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sábado, 31 de diciembre de 2016

La mañana del último día de un mal año

A las siete: el balcón

La mañana apenas se despierta, desnuda de siluetas de cuervos que seguramente han buscado refugio, alguien sabrá dónde. Los árboles del jardín, guardan inmóviles, un llamativo silencio. Durante la noche no ha caído nieve, pero si una blanca escarcha que dibuja prolija, los nudillos y nervaduras de sus ramas elevándose al cielo. Los techos también lucen su plateado recubrimiento, las ventanas continúan con las persianas bajas, ojos de un cuerpo que aún mantiene los párpados cerrados.

Siete y cuarenta: la red

Los titulares de los diarios fluyen más rápido si es con una taza de café, con mucha leche. “Nadie nos va a decir cómo debemos vivir”, ha dicho firme y con mucho coraje la Canciller. Berlin se prepara para recibir el año nuevo. “Un millón de visitantes se esperan en Brandenburger Tor”. ¡Si sólo no se tuviera el compromiso del día siguiente! Un largo y caliente trago, para concluir que el trabajo si bien es satisfacción, también es sin duda alguna, una forma moderna de esclavitud.

Cerca de las nueve: el tranvía

Baja lenta la niebla y el aire se vuelve húmedo. Minúsculas gotitas le dan ahora un brillo impensado a mi cabello negro. El trencito amarillo irrumpe veloz en la bruma, adentro sí que se está confortable, aúnque un tanto apretado. Disculpe, ¿está aún libre éste asiento? Gracias. Una parada después bajar en Europaplatz, manos frías en los bolsillos, así es preferible a usar guantes. Kaiserstrasse prepara sus puertas transparentes, pero en horario reducido. Hay un inusitado ir y venir de personas. Con bolsas. Y bicicletas.

Pasadas las diez: música

“Love sees no color, love, love, love”. Risas, tus ojos, un roce, el inconfundible ritmo de tu andar, “¡Hallihallo!”, todo tú, dibujado en mis recuerdos, ¡se siente tan bien!, un leve movimiento, o al menos eso pienso, de mi pie llevando el ritmo, música en mis audífonos. La señora que está al lado mío, frente al semáforo, me observa curiosa; aún más que el propio hombrecito en rojo. Hay momentos en los que bailar sola, suele no ser una tan buena idea.

Once...

A unos pasos de casa, los brazos pesan, pero el corazón piensa en el año que viene y salta. ¡Pues rápido, a empujar las horas! Ha comenzado una llovizna finita, que primero cae en mi boina y luego intenta meterse en mi ojos, haciéndome cosquillas. Grupos de gente, presa de un enérgico movimiento entra y sale del supermercado. El señor del Bar de la esquina, que está acomodando un letrero de luces: Bienvenido 2017, me saluda sonriente con la mano. Las maniquíes de la vidriera, en la tienda de vestidos, posan con gracia sus atuendos más logrados.

Todos esperan el año nuevo, pero nadie está más impaciente que yo en Gartenstrasse.

domingo, 25 de diciembre de 2016


Mi ventana entreabierta

Un saxofon se consuela
En notas que lleva el viento
Tú no estás, pero te siento
Las horas ríen, aunque duela

Navegan mis quimeras
En ésta mañana distante
Estás aquí, ausente...
Incluso aunque no quieras

Vagas, inevitable
El balcón de mi nostalgia quieta.

miércoles, 21 de diciembre de 2016


Un viejo amor

“¿Curándose de una pena de amor?” Me pregunta alguien, una voz que me llega inesperada, cuya respuesta no puedo emitir en enseguida, pues acabo de darle una mordida a mi Reibekuchen, una especie de tortilla frita de papa, típica de la comida alemana y más de los mercadillos de navidad y en la otra mano sostengo mi Glühwein, bien caliente, a pesar de las bajas temperaturas a las que nos somete Diciembre, al que naturalmente un rato antes le he dado un par de tragos.

