Jelena
Hoy, sin ningún motivo en
particular abrí la dirección de correo que hace años, voluntariamente, había
abandonado y cuya contraseña consideré que ya no recordaba. Además de una
inmensa cantidad de Spam, me encontré con cartas de gente con la cual por alguna
razón u otra, todas justificadas, había dejado de tener contacto. Una de las
cartas era de Jelena, fechada sólo hace unos meses, en ella me decía que ahora
que había pasado el tiempo, recordaba con cariño la época que habíamos compartido
juntas y me invitaba a visitarla en su residencia en Munich, dirección que
también adjuntaba. No pude evitar pensar en ella y en la época que mencionaba.
Jelena era, hace unos años, una de
las doctorantes del hospital. Tenía una belleza tan
extraña y magnética que al conocerla uno no podía evitar quedarse un rato en
silencio, extasiado, admirado de tal perfección. Por ello era amada y odiada a
la vez con mucha intensidad. Yo descubriría más adelante, que no había hombre
capaz de resistírsele y naturalmente mujer que no pudiera sentir
celos de ella. Dueña además de unos modales finísimos, se movía con una calma y
gracia, como si tuviera un aura que caracteriza a quienes tienen y siempre lo
han tenido todo. Aparte de ruso, hablaba fluídamente varios idiomas, entre los
cuales francés. En aquel entonces el alemán me era tan pesado por tener que
hablarlo todo el día y fue un alivio, la primera vez que conversamos. Para ella
no era raro; en su casa en las afueras de San Petersburgo, su familia tenía todavía
la costumbre, heredada de épocas pasadas, de hablar aún en francés.
Como Jelena se desempeñaba en otro
departamento del hospital y tenía un horario mucho más relajado que el mío, en
parte debido a que el doctorado lo hacía “ad honorem”, solía pasar por mí
a la hora del almuerzo o a retirarme al salir del trabajo. De ahí nos íbamos a
la casa de la “niñera” que le cuidaba un diminuto perro Chihuahua de ojos
negros como dos pepitas de carbón. Ella adoraba a aquel animalito, después de
besarlo varias veces y decirle que era un bombón, lo más bello que le había
pasado en la vida y otras tonterías más, lo metía en su bolso Louis Vuitton dejando
libre sólo su pequeña cabeza y nos íbamos por un café o un vaso de vino al café-bar
del hotel Maritim, donde yo ya era asídua, pues solía ir sola, antes que con
Jelena, tarde a tarde a intentar escribir mis textos y cuando aquello fallaba,
me ponía a leer. La consigna era que habláramos de lo que habláramos, no lo
haríamos ni de familia ni del trabajo. Entonces conversábamos de literatura, de
viajes, de idiomas, de moda, de cine, le conté de mi tradición personal de
visitar la Berlinale todos los años, de lo mucho que me gustaba quedarme en aquel hotel en
Postdamer Platz. Descubrimos que nos gustaba Anton Chéjov y fantanseábamos
si alguna vez él habría pasado también por la ciudad, caminado por las calles
de Mannheim, en su viaje rumbo a su rehabilitación en Badenweiler.
Ella gustaba escuchar de mis avances en el guión que estaba
escribiendo, pues en aquella época yo aún creía en la posibilidad de ver mi
nombre en los créditos de una película famosa.
Durante los primeros meses fuimos
casi inseparables, no sólo nos encontrábamos en el trabajo sino que nos íbamos
juntas de fiesta o de bares. A mí me fascinaba observar lo que su presencia
producía en la gente, especialmente en el sexo masculino: los camareros eran
más atentos, cuán atentos eran, los hombres, hombres que jamás nos habían
visto, nos sostenían ahora, con esmero, las puertas. Bastaba sentarnos en cualquier
bar y nos llovían los tragos, que solíamos no aceptar. Para mí todo aquello era
tan nuevo, pero ella ya estaba acostumbrada y hasta parecía fastidiarle.
A comienzos del verano, luego de
volver de mis vacaciones la encontré cambiada, parecía estar más bella aún, más
radiante. Me dijo que había conocido a alguien en el gimnasio; confieso que no
dejé de sentir intriga por saber quién había sido el hombre aquel capaz de
llamar su atención; hasta el día en que lo conocí, a él, cuando pasó a buscarla
del trabajo. Mucho antes que ella dijera una palabra o se sonriera siquiera,
apenas ví acercase a las puertas de nuestro hospital a aquel Ferrari
intensamente rojo de ruedas plateadas, supe que era aquel.
Al verlos juntos, parecían tal para
cual; Friedrich era un gentleman, poseedor también de ésa aura del que hablé
hace rato. Vestía de un modo impecable, siempre de traje, sin corbata. Era de
ésos hombres que suelen pasar hasta por la manicura, lo cual personalmente considero
de lo más absurdo, aún tratándose de una mujer, ni qué decir de un hombre. Pero dejando de lado aquello, Friedrich era un hombre que sabía lo mismo de negocios
como de artes y de ciencias, tema del habláramos él sabía y podía dar una opinión
sólida, que yo a menudo compartía pero que me encantaba disentir, sólo para
escuchar cómo él se debatía y encontraba nueva astucias para discutir con ahínco.
Él hilvanava ideas que no podían ser sólo suyas, sino las de un hombre que había
leído mucho o vivido personalmente. En el caso de él, era seguro que lo había
leído, pues él tenía la misma edad que nosotras.
