El árbol de queso
By Pseudomona
Ella está
inclinada de cuclillas sobre la gruesa mesada de madera casi a ras del suelo, sus manos se pierden dentro de un lindo cántaro de barro donde despacio separa el turbio
remanente acuoso de aquella mezcla blanquecina. Divide por un lado el requesón
y por otro una masa homogénea. Hábilmente logra meter aquel preparado
dentro de un gracioso molde fabricado con hojas de cortadera madura, aquella que crece al lado del río y que ella misma
recolectó y trenzó tiempo antes.
Quizás sea
porque en el campo ya casi no queda pasto fresco y las lluvias se han acortado o
quizás talvez porque en su rebaño las cabras se resisten a tener crías o quien
sabe porqué razón, hoy como todos los días, el ordeñe fue escaso.
Ella
calcula desilusionada que sólo podrá hacer un queso y con certeza será uno
pequeño. Comprime poco a poco con sus dedos minúsculos aquella mezcla tacaña que
se acaba en el primer molde, después le hace unos agujeritos en los cuales pone
sal gruesa ayudándose con un delgado cuchillo. Así quedará bien conservado, piensa y llegará
a maduro sin necesidad de estar refrigerado. Luego, lo toma delicadamente entre sus manos y sale de la cocina. Se dirige al patio donde se encuentra un
frondoso árbol indígena típico de aquel valle de cerros colorados: un churque.
Ágilmente se trepa en sus ramas hasta alcanzar una graciosa canasta que pende
cual fruta jugosa en medio de hojas y espinas. Deposita el queso del día dentro
de aquel recipiente, donde yacen ingenuamente otros cinco moldecitos
previamente preparados. Ella cuenta y calcula que ahora son seis. Cada queso
costará diez pesos, diez por seis serán sesenta pesos. Sesenta pesos más
cincuenta que ya tiene ahorrados serán ciento diez pesos. Suspira tristemente desalentada, todavía
no alcanza siquiera para comprar el pasaje de ida hacia la capital. Deberá
seguir trabajando y esperar. Los recuenta para estar segura y sólo son seis. Vuelve
a guardar la canasta en su lugar y desciende de un salto de aquel generoso
árbol.
Camina unos
pasos, se vuelve y mira hacia arriba, la luna alumbra la canasta que cuelga en
medio de las frondosas ramas del churque. Se imagina por un momento que pudiera
de la nada existir un árbol que diera canastos con frutos de queso, así quien sabe pronto abandonaría
la sequía de aquel pueblo…