Translate

domingo, 13 de junio de 2021

 

Doktora en el Diario de Prusia del Este

¿Por qué Doktora se quedó en Königsberg? ¿Por qué no abandonó la ciudad cuando el bombardeo recién había comenzado? Conocedora de que el ejército rojo se iba acercando, que miles de hombres aguantaban las ganas, preparándose para caer con saña, especialmente sobre las mujeres; ¿no hubiera sido mejor escapar y hacerlo rápido? Son éstas las preguntas que me asaltan en las noches, en las que su recuerdo me escarba en la memoria y me impide dormir. Quizás no era alentador para la marcha, saber que al Este no se podía ir, porque de allá venía el enemigo, hacia el mar era imposible, pues los puertos ya habían caído, sólo quedaba dirigirse al Oeste y cruzar Polonia, que era tierra hostil. ¿Fueron éstas reflexiones las que le hicieron quedarse? ¿Fueron éstas? Poco antes de que la ciudad fuera tomada, el comunicado hubo anunciado: “A todas las mujeres que se desempeñen en el hospital, se les concede abandonar sus puestos de trabajo y marchar, por cuenta propia”. ¿Fue ésa “cuenta propia” la que les hizo quedarse? ¿A ella y a las demás mujeres? No lo sé, pero lo hiceron. Doktora se quedó..., las enfermeras se quedaron.

Hans Graf von Lehndorff era un médico cirujano de 35 años cuando las tropas rusas atacaron Königsberg en el año 1944. En su “Diario de Prusia del Este” nos lleva de la mano a través de los meses que sucedieron a ésa invasión y nosotros avanzamos sin querer, resistiéndonos, porque él nos obliga a mirar aquello que no queremos ver y hubiéramos preferido ignorar y nos va contando éso, de lo que no se suele hablar.

Prusia del Este, en aquel entonces, era un enclave alemán ubicado entre Polonia, Lituania y el mar del Este; separado sólo unos 600 kilómetros de Berlin. El Diario se deja leer con todos los músculos contraídos, haciendo largas pausas para ponerse a llorar. Y si aún quedaba algo de inocencia en nosotros, sentimos cómo ésta se termina de marchar, sin dejarnos nada con qué consolarnos. Por sus hojas desfilan personas que existieron de verdad, que tienen nombres definidos, algunos son sólo abreviaciones o palabras afines a la labor que realizaban: Doktora, es uno de ellos. Graf von Lehndorff no hace una descripción física de ella, pero se la puede ver, como si estuviera ahí, de pie con su guardapolvo blanco, ante nuestros mismísimos ojos. Ella era una médica residente de cirugía, se puede inferir que era muy joven, entre los 25-30 años, que es la edad en la que más no menos se suele comenzar la Residencia. Por algún motivo pareciera que intenta permanecer cerca del autor del diario. Pero ni él, ni ningún otro, pudo hacer nada para defenderla, ni a ella, ni a las demás mujeres del hospital. A veces, en ésas oscuras noches de insomnio, donde toda explicación resulta imposible, puedo ver a Doktora, todavía de pie frente a la mesa de operaciones, pese a todo, con sus pantalones desgarrados y su mirada evadiza. Anoche lo volví a pensar y entonces lo supe, supe por qué se quedó: la respuesta estuvo todo el tiempo en los que necesitaron de las manos de ella. Por eso se quedó, aunque significase quedarse del todo. Soportar, callar, deshacerse de a poco hasta diluirse y desaparecer, confundida con el suelo mismo de Prusia del Este.

Y entonces dormí, dormí y soñé. Soñé que en 1947 cuando al fin Hans Graf von Lehndorff descendía del tren en Berlin, no llegaba solo, sino que ella, Doktora, también venía... 


sábado, 5 de junio de 2021

 

La otra familia

El E-mail lo comenzó a escribir después de haber llorado tanto, que no podía pensar bien. Se sorprendía, ella misma, de estar escribiéndolo. Pero, en ése momento, lo único importante que se le venía a la cabeza, era la imagen de dos, tres o quizás más, criaturas hambrientas, quizás hasta enfermas y la posibilidad de ella, “la otra”, desesperada, completamente sola y condenada por todos, hasta por ella misma, después de haber tocado ya, la mayoría de las puertas.