Al principio no entiendo cómo aquella voz, que después se hace una agradable cara masculina, se ha atrevido a hacerme semejante pregunta; luego me doy cuenta que toda la culpa la tiene la revista que he comprado a un vendedor ambulante, que aquí en Mannheim, como en todas las ciudades que he visitado, he llegado a ver de pie en cualquier esquina. La revista, que yace sobre una especie de mesa, construida con el tronco rústico de un árbol, efectivamente tiene el título: Curándose de una pena de amor, con un gran corazón rojo dibujado en la portada.

Día miércoles catorce, para el que suele tener una semana del mes libre, significa vacaciones. Entonces hay que pensar en qué cosas nuevas, o no, se puede hacer, pensar en ésos pequeños placeres que hacen volátil y a la vez perdurable nuestra vida. Y uno de ellos, en mi caso: visitar una tienda de artículos femeninos llamada & other..., para lo cual con mucho gusto he llegado a recorrer distancias relativamente grandes, como una escapada a Zurich o a Berlín. Pero por suerte para mí, recién han abierto una sucursal en Mannheim, ¡increíble!, nada más veintitrés minutos de viaje desde Karlsruhe. Aquello, lo de la apertura de la tienda, lo descubro el martes por la noche, y el miércoles a las nueve en punto ya estoy en la estación de trenes, sin ninguna clase de equipaje, sólo yo y una diminuta cartera.

Me acuerdo, en éste momento de una entrevista que Joaquin Soler Serrano le hiciera a Julio Cortázar, en la televisión española de los años setenta; en la cual él, Cortázar, decía que las ciudades son como amores, los hay grandes y pequeños. No pudo haberse equivocado, pues Mannheim para mí es un gran, grande amor, no solamente porque es la primera ciudad que conocí en Alemania (el aeropuerto de Frankfurt no cuenta, precisamente porque se encuentra afuera de la ciudad) sino porque fué el lugar donde aprendí alemán, en el Goethe Institut, hice mis primeras experiencias en una cultura diferente y sobre todo porque un año más tarde en la Clínica de la Universidad, vestida en un traje azul, subida en unos tacones altos, para no parecer tan pequeña y el pelo recogido, aparentando seguridad, cuando no tenía certeza de nada, me presenté a los Profesores Doctores de la Universidad, jurado que me tomó el examen de Medicina y al final me otorgó la autorización para ejercer en éste país. Por todo eso, Mannheim para mí aparte de ser un gran amor, significa el comienzo de una nueva vida.

Apenas llego ésta mañana, me pongo a pasear por Planken, la calle principal. Transcurrieron ya tres años, pero aún se mantienen frescos los recuerdos. Me siento en aquel cafecito, cerca del cine y para no cambiar el ritual me bebo un café cargado con un pedazo gigante de torta del Bosque Negro. Me pregunto que será de la vida de mis compañeros del curso de idioma. ¿Habrán cumplido con lo que se propusieron en Alemania? ¡Ey! ¿Lo hicieron?

Después a poco de las diez, me encamino a la dirección donde el internet situaba la tienda, objeto de mi visita. En el camino, me encuentro con el vendedor ambulante de revistas, tiene esa edad entre finales de los cuarenta, lo cual me produce tristeza, por el hecho de aún en esta parte de su vida, deba depender de un ingreso tan mínimo. Él me desea un lindo día y me comenta que es lo que pensaba hacer por la tarde, ir al cine, pues están dando la película de Marie Curie y de paso pregunta, si yo sabía que ella era la única persona en ganar un premio nobel por dos disciplinas: Física y Química ¡Sorprendente lo que se puede aprender de una conversación callejera! Por supuesto que le compro una revista.
Las siguientes dos horas, me entretengo con la colección invierno y el adelanto de primavera de 2017. Salgo del lugar recién al medio día, ya con equipaje. Decido, infaltable, visitar el mercadillo de navidad, en Wasserturm, ¡ah si ella hablara! Allí está, sólida y orgullosa, rodeada de muchas casillas que suelen acompañarla en éstas fechas. Las casillas, todas de madera, lucen sus esforzados adornos navideños en rojo, verde y dorado, y como todavía no ha nevado, algunas llevan una especie de cubierta blanquecina, simulando una gruesa nevada sobre sus techos, desde donde cuelgan luces de todos los colores. Un frágil cordón de metal, rodea sospechosamente la plaza y unos cuantos policías patrullan tranquilamente el perimétro de dos en dos. El mercadillo es un lugar de reunión por excelencia en éstas fechas, se venden alimentos, bebidas y objetos típicos de la navidad e invierno. Un quiosko en forma de locomotora antigua de tren, emite un pitido y ofrece a la venta unos heiße maroni (castañas calientes). Los niños y los colegiales hacen bulla y corretean, porque ya casi están de vacaciones. Elegantísimos y guapos señores de negocios vestidos de traje impecable y corbata, han salido de las oficinas y disfrutan de la pausa de medio día, nada mejor que tomando un Glühwein. Y en medio de todos ellos estoy yo, que apoyo mi nuevo equipaje en el suelo y deposito el ejemplar de la revista en la mesa.

