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lunes, 18 de diciembre de 2017


Anoche

Estaba paralizada, una fuerza invisible me sujetaba a la cama y por más esfuerzos que hacía, no conseguía liberarme. El presentimiento de que algo terrible iba a ocurrirme de un momento a otro me hacía luchar más, aunque no lograba mover músculo alguno. Seguí intentando en vano, conseguir liberarme, hasta que me pareció oír un ronroneo, profundo y ronco, poco después sentí cómo algo saltaba ágilmente a mis pies y comenzaba a moverse por encima de mi pierna derecha; las pisadas eran pequeñas y algodonosas y fueron subiendo lentamente por mis muslos, mi abdomen... hasta mi cuello, recién cuando lo tuve enfrente, pude adivinar sus bigotes ralos y puntiagudos, el vaho de su nariz azabache, sus ojos grandes, deslustrados, como dos lagunas profundas de aguas servidas y sólo cuando levantó una de sus garras, percibí el olor putrefacto de su aliento, cerca, muy cerca de mi boca.

Me desperté de un sobresalto, tenía un intenso dolor en la garganta, como si hubiese estado gritando. Mis ropas estaban húmedas igual que la huella de mi cabeza en la almohada. La habitación yacía en completa obscuridad, por lo que alargué una mano, tanteando, hasta dar con el celular y verifiqué la hora: casi las cuatro de la mañana. Me incorporé despacio a la orilla de la cama y esperé atenta al menor ruido, pero aparte de mi acelerada e irregular respiración y los latidos rápidos de mi pecho, noté que había un extraño silencio. Encendí la lámpara de la mesita de noche y con mucho cuidado escudriñé primero debajo de la cama, después miré las dos ventanas que yacían sus persianas bajas, luego me dirigí a la puerta y jalé con fuerza del picaporte, éste no cedió, entonces giré la llave confirmando que todo el tiempo la única entrada al dormitorio, como es mi costumbre, había estado asegurada por dentro. Intenté tranquilizarme, volviendo a mi cama, apagué la luz, cerré los ojos y lentamente me quedé dormida.

Comencé la mañana con aprensión, la experiencia de la noche anterior había dejado en mí una especie de incomodidad y desasociego. Frente al espejo, mientras me lavaba los dientes, algo en mi cara llamó mi atención, al acercarme, pude comprobar con estremecimiento, que sobre el pómulo izquierdo tenía una herida larga, ligeramente sangrante, cuyos bordes rojizos si se observaban bien, parecían ser la delgada huella de un rasguño.

domingo, 10 de diciembre de 2017


La vizcacha, el lobo y la luna es de queso

Una noche, cuando era niña, mi madre me contó ésta historia, parte de la tradición de cuentos orales bolivianos, que aún no se han escrito, pero que las madres andinas cuentan a sus niños cuando éstos quieren irse ya, a emprender sus propias aventuras. 