Por favor, dime, decía el mail, ¿es que mi marido tiene niños con ésa mujer? No es para reprochárselo, no ahora, en el estado en que él está, pero lo que no soportaría, sería, que aquellos niños estuvieran sufriendo... o padeciendo hambre. No sé si me entiendes, quizá no, pero te imploro me lo digas, porque no tengo a nadie más, a quien preguntarle.

El correo iba dirigido al mejor amigo de su marido, al compañero fiel de parranda, a su más cercano compinche, a quien solía darle los Alibis más improbables, cada vez que su marido, no sabía cómo justificar, ésas prolongadas y sospechosas ausencias.

Ella se avergonzaba de estar escribiendo el E-mail, se avergonzaba tanto, en el fondo de sí misma, porque no lo hacía espontáneamente, motivada por su buen corazón. Pero los recuerdos de su propia niñez volvían. Aquellos recuerdos que parecía que se iban, siempre volvían, más nítidos que nunca. El delantal de la escuela, arrugado y amarillo. Los pies cansados, el dolor, pesándole en los brazos, la bandeja repleta de magdalenas que nadie quería comprar. Su voz gastada de tanto gritar: madalenas, madalenas, fresquitas de hoy, madaleeeeenaaaaaaas.

No supo que más escribir. Tuvo que levantarse a cerrar la ventana, pues la lluvia había comenzado recién. Al volver a sentarse se sonó fuertemente las narices y pensó bien en las palabras propicias para convencerle a decir la verdad: que ella no pensaba hacerles nada mal. Quiso concentrarse, pero no pudo, sus recuerdos volaron otra vez, décadas atrás y pudo ver, como si estuviera ahí no más, metros más adelante de ella, a su hermano pequeño, un año menor, que gritaba también: ma-daleeeeenaaaaas, ma-daleeeeenaaaas. Iban los dos por una feria, se veían a derecha e izquierda puestos improvisados de ropa, zapatos y abarrotes, extendidos en el suelo. A pesar de que ellos eran, los dos, niños milagrosamente sanos, dadas las circunstancias, tenían una voz alta y firme, nadie parecía reparar en ellos, ni en sus bandejas.

Por favor, dime, sólo dime si marido tuvo hijos con ella..., prometo no hacerles daño, al contrario, me gustaría darles una mano. Terminó de teclear sobre la computadora y como si temiera arrepentirse, puso su nombre al pie del mail y pulso rápidamente: ENVIAR.


jueves, 3 de junio de 2021

 

Nada que decir

Nunca llegamos a decir realmente, cómo nos habíamos conocido. A los amigos más cercanos, que eran pocos, les hicimos creer que fue amor a primera vista, en una panadería. Lo sé, si la historia era de por sí inventada, deberíamos haber puesto más empeño, pero como fue idea de Nick, yo se la respeté. Lo cierto es que lo nuestro había hecho clic, en una conocida página de citas de internet, ésa del slogan: el que no busca, no encuentra; cuyo anuncio se puede ver, en casi todas las paradas de tranvía. Su perfil me había parecido interesante: soltero, IT senior expert, gusta de viajar, no fuma y especialmente, no tiene hijos. Y era uno de los pocos que también había marcado ésa casilla, como yo, ubicada un poco más abajo: no tiene hijos y no quiere tenerlos.

Tuvimos un lindo noviazgo, muy tranquilo. Nick, no era de hablar mucho, según él, para evitar el riesgo de repetirse. Y no había mentido en su perfil. Gustábamos de viajar, aunque fuera por trayectos cortos. Solíamos detener el auto en el camino, al pie de cualquier cerro, que nos pareciera lindo y marchábamos en silencio por el bosque, tomados del brazo como dos viejitos. Nick era un excelente nadador, pero respetaba mi miedo al agua. Aún así íbamos a menudo a la piscina, él se metía. Yo me acomodaba en un sillón con mi libro y ambos éramos felices. Le encantaba cocinar y cuando lo hacía, utilizaba su alter ego, a quien terminó llamando Luigi (un chef italiano de renombre mundial, también inventado por él). Bastaba el hecho de ponerse el delantal y había que llamarlo Luigi. Y él hacía honor a su fama. Fue la época en la que comí mejor que nunca, sin tener que ir a un restaurante. De hecho los visitábamos raramente, para ahorrarnos el desencanto, pues sabíamos de antemano que lo que terminarían sirviendo allí, no podía competir con lo que Luigi pudiera prepararnos. Éso sí, éramos de ir mucho a bares, de preferencia a aquellos que se especializaban en cocteles. Entonces yo, para hacerle la competencia a Luigi, me compré varios libros de coctelería, e inclusive tomé un curso y con el tiempo no estuvo nada mal, lo mío.