“¿Si?”, le digo al hombre, que se ha quedado esperando mi respuesta, mientras sus compañeros han comenzado a burlarse de él, por haber sido tan valiente, de haber entablado una conversación con una mujer, sin conocerla, cosa rarísima, seguro resultado del vino caliente. El hombre, me señala la revista que yace sobre la mesa. Yo le dirijo una mirada breve, pienso y me pregunto, ya acostumbrada de obtener la misma dolorosa afirmación: ¿tengo aún una pena de amor?, e inexplicablemente, como en un sueño, me acuerdo de tí, mi viejo amigo, de tu nariz enrojecida por haberte pasado tantas veces el pañuelo por estar resfríado, de tu uniforme bien planchado..., después de años de conocerte, precisamente en éste momento, en el cual tu no estás conmigo, miro la claridad de tus ojos profundos, tu porte inclinado mientras escuchas las novedades de mi guardia no tan exitosa, tu voz relajada, tus dedos largos, tus bromas que intentan alegrarme, cuando en realidad hubiera sólo llorado, la forma que tienes de montarte en la bicicleta y haces graciosas maniobras para no caerte, con tal de seguime el paso, mientras vamos por la vereda camino a casa..., pienso nada más que en tí mi querido y viejo amigo, y parece que de repente el mundo girara en sentido contrario, y del pecho me brotara un calorcito capaz de convertir ya mismo en mar, la pista de hielo del mercadillo.

Me bebo de un sólo trago el contenido de mi vaso, y decido que debo volver de inmediato a Karlsruhe; tomo la revista, y antes de irme, le respondo a aquel amable señor, lo hubiera abrazado e incluso besado, por haberme hecho dar cuenta: “No, ¿sabe?, definitivamente ya no tengo una pena de amor...”, y corro hacia la parada del tranvía, sin parar, en dirección a la estación de trenes.

domingo, 11 de diciembre de 2016


La búsqueda

“Libertad” interrumpió el hombre, acomodándose en su taburete frente a la barra del bar, “el propósito de la Literatura es libertad”. Los dos jóvenes, suspendieron su discusión y se dieron vuelta, viendo que se trataba del profesor Dreiser un reconocido catedrático de germanística, asiduo cliente del “Tintero", uno de los bares más antiguos de Heidelberg y de quien se decía, era poseedor de una biblioteca privada mucho más extensa que la de la propia Universidad. “Un escritor de verdad no edifica su obra pensado en hacerse de fama o engrosar su cuenta bancaria, sino que busca la libertad en todas sus formas”, continuó. A lo que uno de los jóvenes: “No niego que la libertad puede ser una razón, pero hay otras no menos importantes, como la búsqueda de la verdad, la trascendencia...”. “Nada puede ser más importante que la libertad” dijo muy seguro el profesor Dreiser, dando un largo trago a su Whisky, “y yo les voy a demostrar, por qué” prosiguió, “ocurrió a mediados de los años 70, yo había sido recién aceptado en la Universidad y recibí, como regalo de mis padres una colección de 20 libros clásicos de la literatura, publicados años atrás, en los cincuentas. El día en que los recibí, me dediqué a limpiarlos, pues parecía que habían pasado un largo tiempo sin cuidado. Eran unos ejemplares magníficos, de cubierta de cuero e inscripcciones doradas, desde Herodoto hasta von Kleist. Yo estaba realmente maravillado..., pasándole la mano por la tapa a uno de ellos, “Nouvelles” de Maupassant, sintiendo el relieve que marcaba el título, e incluso su olor intenso a moho, me pareció delicioso; a poco tiempo de abrirlo, noté que una pequeña porción de papel sobresalía, entre el lomo del libro y la cubierta, se trataba de una hoja doblada en dos, que tenía escrito algo. Lleno de curiosidad, la desdoblé y pude ver unas pequeñísimas inscripciones que a simple vista no se podían leer bien, así que busqué una lupa, que tenía allí mismo, sobre el escritorio...”. El profesor Dreiser miró detenidamente la palma extendida de una de sus manos, como si aquel pedazo de papel se encontrara ahí mismo y él lo estuviera observando. “¿Consiguió leer lo que estaba escrito?" Preguntó el otro muchacho, que hasta el momento no se había atrevido a decir ni mu. “Sí”, llevándose el vaso a la boca y pidiéndole al mozo un nuevo trago, “ésta vez doble” y comenzó:

