La
otra familia
El E-mail lo comenzó a escribir después de
haber llorado tanto, que no podía pensar bien. Se sorprendía, ella misma, de
estar escribiéndolo. Pero, en ése momento, lo único importante que se le venía
a la cabeza, era la imagen de dos, tres o quizás más, criaturas hambrientas,
quizás hasta enfermas y la posibilidad de ella, “la otra”, desesperada, completamente
sola y condenada por todos, hasta por ella misma, después de haber tocado ya, la
mayoría de las puertas.
Por favor, dime, decía el
mail, ¿es que mi marido tiene niños con ésa mujer? No es para reprochárselo,
no ahora, en el estado en que él está, pero lo que no soportaría, sería, que aquellos
niños estuvieran sufriendo... o padeciendo hambre. No sé si me entiendes, quizá
no, pero te imploro me lo digas, porque no tengo a nadie más, a quien preguntarle.
El correo iba dirigido al mejor
amigo de su marido, al compañero fiel de parranda, a su más cercano compinche,
a quien solía darle los Alibis más improbables, cada vez que su
marido, no sabía cómo justificar, ésas prolongadas y sospechosas ausencias.
Ella se avergonzaba de estar
escribiendo el E-mail, se avergonzaba tanto, en el fondo de sí misma, porque no
lo hacía espontáneamente, motivada por su buen corazón. Pero los recuerdos de su
propia niñez volvían. Aquellos recuerdos que parecía que se iban, siempre
volvían, más nítidos que nunca. El delantal de la escuela, arrugado y amarillo.
Los pies cansados, el dolor, pesándole en los brazos, la
bandeja repleta de magdalenas que nadie quería comprar. Su voz gastada de tanto
gritar: madalenas, madalenas, fresquitas de hoy, madaleeeeenaaaaaaas.
No supo que más escribir. Tuvo que
levantarse a cerrar la ventana, pues la lluvia había comenzado recién. Al
volver a sentarse se sonó fuertemente las narices y pensó bien en las palabras
propicias para convencerle a decir la verdad: que ella no pensaba hacerles nada
mal. Quiso concentrarse, pero no pudo, sus recuerdos volaron otra vez, décadas
atrás y pudo ver, como si estuviera ahí no más, metros más adelante de ella, a
su hermano pequeño, un año menor, que gritaba también: ma-daleeeeenaaaaas,
ma-daleeeeenaaaas. Iban los dos por una feria, se veían a derecha e izquierda puestos
improvisados de ropa, zapatos y abarrotes, extendidos en el suelo. A pesar de
que ellos eran, los dos, niños milagrosamente sanos, dadas las circunstancias, tenían
una voz alta y firme, nadie parecía reparar en ellos, ni en sus bandejas.
Por favor, dime, sólo dime si
marido tuvo hijos con ella..., prometo no hacerles daño, al contrario, me
gustaría darles una mano. Terminó de teclear sobre la computadora y como si
temiera arrepentirse, puso su nombre al pie del mail y pulso rápidamente: ENVIAR.