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jueves, 26 de mayo de 2016


El valor de la historia de las cosas viejas

El primer sábado del mes, sin falta, de marzo hasta noviembre, en la Stephanplatz de Karlsruhe se lleva a cabo el Cityflohmarkt. Aquí no sólo se puede apreciar objetos antiquísimos, bellos, sino escuchar las historias relacionadas con ellos y también aprender. Para quien es aficionado a las cosas antiguas, sin que éstas sean precisamente antiguedades, es encantador recorrer cada puesto, imaginando otra vida, otra anterior a la nuestra.
En uno de los primeros puestos, cerca de las nueve de la mañana de un tímidamente soleado día de mayo.
- Estas botellas, estimada señora, tienen su historia –dice el encargado del lugar, que se ha percatado de mi interés por un grupo de graciosas botellas transparentes de boca ancha–.
- ¿Si? –Le pregunto intrigada, mirándole–.
- Si, como verá de trata de un juego de seis hermosas botellas de vidrio soplado.
- ¿Vidrio soplado?
- Efectivamente, era una técnica muy utilizada, sino la única, allá a finales de 1800 hasta los años treinta, cuarenta del siglo pasado.
- ¡Oh! No hubiera pensado que fueran tan antiguas...
- ¡Pues claro!, si se fija bien, no tienen ni una sola costura en los costados – invitándome a tomar una– lo cual significa la ausencia de un molde de fabricación..., además notará que todavía alguna tiene un par de burbujas...
- Eso sería alguna falla en la botella, ¿no?
- No, no, –dice riéndose, pues acaba de constatar que no sé nada de botellas– ésas burbujas dan fe de la labor artesanal con la que fueron hechas.
- Uhmm... –pienso, y la verdad esas pequeñísimas burbujas son como brillantitos impregnados en la pared. Son diminutas imperfecciones que dotan a alguien o algo de cierto encanto, como una cicatriz sobre una ceja o un lunar junto al labio ¡Hermoso!–.
- Y tome nota también del fondo de la botella –continúa el hombre– mire aquí– poniendo de cabeza a una de ellas– esto se conoce como marca pontil, aquí la botella se mantuvo fija durante el proceso de soplado.
- Es cierto, es como un huequito, ¿no? Muy interesante... usted sabe mucho de botellas por lo que veo...
- Sí, claro, de botellas y demás cosas que tengo a la venta... –añade–.
- Pues, ahora ya no me animo a preguntarle el precio... –digo sosteniendo delicadamente una– ¿Las vende una por una, o todas juntas?
- Todas juntas, pues así conservan su valor y su historia, ¿sabe? Porque aún no le he dicho su historia...
- ¿Es que hay algo más que debería saber? –Le digo sonriendo–.
- Sí, por supuesto, éstas botellas, fueron encontradas el mes pasado haciendo una excavación, aquí cerca, en Bruchsal... donde hace muchos años...
- ¿Cuánto quiere por las botellas? –Interrumpe bruscamente un señor de unos cuarenta y tantos años, bastante corpulento, que parece tener prisa y me ignora por completo–.
- Buenos días caballero, como se lo explicaba a la dama –dice amable el vendedor del puesto, señalándome; pero el recién llegado se coloca delante de mí, ya saben un completo desubicado, uno de ésos que se suben primero al colectivo en Buenos Aires, sin haber hecho fila–.
- No me interesa la historia –contesta–. Se puede ver de lejos la calidad que tienen, sólo quiero saber ¿Cuánto?
- Bueno, se nota que usted es conocedor... pues había pensado venderlas todas en unos... 500 euros...
- No niego que son de excelente calidad, pero el precio me parece excesivo, verá, yo las tengo que volver a ofrecer a mis clientes, y necesito pagar un precio del cual puedo sacar también una ganancia –dice el hombre que ha interrumpido ésta educativa conversación–.
- Ah comprendo, por lo que veo, un colega... –el vendedor–  le puedo dar todas por 400...
- Le pago 200 ni un euro demás –dice el otro con voz firme –.
- 200 euros, 200 euros –repite bajito el vendedor, golpeándose con un dedo el labio superior–  200 me parece muy poco...
- Pues, no estoy en posibilidades de ofrecerle ni un centavo más. O lo toma o lo deja– amenaza el hombre que se vé que está acostumbrado a cerrar grandes tratos todos los días–.