“No hay tiniebla más negra
De quien ha perdido toda la fé
Yo, no estaré nunca a oscuras
La luz intensa que hay en mí
Puede alcanzarme para otras vidas”.


“Eso decía”, continuó, “lo leí varias veces, poniendo atención a la letra, una bien redonda, en imprenta; me pregunté a quien habría pertenecido aquel poema, si habría sido copiado o sería que fué escrito directamente por la persona, que escondió aquel pedazo de papel en el libro. Permanecí mucho tiempo pensando aquello y no sé de cómo me vino la idea de que además de aquel, pudieran haber otros, mensajes, versos, como quieran llamarlo. Rápido, me puse a examinar los otros libros, y efectivamente, pude encontrarlo en cada uno de los libros, escondidos en el mismo lugar, escritos en la misma melancolía que el primero. Entonces estuve seguro que pertenecían a una misma persona y definitivamente no fueron copiados de otro libro. Esa misma tarde telefoneé a mis padres, para preguntarles dónde habían comprado los libros, y me enteré que fueron adquiridos de un anticuario en Karlsruhe. Insistí tanto que mi padre tuvo que buscar la factura, donde estaba anotada la dirección. Al día siguiente tomé el primer tren rumbo a Karlsruhe, no fué mucho lo que conseguí, sólo que aquellos libros habían sido comprados junto con otros tantos en un depósito de libros usados cerca de Mannheim. Se imaginarán que había encontrado una pista que me podría conducir al autor de aquellos versos y yo deseaba con todas mis fuerzas que se tratase de una mujer”. Aquí, el profesor Dreiser hizo una pausa en su relato, miró fijamente el fondo de su trago, como si pudiera transportarlo en el tiempo. Los muchachos atinaron sólo a mirarse, no sabían si debían interrumpir o no.

“Una vez sentado en el tren rumbo a Mannheim, me puse a pensar en lo ridícula que era mi idea” dijo, luego de un momento, sacudiendo un poco la cabeza, “pero ni siquiera eso me desanimó. El depósito de libros era un enorme galpón y en un aviso escrito en una de las paredes decía los horarios de apertura y esos excluían los lunes, ése día había sido lunes. Pero daba cuenta de un número telefónico de contacto al que llamé de inmediato, un hombre de una memoria sorprendente me contestó al teléfono, él sabía exactamente de qué lote de libros estaba hablando, y dijo, ésa colección formaba parte de una gran biblioteca privada que había sido rematada unos meses atrás en Baden Baden. Por supuesto que al día siguiente, a primera hora estaba viajando a Baden Baden, no podía continuar como si nada, tenía que encontrarla, a ésas alturas tenía la plena convicción de que se trataba de una mujer. En la dirección que se me había dado, encontré una propiedad que ocupaba toda una manzana, bien cerca del casino de Baden Baden, tenía rejas altísimas que separaban la calle de una especie de bosquecillo con muchos árboles y bien al fondo se veía una casa. Por el intercomunicador me atendió una mujer, yo casi le rogué que saliera, me encontraba en un estado emocional que no he vuelto a experimentar. La mujer, al verme así, me invitó a pasar, explicó  haber comprado la casa sólo hace unos meses, no sabía nada de la familia que la habitara, al parecer estuvo vacía un par de años y sin poder venderse; la razón, es que se habían tejido una serie de historias al rededor de la propiedad. Se decía que ahí vivió una mujer en una especie de retiro espiritual, que nunca abandonaba la casa y nadie venía a visitarla, a excepción del dueño del almacén del barrio, que solía llevarle alimentos una vez por semana; hasta que una noche, un vecino encontró a la mujer desplomada cerca de las rejas que daban a la calle, y alarmó a la ambulancia. Cuando los paramédicos acudieron a llevásela, tuvieron que dar parte también a la policía, pues se escuchaban débiles llamados de ayuda que provenían desde dentro de la casa. Y fué ahí que la descubrieron, era una muchacha, no se supo desde cuándo, había vivido, allí, cautiva en la biblioteca”.