Érase una vez, en una montaña de la cordillera de los andes, que vivían un lobo que siempre solía estar hambriento y una vizcacha, que era conocida por su ingenio. El lobo había intentado varías veces cazar a la vizcacha, pero no había tenido éxito.
Una noche, mientras el lobo estaba buscando una presa, se encontró con ella, quien era muy respetuosa y lejos de escapar como lo hacían otros animales, detuvo su marcha y saludó.
-Buenas noches, señor lobo. ¿Cómo le va?
El lobo, que vió la oportunidad de llevarse a casa la cena de aquél día, respondió, fingiendo amabilidad: Muy bien, estimada vizcacha, y ahora que la veo a Ud. mejor. Y añadió, me preguntaba si aceptaría venir conmigo a casa, me gustaría invitarle a cenar.
A lo que la vizcacha respondió presta: ¡Con mucho gusto señor lobo! Pero, antes déjeme ir por el queso.
-¿El queso? Preguntó, intrigado el lobo.
-Sí, pensando en una ocación especial como ésta, he guardado un gran y delicioso queso no muy lejos de aquí, respondió la vizcacha.
El lobo pensó que ésa noche no sólo podría comérsela, sino que también podría tener queso para el postre y respondió enseguida: No hay problema, yo mismo voy a acompañarla a recoger ése queso.
Y así ambos partieron, siguiendo un camino angosto y sinuoso lleno de arbustos de largas y puntiagudas espinas, arribando al cabo de algunos minutos a un lago, donde como ya era de noche, la luna llena se reflejaba en todo su esplendor, reflejo que a simple vista parecía ser un enorme y delicioso queso.
El lobo, al ver el gran tamaño de aquel queso, pensó que debería pertenecerle sólo a él y aparentando inocencia, preguntó: Señora vizcacha, ¿cómo haremos para sacar el queso de allí?
- Es muy fácil, respondió ella, sólo hay que beber el agua y al final obtendremos el queso.
- El que lo haga más rápido se quedará con todo el queso, propuso ambicioso el lobo.
Y a la cuenta de tres ambos se inclinaron a la orilla del lago y mientras la vizcacha simulaba beberse el agua, el lobo bebía y bebía, y mientras más bebía, más lejos parecía estar el queso.
Al cabo de largos minutos, el lobo notó que la panza le había crecido tanto que apenas podía moverse, pero como no estaba dispuesto a perderse el queso, siguió bebiendo y bebiendo. Entonces la vizcacha, a quien no le había crecido la panza, pues no había bebido nada, vió la oportunidad de escapar y le dijo:
- Señor lobo, voy a dejarlo sólo, a éstas horas seguro mi mamá ya me andará buscando.
Y salió disparando por el camino angosto y sinuoso lleno de arbustos de largas y puntiagudas espinas. Entonces fué que recién el lobo se dió cuenta del engaño e intentó perseguirla, pero su cuerpo se sentía tan pesado que difícilmente pudo ponerse de pie y cuando lo hizo, comprendió que más le valía no perseguir a nadie y comenzar ya mismo lenta y cuidadosamente el camino a casa, así lo hizo con pasitos cortos y equilibrados, dado que su enorme y redonda panza amenazaba de un rato al otro con ser pinchada por los arbustos y reventar sin remedio.
La luna llena, allá arriba, rió y rió como nunca al ver avanzar lentamente al lobo, casi a rastras por el camino espinoso, intentando protegerse la panza y rogando a cada paso:
- Por favor espinita no me toques, por favor pajita no me toques...

viernes, 8 de diciembre de 2017


Ayer

Chau Parque, dijo ella con tristeza
Chau Tere, respondió el parque
Y los árboles agitaron sus brazos
Alfombrando el suelo
De diminutas flores amarillas
Y otro tanto de color lila

Atrás quedaron, como todas las tardes
Abatidos, los otros corredores
Ella, reina veloz y absoluta
Abrió los brazos y corrió como en un soplo
La última vuelta

De cara al sol de diciembre
Suspiró, con los ojos húmedos
Debo irme..., no habrán más tardes como ésta
Porque no siempre se puede tener todo
Buenos Aires, la primavera, el parque...

lunes, 20 de noviembre de 2017


Bergenweg


“Is beautiful, ist not?” dijo la mujer que viajaba al lado, señalando con la mano a través de la ventanilla, dejando por un momento descansar sobre sus rodillas un ejemplar de la Deutsche Bahn, que había estado leyendo entretenida. Chizuyo, cámara en mano, volviéndose hacia ella asintió con una sonrisa “Yes, gorgous!”. El autobús había partido sólo hace algunos minutos de Baden-Baden en dirección a Freiburg, Chizuyo lo había tomado de improviso en la parada del hotel, en señal de protesta, pues apenas llegados, su padre decidió postergar un día el Tour que tanto habían planeado con tal de internarse desde muy temprano en el casino. “Is Eisental wineyards” continuó la dama, “Too much apreciate to trecking”, “You said, that can I walk through?” Preguntó la muchacha, “Oh, of course!” dijo la señora volcando después toda su atención de nuevo en la revista.
Chizuyo no apartaba la vista de la ventanilla y dirigía la lente de la cámara hacia las interminables plantaciones, que lucían perfectamente ordenadas, como barbas prolijamente afeitadas y trepaban en subidas incansables para sólo terminar casi en la cima misma de los cerros. El sol de la tarde alumbraba de lleno y hacía de aquel espectáculo aún más placentero. “Next stop: Kloster” escuchó desde su asiento, y efectivamente pudo observar la torre de una iglesia, allá en medio del campo, un impulso súbito le hizo apretar el timbre de bajada.

