes auriculares, que hasta entonces
iba llevando el compás de la música con uno de sus pies, los otros que aguardan
impacientes en la fila, fingen, aunque con mucho esfuerzo no darse cuenta. Son seis o siete, no hacen otra cosa que mirar atentamente hacia el sector de las cajas, ubicado más adelante. Parece que un sólo pensamiento los estuviera conectando:
vive y deja vivir. ¿No es hoy en día un consejo tan acertado?
-Me obligarás a mandarte al asilo, continúa. Éso es lo que
estás queriendo. ¡Al asilo contigo!, ¿me oyes? ¡Directo
al asilo!
Detrás de uno de los escritorios una mujer, apenas consigue marcar
un número de tres cifras en el teléfono, sus dedos largos de uñas perfectamente manicuradas, no le dejan de
temblar y comunica algo tan bajito, que parece que estuviera murmurando un
secreto y escucha “¿es él de nuevo?”, ella casi como un soplo: “si, señor!”, la voz
al otro lado maldice y añade “Mandaré a Lessing en seguida”.
-Diez años son mucho tiempo, pero no me importará nada, ¿lo
haz entendido? Continúa vociferando el hombre. ¡Tú, no eres más que una carga!
No, no me mires así, con ojos de inocente. Detiene su marcha frente a uno de los cajeros automáticos y a tiempo de asegurar la correa en su
cinturón, saca de uno de sus bolsillos una tarjeta, la introduce en la ranura
de la máquina, e inclinándose sobre ella, parece comenzar una operación
importante.
Es invierno en la tarde de diciembre, pero los seis o siete
de la fila, inclusive el estudiante, gracias a la calefacción, casi ni lo
sienten. Afuera, por las puertas de vidrio transparentes, la calle luce sus dorados
adornos de Advenimiento, y los peatones sobre la acera, aunque van cargados a más no poder de
bolsas, parecen ir contentos.
-¡Quieto te digo! Grita el hombre, ¿No ves que estoy ocupado?, y comienza a apretar insistente una de las teclas del cajero, luego golpea la
pantalla con la palma de su mano derecha y segundos después está propinándole patadas
a la máquina, que no hace otra cosa que permanecer firme.
El estudiante, ahora se ha sacado los auriculares y no le quita
un ojo de encima al viejo. Parece estar debatiéndose entre acercársele o no.
Desde unas escaleras en el extremo del salón, un hombre
joven, de corta estatura, vestido de traje azul marino y corbata, cuya
identificación abrochada correctamente en su solapa dice Herr Lessing, se aproxima.
-Buenas tardes Herr Fuchs, dice el empleado. Bienvenido,
como siempre a nuestra sucursal. ¿Es que podría serle útil en algo?
-¡Es ésta maldita máquina...!, grita el viejo, ¡se quedó con
mi tarjeta! y comienza de nuevo a pulsar sin parar la tecla Enter.
-Tranquilo Herr Fuchs, déjeme intentar, dice calmado el
Señor Lessing, a la vez que hace un clic en Abbrechen y la máquina entrega la
tarjeta sin chistar. Éste la retira y se la entrega al viejo, diciendo ¿hay otra
cosa que pudiera hacer por usted?
-No, no hay nada. ¡Qué piensa!, ¿que soy un retrasado
mental?, haciéndole el ademán de que se aparte. El Señor Lessing, sin animarse
del todo a hacerlo, decide aguardar, ubicándose discretamente a un par de pasos
de allí.
-¡No, no creas que ésto no es tu culpa! Dice el viejo,
atesando aún más la correa y a él le vuelven a arder las orejas. ¡Es culpa tuya!
Si no estuviera controlando todo el tiempo que no intentes escapar, las cosas
serían más fáciles. Se inclina nuevamente sobre la máquina y reanuda los
movimientos misteriosos.
El estudiante decide salirse de la fila, cruza la habitación
rumbo a la cafetera dispuesta a los clientes, de la cual se sirve un vaso y con
él en mano se sienta en uno de los sillones rojos de la sala de espera, con la
mirada fija en el viejo.
-¡Al asilo contigo! Repite. ¡Diablo quédate quieto! ¿No ves
que...? ¡Zum Teufel!
De nuevo la correa le raspa, le lastima, él intenta quedarse
quieto, pero no lo consigue. Es que desea con muchas ansias algo, que sólo le
gusta hacer cuando se encuentra en la calle, sobre la superficie rugosa del tronco
de un árbol o el mástil de un basurero. Por eso no puede evitar moverse en
círculos.
El estudiante, que suele entender a las almas libres, todavía
sentado en el sillón abre su mochila, saca un libro y una carpeta con muchas
hojas, no sabe qué, pero espera.
Minutos más tarde, el Señor Lessing se
dirige presto hacia la puerta, pues del otro lado, acaba de llegar una señora
en silla de ruedas, por lo cual él se dispone a abrir de par en par las
puertas. El estudiante sabe que ha llegado el momento, camina decidido en
dirección al cajero automático, con mochila, auriculares, libro y carpeta en
mano, y cuando está justo al lado del viejo, se desploma repentinamente de espaldas, sin ni siquiera llegar a tocarlo, pero causando tanto revuelo
que las hojas de la carpeta salen desparramadas por todos lados.
-¿Pero qué...? Dice el viejo dándose la vuelta, sin poder
creerlo. El estudiante yace en el suelo despatarrado, y no dá la menor seña de querer
levantarse, por lo que éste en un acto reflejo, se inclina sobre él
ofreciéndole la mano, desatendiendo la correa que tiene asegurada en su cinturón.
Es la oportunidad que había estado esperando el de las orejas, que ágilmente
tira de ella y se suelta. Veloz cruza en pocos segundos el umbral de la puerta,
y desde el otro lado, parado en sus cuatro patas, observa por unos instantes al
viejo que con pasos cortos y brazos extendidos intenta avanzar hacia él. El
estudiante juraría después que lo vío reírse, antes de emprender la huída y
dirigirle una última mirada.
-¡Cromosomaaaaaa! Grita el viejo, ¡vení para acá! ¡Vuelve Cromosomaaaa! Logra salir a la calle y mientras lo ve correr a lo lejos, murmura ¡Vuelve!, te necesito Cromosoma...
Cromosoma no hace caso, corre y corre libre calle arriba, desapareciendo
entre peatones cargados de bolsas y calles de adornos dorados, pues es
Advenimiento.