El vendedor se rasca el cuello, saca un pañuelo arrugado de uno de sus bolsillos, se suena fuerte la nariz y se queda de pie, inmóvil pañuelo en mano, en silencio, con la mirada fija en las botellas, mientras ahora mucha gente se ha agolpado frente al primer puesto, seguramente al oír el regateo. Yo, que hasta éste momento he estado observando las cosas, tengo la certeza de que en un momento u otro va a aceptar la oferta.
- 200, 200, es muy poco, considero que, si pudiera aumentar algunos euritos más... quizás... –replica el vendedor, que ya tiene las mejillas y la nariz enrojecidas–.
- Ni un euro más... 200 o nada –el cliente–.
- 220 euros, y haríamos negocio –proponer tímido el puestero–.
- No, 200 o no hay trato –responde convencido el otro–.
- Disculpe, señor –interrumpo, dirigiéndome al hombre que hacía traspirar al vendedor y le hizo olvidar la historia que me estaba contando–. Como habrá notado, fuí la primera en llegar, y si me permite preguntarle ¿son 200 euros su última propuesta?
- Si, la última, ¿es que nadie aquí escucha?  –responde él malhumorado–.
- Bueno, pues yo ofrezco 250 euros por las botellas –dirigiéndome al vendedor–, con la condición de que usted continúe la historia sobre cómo han sido encontradas... ¿Hay trato?
- ¡Por supuesto! –Responde rápidamente éste, satisfecho y aliviado, a tiempo que el otro dice: ¡Verdammte Scheiße! y se aleja protestando, mientras que ya un poco más relajado el dueño del puesto continúa hablando, más alto ahora que tiene público– Bueno, como le estaba contando a la dama, éstas botellas fueron encontradas hace un mes en Bruchsal...





domingo, 15 de mayo de 2016


Qué no hacer en un día aburrido


Era domingo, estaba yo tirada en mi sofá y leía en la laptop algo que ya no me acuerdo y lo dejé desatendido, después miré al techo, que estaba blanco, sin ninguna manchita o siquiera una mosca que pudiera distraerme y después me rasqué el oído izquierdo. Sólo se escuchaban los relojes, uno que tengo en la cocina que le decía tic al de la sala de estar y éste respondía tac... ni siquiera los vecinos de al lado que suelen conversar a gritos, ése día habían hecho ruido.

Decidí entonces preguntarle a la red: ¿qué se puede hacer en un día aburrido? Encontré un artículo que separaba a las ideas en dos categorías, aburrido con lluvia y sin ella. Yo hice un clic en aburrido sin lluvia y me apareció una lista de 30 ideas que podía poner en práctica. Me gustó eso de llenar la tina con agua tibia, aroma de manzana y... pero la descarté enseguida pues me pareció que yo sola, allá en la tina, no. Después me tentó la idea número 16, para que vean que las primeras no habían sido buenas: llamar a un amigo/a del cual hace tiempo no sabes nada. Estuve a punto de marcar el número de Valery, pero enseguida me acordé por qué habíamos dejado de hablarnos.

Llegué al Instituto a eso de la cuatro y media, cuando los internos estaban terminando de comer la merienda (ponía en práctica uno de los últimos Item: Visitar el psiquiátrico). Por lo visto no era la única que había estado teniendo un día aburrido, éramos como unos diez o doce, de ambos sexos, adultos cuyas edades irían desde los 18 a los 70. ¿Trajiste cigarrillos? Me preguntó una chica que venía acompañada de una señora ya un tanto mayor, debe ser la madre, pensé. No, respondí, fumar es malo para la salud. ¿Caramelos?, al menos, dijo. No, dije, metiendo las manos en los bolsillos de mi abrigo, no traje nada de nada. No me respondió, pero le dijo algo en el oído a la señora, que enseguida me dirigió una mirada fugaz y después le habló bajito a la chica, cuya risita pude escuchar.

A eso de las cinco se nos acercó la enfermera encargada, que se presentó como tal y nos dió la bienvenida, estaba claro que la mayoría allá, ya se conocía. Nos invitó a pasar, abrió una gran puerta de madera (hasta éste momento habíamos aguardado en el vestíbulo) tras la cual llegamos a un pequeño jardín, es como la sala de estar, me aclaró ella mientras lo cruzábamos hasta llegar a unas rejas, que la enfermera también abrió y recién pudimos ingresar a los dominios de lo que era realmente el Instituto. Un enorme edificio rectangular de tres plantas se alzaba en medio de algo así como una plataforma de cemento, desde la cual bajaban unas escaleras de concreto que llegaban hasta el patio, se veían por todas partes enormes macetas, que contenían palmeras y otras más pequeñas rebozantes de florecillas de cabecita amarilla y cactus. Esa tarde, quizás por ser domingo, algunos pacientes, estaban sentados al sol en las escaleras y sostenían libros parecidos a ésos que usan los estudiantes de primaria, con dibujos de trazos finos, a los que hacía falta nada más que ponerles color.

A usted que es nueva, me dijo la enfermera, le explico que tenemos dos alas a nuestro cuidado, en el ala de atrás, están los pacientes más complicados. Acá, adelante, pierda  cuidado, son todos tranquilos, algunos están casi a punto de ser dados de alta.