Se bajó, justo sobre un puente del cual descendía una escalera en dirección al campo. La vista era simplemente magnífica, los campos ondulantes brillando al sol. A excepción del motor del bus que se alejaba, no había otro ruido que el variado canto de los pájaros. Tomó el primer sendero, observó que aquel plantío había sido proyectado matemáticamente; cada cinco plantas había una estaca gruesa, entre cada planta un metro de distancia y entre fila y fila, dos metros. Las parras jóvenes extendían graciosas sus hojitas desde sus nudillos más delgados, como láminas recortadas de papel crepé. Cada sendero estaba perfectamente señalizado: “Klosterweg” marcado en una figura romboidal amarilla o “Hugo Fischer Weg”. Observó sus flechas de dirección: “0,1 km Bühlertarstrasse”, “2,6 km Alstweier”…, se entretuvo observando los árboles, mientras más frondosos eran, albergaban  una o dos casillas diminutas para pájaros, pintadas de amarillos, rojo o verde y primorosamente ubicadas. Hacía tanto que no había experimentado una sensación de paz igual a ésta que trató de no pensar en lo que su padre habría dicho.

Siguió caminando hasta que vio justo en la división al final del sendero, un figura Cristo crucificado, de tamaño real, con la cabeza inclinada sobre su peso y los ojos cerrados en una expresión de profundo sufrimiento: “Deine Schmerzen sind meine” rezaba a sus pies y tulipanes rojos sobre césped de verde recién cortado, movían rítmicamente sus cabezas. Ella escribió rápidamente aquellas palabras en un traductor: “Mi dolor es el tuyo...,  mi dolor es el tuyo”. Chizuyo no era religiosa, había leído la biblia en el colegio, quizás entonces creía, pero después ya no... Su padre siempre que se hablaba de religión, decía “Las religiones sólo sirven para separar a los seres humanos” o  “Las religiones y las ideologías acabarán con nosotros algún día” o tal vez “¿Creen ustedes que si no existieran las religiones viviríamos como ahora?” No por ello dejó de sentir algo de tristeza, quizás haya sido la soledad, la naturaleza, lo cual hizo que en el fondo de sí misma sintiera un poco de vergüenza.

Unos ladridos mezclándose con una voz, interrumpieron sus pensamientos “Rudolf! Rudolf! hier! Rudolf komm hier! y apareció ante ella un precioso Lazzie que traía en la boca una rueda roja de plástico, después se acercó también trotando a pasitos cortos un joven bastante pasado de kilos, de aspecto sonrosado y jadeante, se detuvo ante ella procurando secarse con una toallita el sudor que no paraba de brotarle de las sienes, mientras que al mismo tiempo apuraba un líquido de una botella de plástico, parecía que todo lo que tomaba le salía de inmediato por los poros “Ent-schul-digung...” dijo, “Ru-dolf mag fris-bee spie-len...”, deteniéndose a momentos para tomar más aire. Ella respondió movió negativamente la cabeza, no pudo decirle que no había entendido ni una palabra, pues no hablaba alemán, pero Rudolf ya le había tomado confianza e intentaba meterse entre sus piernas, provocando un estallido de risas en ambos.