“¿Pero quién era? ¿Qué pasó con ella?”, interrumpió uno de los estudiantes. “Nadie lo supo, se la tuvieron que llevar también al hospital” siguió el profesor Dreiser, “dijeron que estaba muy deshidratada y que parecía que hacía días no se había alimentado...; ésa misma noche murió la mujer, sin que llegara a saberse si era la madre, la tía o por qué la tenía cautiva. Y ella, la muchacha..., escapó del hospital, también aquella noche...”.

“¿Está diciendo que está allá afuera, en algún lugar?” preguntó el estudiante, que opinaba que la Literatura podría brindar verdad y trascendencia, “no pudo haber desaparecido, alguien tiene que saber de ella...”.

“La Literatura era la única fuente de libertad a la que podía acceder aquella muchacha...”, reflexionó el profesor Dreiser, mientras se ponía de pie tambaleante, le hacía un gesto con la mano al hombre detrás de la barra del bar y sin cruzar más palabra con los estudiantes, se dirigía a la puerta, saliendo a la noche no tan fría del otoño. Éstos, guardaron silencio, iban a decir algo, cuando el Barman, que hasta ése entonces parecía no haber estado prestando atención, intervino: “Si alguien puede encontrarla..., a la muchacha, será el Profesor, ¿saben ustedes que no hay libro o revista que se publique que él no llegue a comprarlo?”

domingo, 4 de diciembre de 2016


La importancia de las palomitas de maíz

Apenas vió las luces que señalaban la entrada del cine, consultó su reloj, las siete y media. Nada mal, pensó, mejor llegar temprano. Metió las manos en los bolsillos de su abrigo y disminuyó el paso. En unos instantes alcanzó a llegar a la puerta, donde un póster anunciaba: Avant Premiere hoy a las veinte horas y el título de una película, que ella misma había sugerido, pero viendo las imágenes del cartel, ahora no estaba tan convencida. Decidió que lo mejor sería esperar adentro, por un momento se le había ocurrido darle una vuelta a la manzana..., las siete y treinta y cinco, mejor entrar. 


Había mucha gente, día jueves. Por la antesala repleta llegó hasta el Bar, que también estaba concurrido pero aún con un par de sillones vacíos. Eligió uno, justo en la esquina, que miraba hacia la entrada; no quería perderse el verlo llegar. Se sacó la boina y el abrigo, dejándolos en el respaldar del sillón. Después se dirigió a la barra y ordenó un Latte Machiatto. “... el cine tiene que ser la experiencia” decía el hombre, que dándole la espalda conversaba con otros dos. “Completamente de acuerdo”, el que estaba frente a él, “es para meterse de lleno en la pantalla, sin que haya ninguna otra cosa que te distraiga, excepto la cita...” añadió, y el tercero, “no es sólo el ruido que producen, es además el olor de las palomitas...”. El mozo le entregó un vaso demasiado largo colmado de espuma junto con dos sobrecitos de azúcar, y ella fué a sentarse, depositando el vaso sobre la mesita. Tomó una revista, de ésas que suelen publicar los cines, con los próximos adelantos, entrevistas a directores y actores, la hojeó y se detuvo en la contratapa, un comercial invitaba a pasar por el Candy Bar, la foto de una pareja que lucía feliz, sosteniendo entre los dos una bolsa maxi de palomitas de maíz y una botella de gaseosa. Le dió un par de tragos a su vaso, sin dejar de mirar la imagen y deseó no estar tan nerviosa. Las ocho menos cuarto. ¿Se veía bien?, alisó un poco su falda. Quizás hubiera sido mejor elegir otro lugar, antes que el cine..., ¿por qué llegó tan temprano?  