Los que vinieron conmigo se esparcieron y pronto comenzaron a repartir cigarrillos acá, caramelos allá y en pocos instantes parecían conversar animados, visitantes e internos. Yo me quedé observando el edificio, de sólo pensar en el ala de atrás se me pusieron los pelos de punta ¡Y yo que me quejaba de estar aburrida!

-¿La primera vez que viene? Preguntó una voz varonil a mis espaldas. Enseguida me volví y me encontré de cara con un hombre de unos treinta y pico de años, anteojos, que lucía un impecable guardapolvo blanco.

-El doctor Henri, me dijo solícito, dándome la mano.

-Si. Mucho gusto, Vera, le respondí.

-Vera, dijo mirándome y ¿qué le hizo venir hoy a nuestro Instituto?, si le puedo preguntar, claro.

-Bueno, y ¿por qué no?

-Pues, me imagino, respondió, una joven como usted seguramente tendrá cosas más interesantes que hacer en un día domingo.

-No crea... dije.

-Disculpe, mi intención no era incomodarla, respondió enseguida. Mire Vera, en éste momento me dirigía a conversar con un paciente, si quiere venir... señalando un poco más adelante a un señor cincuentón que en éste momento tomaba el sol con los ojos cerrados.

-Si, claro, dije siguiéndole los pasos.

Mientras nos acercábamos al paciente, me comentó que su nombre era Finn. Dijo: “su nombre es Finn”.

-¿Cómo estamos hoy? Le preguntó a Finn con una voz suave, a tiempo de que le tocaba con delicadeza el hombro derecho. Éste, Finn, abrió los ojos y repondió, bien, haciéndole señas de que se corriera porque al parecer le estaba tapando el sol. Oh perdona Finn, mirá te presento a Vera, dijo el doctor Henri. Ella nos visita por primera vez ¿sabes? Hola, dije. Hola respondió Finn. Quizás nos quieras contar un poco de lo tuyo, le dijo, sentándose a su lado, me hizo unas señas y yo también me senté al lado del doctor. Finn se encogió de hombros y dijo, ¡qué sentido tiene! Tu sabes que para mí tiene mucho sentido, le animó, y en su voz me pareció distinguir algo más que empatía, era más bien como cariño, quizás. Finn entonces pareció sentirse en confianza y contó que en realidad él era un gran empresario, dueño de una fábrica que hacía esos carteles gigantes que uno vé todos los días al ir por la autopista y que nos hacen desear que lindo sería tener ése nuevo celular o cómo saldríamos a correr y seríamos más delgados si nos compráramos ése par de zapatillas. Mi esposa, ¡esa bruja...! dijo, y de golpe se puso de pie, a mí enseguida se me ocurrió que comenzaría a romper todo, pero el doctor Henri, con una voz tranquila como una pluma que desciende levemente, le dijo tomándole del brazo: Toma asiento Finn, acuérdate que lo más importante es eliminar la rabia... eso es, eso es. Y Finn se sentó de nuevo. Su esposa se había confabulado con uno de sus socios dijo, mirándome. Lo había hecho encerrar allí para después irse, él no sabía a dónde, quizás a Tailandia, adivinó, porque allí todo el año hacía buen tiempo y había lindas playas y a su esposa le gustaba mucho nadar desnuda en el mar. El doctor Henri entonces felicitó a Finn por sus progresos, le dijo: “Te felicito por tus progresos Finn”.

Después de hablar con él, el doctor Henri conversó con un par de pacientes más, invitándome a acompañarle, siempre en el más correcto respeto; su método sereno y su voz como un soplo dejaban a los pacientes de mejor humor cuando nos despedíamos para comenzar con el siguiente. Sin duda era un gran trabajo que hacían allí en el instituto médicos como el doctor Henri.

A las seis y media, la enfermera se paró en lo alto de la plataforma de las escaleras y anunció que la visita había terminado, que todos por favor, nos despidamos y vayamos dirigiéndonos a la puerta. Muchas gracias por venir, dijo el doctor Henri, quizás pueda volver la semana que viene. Seguro, gracias a usted. Ha sido muy interesante todo, le dije.

Los visitantes nos dirigimos lentamente a la puerta, me volví y algunos de los internos nos decían adiós con la mano. Me sentía contenta, aunque en realidad no había hecho nada, sentía como si hubiera hecho algo muy importante.

-¡Frederick sabes que no puedes salir! Dijo la enfermera, acercándose corriendo al doctor Henri, que en éste momento estaba por llegar al umbral.

-¿Frederick? Pregunté yo.

-Si, Frederick. Respondió ella, agarrándolo del brazo, seguro que le habrá contado alguna historia, ¿no? Y añadió muy bajito, acercándome su cara, gesticulando bien con los labios: Mi-tó-ma-no. Vamos, Frederick, vamos adentro, empujándolo suavemente. Y ésta vez la chica y la señora mayor estallaron en carcajadas, sin miramientos.