El Olimpo de los
Dioses
By Pseudomona
Éramos
cuatro mortales allá en el Hospital de Clínicas José de San Martín, el más
glorioso de Buenos Aires. Habíamos salido recién de la
facultad y éramos tan jóvenes como ingenuos.
Andre, te
habías ganado la medalla de oro de la UBA por haberte sacado siempre un 10 en
todas las materias, por eso estabas ahí, en la cuarta cátedra de Medicina
Interna.
Vero, venías
desde La Plata donde habías obtenido un promedio tan alto que querían obligarte
a quedarte, pero decidiste viajar y establecerte en la capital.
Fede, estudiaste en el CEMIC, becado durante toda tu carrera y si bien, tranquilamente pudieras haber
continuado la residencia ahí, no pudiste despreciar ésta única posibilidad.
Yo, de
todos era la chica normal, no había obtenido ni un promedio tan alto ni había
sido tan brillante, pero me había me ganado mi lugar en un riguroso examen en
el que había puesto todo mi esfuerzo. Porque había viajado desde muy lejos para
realizar mi sueño, el de continuar estudiando la carrera de toda mi vida, la
que quise desde que era niña.
Fue muy
duro aterrizar de golpe en aquella sala de internación, con sólo nuestro marco
teórico. Bueno, nos decíamos, venimos a aprender y qué mejor que acá. Nuestro
gran hospital nos acogió con mucha seriedad y hasta desdén diría yo, que
después se tornó en desprecio porque la monotonía a veces suele causar eso,
poco a poco fuimos cayendo en cuenta que éramos el último eslabón de aquella
cadena alimenticia y ante el primer descuido podíamos sucumbir a su voraz apetito.
Conocer al
gran Profesor Dr. Carlos Cotone Jefe de Sala, no sólo me marcó la vida
profesional sino hasta la individual. Si bien tenía el fuego sagrado de la
medicina también era una persona muy particular, que es difícil de describir en
ésta oportunidad. Quizás en otro momento.
Recuerdo la
recorrida de sala de todos los días frente a la cama de cada paciente, comentar
todos los datos de filiación, motivo de internación, antecedentes, minucioso y
extenso examen físico, aprender diecinueve formas de palpar un solo órgano, el
bazo; plantear los probables cuarentiseis diagnósticos diferenciales y
particularmente en estos dos últimos era un placer escuchar a nuestro jefe que
nos daba cátedra y nos enseñaba hasta lo que aún no se había escrito en los
libros, fruto de su gran labor y experiencia de sus casi 65 años. Pero también
era el momento en que más sufríamos, porque aún no podíamos competir a la par
de los médicos de los años superiores. Allí comprendí exactamente la frase: “El
conocimiento es poder” Si, es poder maltratarte al no saber, es poder llegar
a humillarte sin vos poder hacer nada.
Comenzaron
entonces las terribles guardias, pasar hasta cuarentiocho horas o más sin poder
dormir, aguantando de pie sin tener tiempo para ir al toilette. Almorzar un
kilo de helado caliente a las cinco de la tarde o cenar una docena de empanadas
frías a las cuatro de la mañana. Asomarte después un ratito a la ventana y
mirar desde lo alto hacia la esquina de Córdoba y Junín. Ver que la ciudad
se está despertando, que las personas caminan y son libres, cuando vos todavía
no habías terminado de escribir las historias clínicas, cada una dotada de
veinticuatro hojas preguntonas, apurarte y rezar poder llegar a tiempo, porque
ya se venía las siete de la mañana, comienzo del pase de sala.
Después
estar tan cansada que terminás escribiendo entre hambre y sueño las
indicaciones de cama 105: nebulizaciones con jamón y queso cada 6 horas. Entonces
soportar la furia de tus residentes superiores que lejos de entenderte amenazan
con dejarte de guardia castigo.
Nunca
olvidaré Fede, mi querido amigo, cuando te enfrentaste al Gran Cotone aquella
vez para exigirle que nos ofrezca disculpas por lo mucho que nos había gritado
durante la recorrida de sala, el lejos de hacerlo te mandó castigado por
irreverente.
Soportar
todos los días que nos llamen doctores melones, sólo por ser todavía chicos en
el arte de los mayores, sin pensar que pronto podíamos crecer y que lo haríamos
allí, porque no había mejor lugar.
Sin duda
tantas veces pensamos en irnos, especialmente durante las primeras semanas, te
acordarás Vero las veces que nos quedamos a dormir en el suelo porque terminábamos
tan tarde que volver a casa era un peligro, de poder quedarnos dormidas y no
estar a tiempo para el pase. Vos y yo tendidas en un solo colchón, yo preguntándome
si realmente valía la pena, quizás podía irme y volver a comenzar en otro
hospital…una vocecita interior me decía: jamás, nunca lo hagas.
Pasar trescientos
sesenta y cinco días multiplicados por cuatro encerrados en el piso once, dejar
nuestros mejores años entre aquellas paredes, para luego al concluir también
haber crecido y ya siendo grandes recibir tantas ofertas de trabajo de lugares impensados
y finalmente decir ¡No somos doctores melones, carajo!