De pronto vió avanzar un muchacho entre el público, mirando para todos lados, al verla se detuvo y saludó con la mano. “¡Hey, que tal!” dijo, viniendo a su encuentro.  

Pocas cosas proporcionan tanta alegría y demasiado estrés como la primera cita. Ella, que no se preocupe, llegó sólo hace unos minutos, mientras hacían fila en la boletería. Él, las críticas sólo decían cosas buenas sobre la película. Conversaron de aquello que se suele hablar, sin decir realmente nada. Después, entradas en mano, que él por favor aguarde un momento, que a ella le gustaría ir antes al sanitario.  

Él, la veía ir allá adelante, sobre sus tacones altos, cuando de golpe se detuvo, volvió hacia él y le dijo, “me olvidaba..., lo de las palomitas..., tendrás que solucionarlo tú sólo”, después se alejó y subió casi corriendo las escaleras en dirección del baño.


viernes, 2 de diciembre de 2016


Cromosoma

La cuerda se tensa de nuevo al rededor de su cuello, el dolor quemante que produce la correa al contacto con su piel le sube hasta las orejas, obligándolo a no oponer resistencia y dejarse arrastrar.

-Pero ¿qué es lo que quieres hacer pedazo de inservible?, gruñe el viejo. Si continúas así no me dejarás otra salida que..., ¡vení para acá!

Los gritos se podrían escuchar a cien metros de distancia, pero a excepción de un estudiante, de enormes auriculares, que hasta entonces iba llevando el compás de la música con uno de sus pies, los otros que aguardan impacientes en la fila, fingen, aunque con mucho esfuerzo no darse cuenta. Son seis o siete, no hacen otra cosa que mirar atentamente hacia el sector de las cajas, ubicado más adelante. Parece que un sólo pensamiento los estuviera conectando: vive y deja vivir. ¿No es hoy en día un consejo tan acertado?
-Me obligarás a mandarte al asilo, continúa. Éso es lo que estás queriendo. ¡Al asilo contigo!, ¿me oyes? ¡Directo al asilo!

Detrás de uno de los escritorios una mujer, apenas consigue marcar un número de tres cifras en el teléfono, sus dedos largos de uñas perfectamente manicuradas, no le dejan de temblar y comunica algo tan bajito, que parece que estuviera murmurando un secreto y escucha “¿es él de nuevo?”, ella casi como un soplo: “si, señor!”, la voz al otro lado maldice y añade “Mandaré a Lessing en seguida”.

-Diez años son mucho tiempo, pero no me importará nada, ¿lo haz entendido? Continúa vociferando el hombre. ¡Tú, no eres más que una carga! No, no me mires así, con ojos de inocente. Detiene su marcha frente a uno de los cajeros automáticos y a tiempo de asegurar la correa en su cinturón, saca de uno de sus bolsillos una tarjeta, la introduce en la ranura de la máquina, e inclinándose sobre ella, parece comenzar una operación importante.

Es invierno en la tarde de diciembre, pero los seis o siete de la fila, inclusive el estudiante, gracias a la calefacción, casi ni lo sienten. Afuera, por las puertas de vidrio transparentes, la calle luce sus dorados adornos de Advenimiento, y los peatones sobre la acera, aunque van cargados a más no poder de bolsas, parecen ir contentos.

-¡Quieto te digo! Grita el hombre, ¿No ves que estoy ocupado?, y comienza a apretar insistente una de las teclas del cajero, luego golpea la pantalla con la palma de su mano derecha y segundos después está propinándole patadas a la máquina, que no hace otra cosa que permanecer firme.

