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viernes, 14 de diciembre de 2018


La cinta fluorescente
(Parte I)

Soy una de las primeras en una larga fila impaciente frente a la puerta C44 del aeropuerto de Barajas en Madrid. Minutos antes de la hora establecida para iniciarse el embarque, se nos informa por los altavoces, que por problemas técnicos el vuelo rumbo a Frankfurt Hahn se retrasará unos noventa minutos: partirá recién cerca de la medianoche. 
Los pasajeros no nos tomamos la noticia de buena gana, pues llevamos ya bastante esperando y aparte a mí, la situación se me complica, pues yo debo seguir viaje ésta misma noche hasta Colonia, y dada la hora, no estoy segura si lograré alcanzar aún algún servicio de Shuttle. Además, entre tantas reuniones de trabajo sólo he podido engullir un par de bocadillos en todo el día y esperaba cenar en el avión.
Maleta en mano me alejo, como otros tantos, buscando algo que no sea simplemente una comida rápida y minutos más tarde me acomodo en un agradable restaurante tailandés, pido una sopa de verduras y un té verde y comienzo a revisar los últimos detalles del informe que debo presentar al día siguiente en Colonia. No debe tener ninguna falla, sé muy bien que mi jefa está esperando el mínimo error para despedirme y como están las cosas sería complicado encontrar un nuevo trabajo.

Ha pasado más de la hora y unos minutos y la fila se ha organizado de nuevo, siendo yo, ésta vez una de las últimas. Dos empleados de la aerolínea, una guapísima mujer joven de cabellos largos y zapatos de taco aguja y un hombre rollizo de estatura baja, comienzan a marcar algunas maletas de mano, basándose aún no sé en cuál criterio, con una especie de cinta de color fluorescente, después lo suben a un rodado, de ésos que abundan en los aeropuertos y continúan avanzando, a medida que se acercan puedo oír las quejas no muy convencidas de los pasajeros. Cuando llegan a mí, la mujer pide ver mi pasaje, el cual se lo alcanzo de inmediato junto con mi pasaporte: un pasaje en clase turista con equipaje de mano a bordo permitido.

- Mire señora, voy a poner ésta etiqueta en la maleta – dice – la cual deberá viajar en la bodega y podrá retirarla al llegar a destino.

- No, gracias – sonrío – prefiero llevarla conmigo, tengo documentos importantes.

- No le estoy preguntando – responde cortante – le estoy avisando que le voy a poner la etiqueta.

Sin decir más, se agacha hasta tomar el asa de mi maleta y le pasa la cinta de papel, marcándola mientras todavía la estoy sosteniendo.

-¡No, deje! Pero qué le pasa, es mi equipaje de mano – protesto –.

-Estamos demorados, no me haga perder más el tiempo – jalonea impaciente, intentando arrebatármela –.

- ¡No, no voy a dejar que mi maleta viaje en la bodega! – le digo, despegando al mismo tiempo la cinta que la mujer acabada de colocar –.

El hombre bajo que hasta entonces se había mantenido unos pasos más atrás discutiendo con otro pasajero, se acerca rápidamente, le arrebata mi pasaje a la mujer que aún lo sostenía en sus manos, saca del bolsillo derecho de su pantalón una especie de estampa y pone un sello azul sobre aquel papel, diciendo:

- ¡Pues no va a volar, y listo! Levanta su cabeza y me mira desafiante desde su frente llena de espinillas, devolviéndome mis documentos.

- ¡¿Qué?! Pero qué está diciendo… ¿Es que se han vuelto los dos locos?

- Son las normas de la compañía –, dice la mujer parándose frente a mí, dándose suaves golpecitos con un marcador sobre su labio superior perfectamente delineado de un color rojo intenso y prosigue: – Se le negará el ingreso al avión a cualquier pasajero que se niege a cumplir las órdenes de la tripulación – y dirigiéndose a los demás viajeros que se han volteado a presenciar el espectáculo, lo suficientemente alto como para que todos puedan escucharlo y comprenderlo de una vez y no sea cosa que haya que repetirlo, añade tajante: – Cualquier otro pasajero que no esté de acuerdo, simplemente se queda en tierra –.

- ¡Pero no pueden hacer eso! Yo debo estar hoy mismo en mi destino, replico.

- ¡Pues no va a volar! Repite el hombre de la estampa poniéndose ambas manos en la cintura, sin lograr por ello hacerse más grande.

- ¡No lo puedo creer! ¿Es que nadie piensa hacer nada? Busco protección en el resto de los pasajeros. Quienes, imagino por el cansancio de estar esperando o porque no se han visto afectados, prefieren no tomar partido.

- ¡Quítese de la fila señora! Me ordena la mujer.

- ¡No, de ninguna manera! Quiero hablar con el encargado, le exijo, plantándome en la línea.

- La encargada soy yo, me responde ella, acomodándose el pelo detrás de la oreja y se me queda mirándome cual si fuera una reina, una reina santa, con corona y aureola.

Continuará...