Con Friedrich se nos abrieron a
Jelena y a mí las puertas de lugares que ni imaginaba que existían, íbamos a conciertos
de jazz, cenas, cócteles y bailes en lugares increíblemente exclusivos, a menudo
en Villas cerca de Baden-Baden o Heidelberg. Por ése tiempo a Jelena y Friedrich
se les había metido en la cabeza la idea de emparejarme con uno de los muchos
amigos que éste poseía. Y cuando al pasar el tiempo, nada de aquello diera
resultado, yo comencé a alejarme de a poco y encontrar excusas para no asistir
a las invitaciones que ellos me hacían, preferí no seguir haciendo de mal tercio
y traté de concentrarme también en mis propios proyectos. Pasaron unos meses
donde Jelena y yo sólo nos comunicábamos por mensajes de texto o
compartíamos brevísimos encuentros a la hora del almuerzo, en los cuales hablábamos
de cosas banales; algo entre nosotras se fue perdiendo irremediablemente.
En diciembre yo ya había vuelto a mi
rutina y un par de veces por semana también a sentarme conmigo misma en el café-bar
Maritim. Una de ésas tardes mientras estaba en mi rincón acostumbrado,
concentrada en un Outline para ser admitida en un curso en el marco de la
Berlinale, una voz conocida interrumpió mi trabajo: era Friedrich. Me dijo que
había quedado con unos amigos, señalándolos en el otro extremo del bar, alguno
de los cuales movió la mano para saludarme. Preguntó en qué andaba, ya que hace
mucho tiempo no habíamos vuelto a juntarnos. Enseguida nos pusimos al tanto, conversamos
largo, hablamos sobretodo de viajes, de las experiencias con los idiomas, de
lugares que nos gustaría visitar, hablamos tanto que uno de sus amigos pasó a
despedirse. Recién cuando ellos se fueron, caímos en cuenta de la hora que era,
yo comencé despacio a empacar mis cosas, empezando por la notebook, a lo cual él
preguntó, señalándola, qué era lo que estaba escribiendo. Le conté de mi proyecto
para el curso de guión. El se acomodó aún más en su asiento y pareció estar
realmente interesado en escucharme. El guión era sobre un hombre inconforme,
que no obstante poseerlo todo, cada día se pregunta si no podría tener algo más,
no en el sentido material, sino también espiritual: ¿Es ésto todo (en la vida),
se pregunta, no hay más? Friedrich se quedó un momento pensativo y dijo: Interesante...,
por cierto a menudo también me lo he preguntado yo. Es como si escribieras un
guión precisamente sobre mí, concluyó sonriéndome. No, no de ninguna manera, me
defendí, la idea original la tomé de una canción de Peggy Lee que se llama: is
that all there is? Él me miró fijamente, como si yo de pronto hubiera dado en
el clavo y preguntó si yo sabía donde yacía la inspiración de aquella canción. Por supuesto
que sí, le dije. ¿A ver? Preguntó él. Pues en el hombre de plaza San Marcos...,
respondí, acordándome de aquel cuento que había leído. ¡Exacto! Dijo él dando
un brinco, chasqueando los dedos, fue Thomas Mann ¿pero cómo es que lo supiste?
Volviendo a sentarse más cerca, a mi lado, tanto que yo pude sentir el olor cautivante de
su piel, de sus cabellos, envolviéndome. Pues la Wikipedia..., respondí y comenzamos a reírnos; reíamos tanto que cuando queríamos parar, nos mirábamos y volvíamos a empezar. En ése momento noté por primera vez que sus ojos,
que siempre me habían parecido verdes, eran más bien de un color azul claro.
Mi esbozo de guión pasó la prueba y
me aceptaron como participante del curso. Así que la primera y segunda semana
de febrero yo me encontraba en la Berlinale, en aquel hotel que yo siempre
visitaba, el de Postdamer Platz. La primera semana me dediqué sólo al curso,
que ocupó todo mi tiempo. Incluso durante las noches los coordinadores nos
llevaban a ver las películas que habían elegido para reforzar los conocimientos
obtenidos en las clases teóricas del día. Era un mundo realmente fascinante y
nuevo, la gente que conocí era tan creativa, que lejos de animarme a
seguir escribiendo, me hizo creer que mi escritura no tenía nada especial y lo
que yo podría llegar a decir, no era realmente importante. A comienzos de la segunda
semana, se me unió Friedrich. Juntos habíamos hecho una larga lista de todas
las películas que veríamos. Nos parecíamos tanto, incluso en aquello. A mis
reparos sobre si debía o no seguir, él decía: ¡tonterías! ¡fábulas! Yo sin duda
tenía talento, es más yo era la persona más talentosa que él había conocido, de
seguro era la más brillante del curso de guión y cosas por el estilo. Pero dijéramos
lo que dijéramos siempre terminábamos por convencernos, persiguiéndonos hasta alcanzarnos o abrazándonos, matándonos de la risa.
Era el sábado por la mañana, un día antes de que la Berlinale se terminara y nosotros desayunábamos
en el restaurante del hotel, cuando un pequeño rumor me hizo mirar en dirección
de la puerta. La camarera había detenido a alguien en el umbral, y se la escuchaba
decir que lamentablemente no está permitido el ingreso a los animales de compañía,
por lo cual aquella persona debió quedarse en el umbral, a unos metros de donde
estaba ubicada nuestra mesa. Era Jelena, estaba de pie allí, con el perrito
dentro del bolso, dirigiéndonos una expresión de desprecio y rabia. Friedrich y
yo nos miramos en silencio, él me tomó de la mano, apretándola suavemente,
movió imperceptiblemente la cabeza evitando que fuera a levantarme. Jelena dió
la vuelta y se fué. Nosotros permanecimos abrazados un largo rato, pensábamos que se
había ido, pero en realidad nunca lo hizo, de alguna manera consiguió quedarse, por siempre, en medio de nosotros.