Al comenzar el segundo año, Nick acostumbraba quedarse en mi casa durante los fines de semana. Solía venir los viernes al salir del trabajo, ya con una pequeña maleta. Sábado y domingo pasaban volando. Los lunes por la mañana nos subíamos a su auto, me dejaba en mi trabajo y luego se iba al suyo. Lo nuestro marchaba aceitado, sin contratiempos. En uno de ésos lunes por la tarde, cuando lo normal era que no se presentara, Nick lo hizo. Ambos comprendimos que era mejor mudarnos juntos. Y lo hicimos. Decidimos quedarnos en mi casa, que era más grande en comparación al departamento de él. No podría decir que la convivencia nos hubiera cambiado, no, éramos los mismos. Comenzamos a tener pequeñas rutinas, como por ejemplo pasar por la biblioteca los sábados por la mañana. Él solía ir a la sección de audiovisuales y elegía para nosotros las películas que en su opinión, era imprescindible ver. Yo por mi parte me hacía de libros de cuentos y ambos salíamos ganando. En una de ésas idas, trajimos a casa la cinta Moon con Sam Rockwell. Aquella película terminaría convirtiéndose en mi favorita de todos los tiempos, tanto que la compré y pude verla, a mi antojo, docenas de veces. El protagonista también se llama Sam y está solo en la luna. Bueno, no está completamente sólo, lo asiste y acompaña un robot llamado GERTY (que vendría a ser, en mi opinión una versión mejorada de HAL 9000 de Odisea en el Espacio). Entonces cuando Nick se retraía tanto que terminaba ignorándome o se encerraba a trabajar en el estudio, yo me convertía en Sam y pretendía que GERTY estaba a mi lado y me daba charla.

Al comenzar el tercer año, continuábamos yendo regularmente a la piscina, él a nadar, yo a leer. En una de aquellas tardes, cuando Nick se hallaba descansado de su rutina, en el sillón de al lado, pude advertir que se quedó mirando detenidamente a una pareja que ocupaba las reposeras, metros más allá. Una pareja más joven que nosotros, el padre acomodaba en ése momento, unos inflables al rededor de los bracitos de un niño pequeño. Yo, que creía conocer a Nick, aún no había visto ésa mirada infinitamente melancólica en su cara. De igual manera comenzó a cambiar el tono y tema de la películas que él solía elegir. Pasaron a gustarle de pronto los documentales y los dramas familiares. En uno de ésos fines de semana, cuando los dos estábamos recostados en el sillón, comenzó la película que él había colocado en el reproductor. Era un documental desgarrador sobre probabilidad de malformaciones congénitas, atribuídas en gran medida a la avazanda edad de la madre. Cuando terminamos de verla, Nick preguntó qué me había parecido, (lo cual era extraño, como ya dije, él era de hablar lo extrictamente necesario) yo moví la cabeza pensativa y dije: triste. Acto seguido dije que tenía hambre y le pedí a Luigi que me ayudara a preparar la cena. Ése día, por primera vez, tuve que cocinar sola, Luigi se negó a salir.

Al día siguiente, que por cierto también era lunes, al volver del trabajo, encontré sobre la mesa una nota de Nick que decía: “Lo siento, pero debemos separarnos. Mandaré a mi hermano por mis cosas. Por favor, te ruego, no intentes contactarme, mi decisión no habrá de cambiar”. No niego que aquello me tomó completamente desprevenida. Aún incrédula, decidí prepararme un coctel y me lo tomé de un sorbo, luego otro, no dejé de admirarme de lo bien que me salían ahora. Cuando ya me había tomado tantos que dejé de hacer la cuenta, me tiré en el sillón y me puse en la piel de Sam y le pregunté a GERTY. ¿Puedes creerlo? Le dije, se fue, me dejó... GERTY, respondió con su voz robotizada ¿Quieres que te prepare algo de comer? En ése momento, como por milagro, apareció el “otro Sam” (el último en ser clonado) que dijo: No es para tanto Sam, ¿qué tal si bailamos? Y puso el tema (como en la película) Walking on Sunshine de Katrina & the Waves. Y nos pusimos a bailar como locos, moviendo nuestros traseros exageradamente, cantando a viva voz: “I just want you back and I want you to stay...”