Después de haberle pasado los dedos a la lanuda cabeza de Rudolf, decidió que iría para el Este tomando el “Bergenweg”, aquí cambiaban los campo de uva por parcelas de arbolitos de uno o dos metros de altura cargados de florecillas blancas y rosadas, plantaciones de ciruelos, de aquí hasta donde cabía la vista. Diversas variedades, cada una marcada con un letrero de madera pintado con letras blancas, donde aparte de nombrar la especie a la cual pertenecía, habían un par de líneas de descripción con su correspondiente traducción al inglés, por ejemplo, esto era lo que decía frente a una arboleda de tamaño mucho mayor a los que había visto hasta ahora: “Bühler Frühzwetschge, reina de nuestra plantación, descubierta en el año 1840 en Kappelwindeck. Tiene un fruto en forma de huevo, de color azulado y sabor dulce”.

Quedó simplemente fascinada, leyó “Hanika”, “Katinka”, “Hermann” y se apresuró a fotografiar los letreros para después mostrárselos a su padre. A estas alturas, le pareció que después de todo no estaba tan mal, que él haya decidido irse al casino…, sino ella no estaría dando éste paseo. Se entretuvo en bastantes letreros más hasta que le pareció que era demasiado, miró su reloj: casi las cinco de la tarde, pensó nuevamente en su padre, se lo imaginó, empinando su tercer o cuarto vaso de Whisky, lo cual siempre lo ponía de buen humor. Decidió caminar hasta el final del sendero, donde se anunciaba una parada de Bus que la llevaría a la estación de trenes y de ahí a Baden-Baden..., o quizás con un poco de suerte inclusive, una conexión directa de retorno. Durante todo el trayecto miraba a través de la lente de la cámara, a pesar de que tenía enfrente los mismísimos árboles de ciruelas, le parecía que a su través se veían aún más exóticos.

Más adelante sobre el mismo sendero, conversaban animadamente dos mujeres sosteniendo respectivamente a sus perros, una llamaba la atención por un acentuado embarazo y trataba de conversar al mismo tiempo que mantener quieto a un enérgico cachorro que intentaba alejarse y seguir escarbando en la tierra, la otra, era más joven, llevaba el pelo cortado al ras, un tatuaje enorme en el cuello y vestía como si acabara de salir de la escuela militar; sostenía en su mano derecha por una gruesa correa a un enorme Rottweil, negrísimo, cuyos pelos al contacto con el sol, parecían barnizados y de cuya boca colgaba un líquido blanco cartilaginoso. “… Glaubst du, das morgen wird es regnen?” decía la embarazada a tiempo que la otra retrasaba la respuesta y miraba de reojo a Chizuyo, que distraída observaba aún, a través de la pantalla de su cámara, las fotos que había obtenido. Quizás se preguntase de dónde venía ¿sería china, coreana, japonesa? cualquiera fuere el motivo, y antes de que ésta pudiera reaccionar, le soltó bruscamente la soga al Rottweiler que sin demora se abalanzó sobre Chizuyo tirándola de espaldas al suelo.


“¿Habrá sido la cámara lo que lo asustó?”, preguntaron después o “¿La conducta de la chica?”. “¿Pero qué conducta?” lloraba inconsolable la embarazada, “Era una turista… iba de paseo…” Entonces “¿Qué había pasado?”, “¿por qué?”
Nunca se supo, porque no se puede leer el pensamiento de los demás, lo que sí, quedaba claro es que nadie parecía haber pensado que la cosa llegaría a tanto, porque cuando el animal, habiéndola tendido en el suelo comenzó a gruñir como un loco, la dueña enseguida entendió que bastaba, ya estuvo, si sólo había querido darle un susto, con esto más que sobraba; pero nadie puede pretender comprender y explicar la naturaleza animal, y  por qué cuando éste recién escuchó: ¡Basta, Logan, basta!, es que atacó, se lanzó directo al cuello y no hubo forma, ni aún cuando sintió que su dueña tiraba de la soga con todas sus fuerzas, hubo manera de separarlo del cuerpo de Chizuyo, que yacía debajo del animal e intentaba defenderse moviéndose desesperadamente, mientras un lago rojo iba tiñendo poco a poco el suelo y sus quejidos se iban haciendo cada vez más quedos.

sábado, 4 de noviembre de 2017


Carl Cox, ¡oh yes, oh yes!



