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jueves, 15 de marzo de 2012


Universos

By Pseudomona

En la medida que nos permite la abrasadora imaginación o quizás la observancia de algún hecho comienzan a trazarse en nuestra mente simples esbozos de ideas primero lineales y después más curvilíneas que poco a poco van tomando forma de cosas, lugares, situaciones y hasta personajes, éstos últimos realmente muy especiales dotados de alguna habilidad o poseedores de algún conocimiento que crecen con cada letra que añadimos al proyecto y van adquiriendo un nuevo rasgo distintivo, desde una virtuosa cualidad hasta un terrible defecto a tiempo que acumulan experiencias que van desarrollando con naturalidad cual si se tratara de la vida misma. Conforme se van amontonando las hojas estos seres aman, lloran, saludan o despiden, sufren o son felices; se podría decir que subsisten obligados por el ímpetu de nuestras ideas y tuercen caprichosamente sus forzadas existencias en función a cuánto se nos cruza por la cabeza. Resultando así que sus vidas serán cortas cuando protagonizan un relato sin importar si éste tiene final abierto o cerrado y tornándose bastante longevas cuando forman parte de los hechos de una novela. Lo cierto es que de una manera u otra conviven bajo nuestro resguardo, hacen su rutina dentro de lo permitido por los lugares propicios para tal efecto: los márgenes de las hojas, se mueven en el infinito mundo literario mientras desempeñan el maravilloso oficio de ser un personaje.
Nosotros, los que ideamos sus aventuras exigimos cada vez más de ellos, los empujamos contra sus propias convicciones para rescatar alguna reacción, mientras corregimos páginas ya escritas les agregamos una serie de instrucciones para hacer de las historias más cautivantes, continuamos así hasta que nuestro plan concluye al fin y tiene vuelo propio. Jamás nos detenemos a preguntamos por ejemplo si Carlos hubiera querido enfermarse fatalmente aquel día del encuentro insectil en Tityus Trivittatus ó si la mascota negra de Azabache realmente hubiera querido actuar de aquel modo y no querer más su leche tibia y sus galletas. Aquí no hay lugar para quejas, los personajes respiran y se comportan como lo dicta el argumento y en esto último tajantemente no se aceptan reclamos.
Lo que ignoramos quizás es que ellos también nos pueden leer desde el intrincado ángulo que suponen las obras y con el tiempo luego de habernos espiado tanto aprenden a conocernos al observar nuestros hábitos y ensayar nuestras mañas en un rincón del escritorio.
Aquella noche yo recién había llegado a casa y como es una fiel práctica de mi vida solitaria comenzaba a picar un fragante queso Brie con algunas fetas de jamón español en la penumbra de mi cocina y en el inútil intento de descorchar el último Cabernet Sauvignon de la alacena tuve la sensación de estar siendo observada; bruscamente me volví intrigada y comencé a encender todas las luces comenzando por las de la cocina, el living, luego el dormitorio, finalmente las del baño y nada. Transité aliviada el corto camino de retorno y una vez allí pude comprobar que mi botella de vino había desaparecido, instintivamente agarré el mango de la escoba que suelo guardar detrás de la puerta y de repente lo vi, llevaba el mismo pantalón de jeans lavado con roturas en las rodillas, la remera negra con la inscripción: God put a smile upon my face, título de una hermosa canción de Cold Play, hasta calzaba las zapatillas blancas con el nudo a medio hacer y estaba allí sonriente desde su cara llena de pecas y su colorado pelo revuelto. Era exactamente igual al ladronzuelo que había descripto en mi último relato y confiado tenía su pie izquierdo apoyado en la pared mientras meneaba la botella de vino tinto entre sus manos como un travieso saludo.
Continuará…