Qué no hacer en un día aburrido
Era domingo, estaba yo tirada en mi sofá y leía en la laptop
algo que ya no me acuerdo y lo dejé desatendido, después miré al techo, que
estaba blanco, sin ninguna manchita o siquiera una mosca que pudiera distraerme
y después me rasqué el oído izquierdo. Sólo se escuchaban los relojes, uno que
tengo en la cocina que le decía tic al de la sala de estar y éste respondía tac...
ni siquiera los vecinos de al lado que suelen conversar a gritos, ése día
habían hecho ruido.
Decidí entonces preguntarle a la red: ¿qué se puede hacer en
un día aburrido? Encontré un artículo que separaba a las ideas en dos
categorías, aburrido con lluvia y sin ella. Yo hice un clic en aburrido sin
lluvia y me apareció una lista de 30 ideas que podía poner en práctica. Me
gustó eso de llenar la tina con agua tibia, aroma de manzana y... pero la
descarté enseguida pues me pareció que yo sola, allá en la tina, no. Después me
tentó la idea número 16, para que vean que las primeras no habían sido buenas:
llamar a un amigo/a del cual hace tiempo no sabes nada. Estuve a punto de
marcar el número de Valery, pero enseguida me acordé por qué habíamos dejado de
hablarnos.
Llegué al Instituto a eso de la cuatro y media, cuando los internos
estaban terminando de comer la merienda (ponía en práctica uno de los últimos
Item: Visitar el psiquiátrico). Por lo visto no era la única que había estado
teniendo un día aburrido, éramos como unos diez o doce, de ambos sexos, adultos
cuyas edades irían desde los 18 a los 70. ¿Trajiste cigarrillos? Me preguntó
una chica que venía acompañada de una señora ya un tanto mayor, debe ser la
madre, pensé. No, respondí, fumar es malo para la salud. ¿Caramelos?, al menos,
dijo. No, dije, metiendo las manos en los bolsillos de mi abrigo, no traje nada
de nada. No me respondió, pero le dijo algo en el oído a la señora, que enseguida
me dirigió una mirada fugaz y después le habló bajito a la chica, cuya risita
pude escuchar.
A eso de las cinco se nos acercó la enfermera encargada, que
se presentó como tal y nos dió la bienvenida, estaba claro que la mayoría allá, ya se conocía. Nos invitó a pasar, abrió una gran puerta de
madera (hasta éste momento habíamos aguardado en el vestíbulo) tras la cual
llegamos a un pequeño jardín, es como la sala de estar, me aclaró ella mientras
lo cruzábamos hasta llegar a unas rejas, que la enfermera también abrió y
recién pudimos ingresar a los dominios de lo que era realmente el Instituto. Un
enorme edificio rectangular de tres plantas se alzaba en medio de algo así como
una plataforma de cemento, desde la cual bajaban unas escaleras de concreto que
llegaban hasta el patio, se veían por todas partes enormes macetas, que
contenían palmeras y otras más pequeñas rebozantes de florecillas de cabecita
amarilla y cactus. Esa tarde, quizás por ser domingo, algunos pacientes,
estaban sentados al sol en las escaleras y sostenían libros parecidos a ésos
que usan los estudiantes de primaria, con dibujos de trazos finos, a los que
hacía falta nada más que ponerles color.
A usted que es nueva, me dijo la enfermera, le explico que
tenemos dos alas a nuestro cuidado, en el ala de atrás, están los pacientes más
complicados. Acá, adelante, pierda cuidado, son todos tranquilos, algunos están
casi a punto de ser dados de alta.
Los que vinieron conmigo se esparcieron y pronto comenzaron
a repartir cigarrillos acá, caramelos allá y en pocos instantes parecían
conversar animados, visitantes e internos. Yo me quedé observando el edificio,
de sólo pensar en el ala de atrás se me pusieron los pelos de punta ¡Y yo que
me quejaba de estar aburrida!
-¿La primera vez que viene? Preguntó una voz varonil a mis
espaldas. Enseguida me volví y me encontré de cara con un hombre de unos treinta
y pico de años, anteojos, que lucía un impecable guardapolvo blanco.
-El doctor Henri, me dijo solícito, dándome la mano.
-Si. Mucho gusto, Vera, le respondí.