El estudiante, ahora se ha sacado los auriculares y no le quita un ojo de encima al viejo. Parece estar debatiéndose entre acercársele o no.

Desde unas escaleras en el extremo del salón, un hombre joven, de corta estatura, vestido de traje azul marino y corbata, cuya identificación abrochada correctamente en su solapa dice Herr Lessing, se aproxima.

-Buenas tardes Herr Fuchs, dice el empleado. Bienvenido, como siempre a nuestra sucursal. ¿Es que podría serle útil en algo?

-¡Es ésta maldita máquina...!, grita el viejo, ¡se quedó con mi tarjeta! y comienza de nuevo a pulsar sin parar la tecla Enter.

-Tranquilo Herr Fuchs, déjeme intentar, dice calmado el Señor Lessing, a la vez que hace un clic en Abbrechen y la máquina entrega la tarjeta sin chistar. Éste la retira y se la entrega al viejo, diciendo ¿hay otra cosa que pudiera hacer por usted?

-No, no hay nada. ¡Qué piensa!, ¿que soy un retrasado mental?, haciéndole el ademán de que se aparte. El Señor Lessing, sin animarse del todo a hacerlo, decide aguardar, ubicándose discretamente a un par de pasos de allí.

-¡No, no creas que ésto no es tu culpa! Dice el viejo, atesando aún más la correa y a él le vuelven a arder las orejas. ¡Es culpa tuya! Si no estuviera controlando todo el tiempo que no intentes escapar, las cosas serían más fáciles. Se inclina nuevamente sobre la máquina y reanuda los movimientos misteriosos.

El estudiante decide salirse de la fila, cruza la habitación rumbo a la cafetera dispuesta a los clientes, de la cual se sirve un vaso y con él en mano se sienta en uno de los sillones rojos de la sala de espera, con la mirada fija en el viejo.

-¡Al asilo contigo! Repite. ¡Diablo quédate quieto! ¿No ves que...? ¡Zum Teufel!

De nuevo la correa le raspa, le lastima, él intenta quedarse quieto, pero no lo consigue. Es que desea con muchas ansias algo, que sólo le gusta hacer cuando se encuentra en la calle, sobre la superficie rugosa del tronco de un árbol o el mástil de un basurero. Por eso no puede evitar moverse en círculos.

El estudiante, que suele entender a las almas libres, todavía sentado en el sillón abre su mochila, saca un libro y una carpeta con muchas hojas, no sabe qué, pero espera.

Minutos más tarde, el Señor Lessing se dirige presto hacia la puerta, pues del otro lado, acaba de llegar una señora en silla de ruedas, por lo cual él se dispone a abrir de par en par las puertas. El estudiante sabe que ha llegado el momento, camina decidido en dirección al cajero automático, con mochila, auriculares, libro y carpeta en mano, y cuando está justo al lado del viejo, se desploma repentinamente de espaldas, sin ni siquiera llegar a tocarlo, pero causando tanto revuelo que las hojas de la carpeta salen desparramadas por todos lados.

-¿Pero qué...? Dice el viejo dándose la vuelta, sin poder creerlo. El estudiante yace en el suelo despatarrado, y no dá la menor seña de querer levantarse, por lo que éste en un acto reflejo, se inclina sobre él ofreciéndole la mano, desatendiendo la correa que tiene asegurada en su cinturón. Es la oportunidad que había estado esperando el de las orejas, que ágilmente tira de ella y se suelta. Veloz cruza en pocos segundos el umbral de la puerta, y desde el otro lado, parado en sus cuatro patas, observa por unos instantes al viejo que con pasos cortos y brazos extendidos intenta avanzar hacia él. El estudiante juraría después que lo vío reírse, antes de emprender la huída y dirigirle una última mirada.

-¡Cromosomaaaaaa! Grita el viejo, ¡vení para acá! ¡Vuelve Cromosomaaaa! Logra salir a la calle y mientras lo ve correr a lo lejos, murmura ¡Vuelve!, te necesito Cromosoma...

Cromosoma no hace caso, corre y corre libre calle arriba, desapareciendo entre peatones cargados de bolsas y calles de adornos dorados, pues es Advenimiento.