-Vera, dijo mirándome y ¿qué le hizo venir hoy a nuestro
Instituto?, si le puedo preguntar, claro.
-Bueno, y ¿por qué no?
-Pues, me imagino, respondió, una joven como usted
seguramente tendrá cosas más interesantes que hacer en un día domingo.
-No crea... dije.
-Disculpe, mi intención no era incomodarla, respondió
enseguida. Mire Vera, en éste momento me dirigía a conversar con un paciente,
si quiere venir... señalando un poco más adelante a un señor cincuentón que en
éste momento tomaba el sol con los ojos cerrados.
-Si, claro, dije siguiéndole los pasos.
Mientras nos acercábamos al paciente, me comentó que su
nombre era Finn. Dijo: “su nombre es Finn”.
-¿Cómo estamos hoy? Le preguntó a Finn con una voz suave, a
tiempo de que le tocaba con delicadeza el hombro derecho. Éste, Finn, abrió los
ojos y repondió, bien, haciéndole señas de que se corriera porque al parecer le
estaba tapando el sol. Oh perdona Finn, mirá te presento a Vera, dijo el doctor
Henri. Ella nos visita por primera vez ¿sabes? Hola, dije. Hola respondió Finn.
Quizás nos quieras contar un poco de lo tuyo, le dijo, sentándose a su lado, me
hizo unas señas y yo también me senté al lado del doctor. Finn se encogió de
hombros y dijo, ¡qué sentido tiene! Tu sabes que para mí tiene mucho sentido,
le animó, y en su voz me pareció distinguir algo más que empatía, era más bien
como cariño, quizás. Finn entonces pareció sentirse en confianza y contó que en
realidad él era un gran empresario, dueño de una fábrica que hacía esos
carteles gigantes que uno vé todos los días al ir por la autopista y que nos hacen
desear que lindo sería tener ése nuevo celular o cómo saldríamos a correr y
seríamos más delgados si nos compráramos ése par de zapatillas. Mi esposa, ¡esa
bruja...! dijo, y de golpe se puso de pie, a mí enseguida se me ocurrió que
comenzaría a romper todo, pero el doctor Henri, con una voz tranquila como una
pluma que desciende levemente, le dijo tomándole del brazo: Toma asiento Finn, acuérdate
que lo más importante es eliminar la rabia... eso es, eso es. Y Finn se sentó
de nuevo. Su esposa se había confabulado con uno de sus socios dijo, mirándome.
Lo había hecho encerrar allí para después irse, él no sabía a dónde, quizás a Tailandia,
adivinó, porque allí todo el año hacía buen tiempo y había lindas playas y a su
esposa le gustaba mucho nadar desnuda en el mar. El doctor Henri entonces
felicitó a Finn por sus progresos, le dijo: “Te felicito por tus progresos Finn”.
Después de hablar con él, el doctor Henri conversó con un
par de pacientes más, invitándome a acompañarle, siempre en el más correcto
respeto; su método sereno y su voz como un soplo dejaban a los pacientes de
mejor humor cuando nos despedíamos para comenzar con el siguiente. Sin duda era un gran trabajo que hacían allí
en el instituto médicos como el doctor Henri.
A las seis y media, la enfermera se paró en lo alto de la
plataforma de las escaleras y anunció que la visita había terminado, que todos
por favor, nos despidamos y vayamos dirigiéndonos a la puerta. Muchas gracias
por venir, dijo el doctor Henri, quizás pueda volver la semana que viene.
Seguro, gracias a usted. Ha sido muy interesante todo, le dije.
Los visitantes nos dirigimos lentamente a la puerta, me
volví y algunos de los internos nos decían adiós con la mano. Me sentía
contenta, aunque en realidad no había hecho nada, sentía como si hubiera hecho
algo muy importante.
-¡Frederick sabes que no puedes salir! Dijo la enfermera,
acercándose corriendo al doctor Henri, que en éste momento estaba por llegar al umbral.
-¿Frederick? Pregunté yo.
-Si, Frederick. Respondió ella, agarrándolo del brazo,
seguro que le habrá contado alguna historia, ¿no? Y añadió muy bajito,
acercándome su cara, gesticulando bien con los labios: Mi-tó-ma-no. Vamos, Frederick, vamos adentro,
empujándolo suavemente. Y ésta vez la chica y la señora mayor estallaron en carcajadas,
sin miramientos.