Era el final de un día de pleno sol del alto verano, habíamos llegado a Bruselas la jornada anterior al festival y aunque quedaba todavía un trecho que recorrer para el evento, cambiamos de planes y decidimos pernoctar allí. Ahora que lo pienso, con suerte no para mí, para los demás fué todo un desastre, no ésa noche, sino el día siguiente, que era al que tanto nos habíamos preparado.

Festejamos, ésa noche, ¡y cómo! Bebimos, sí, yo menos que los demás, pues desde  que partimos de Karlsruhe no dejaba de pensar cómo iba de ser el festival, habíamos estado en otros tantos pero allí nunca, y llevábamos muchas ansias. Nosotros, somos algo así como el club in-oficial del Sr. Cox en nuestra ciudad. Somos ésa clase de Fan que prefiere mantenerse anónimo, pero que sale a correr poniéndose los auriculares y mientras lo hace a lo largo de las calles pacíficas de Karlsruhe, a veces hasta bien entrada la noche, después de salir del trabajo, lo hace sólo quizás más que por el deporte mismo, para escuchar tranquilo las deliciosas creaciones del Maestro; o cuando los viernes por la noche hay cena en casa de alguno de nosotros, para bailar siempre Carl Cox, si es verano a lo que dá el volumen y en la terraza.

Ésa noche festejamos decía y lo hicimos hasta tarde, o más bien temprano, como se vea, pues amanecía cuando llegamos al hotel y nos fuimos a dormir quedando de encontrarnos en dos horas más, en la recepción y salir de nuevo juntos, pues había que tomar el tren hacía Boom, y éso quedaba claro desde hace meses, casi desde el comienzo del año, que fué cuando ordenamos nuestras entradas. El problema fué que a las 7 de la mañana era yo la única que esperaba en el Hall. 

Llegué. Sola y ya casi a medio día a la estación de Boom, pues en Bruselas Central tuve que dejar pasar varios trenes, pues viajaban repletos, parecía que todo el mundo iba a pasar el fin de semana en ésa dirección. Como se sabía de antemano, según el programa, y algo que parecía hasta ofensivo era que el Maestro Cox fuera el primero en abrir el escenario a las 12 del medio día, cuando lo más esperado sería que fuera el último, el que cerrara la noche del festival. Se trata de una de ésas cosas difíciles de explicar pero que es mejor aceptar sin chistar, como el hecho de que mis amigos se hayan quedado dormidos.

Desde allí, la estación de trenes de Boom hasta el festival, sólo 2 kilómetros a pie decía Google maps, pero ya faltaba poco para el medio día, que decidí no arriesgar más y tomé un taxi, no vaya a ser que por haberme perdido en el camino, pueda yo también perderme el evento.

Era un predio enorme, algo así como un parque de diversiones para adultos, incluso con ésa rueda giratoria gigante. Y a las 12 en punto, efectivamente comenzó a tocar el Maestro. Éramos solo unos cuantos allá, tan pocos éramos que podíamos contarnos con los dedos de la mano, estaba por ejemplo el chico que llevaba un camiseta que decía: “fácil de atrapar”, un grupo de chicas que bailaban como locas, sosteniendo un bandera sueca, otro grupo de muchachos disfrazados de cavernícolas (¡en pleno verano!) y otros sin disfraz ni bandera como yo, que aunque no nos conocíamos, se nos notaba la pasión por los Cox-beats.
Ni siquiera les reclamé, a mis amigos, por haberme dejado sola aquel día, ellos lo sentían más que yo, pues cuando pudieron llegar, ya había terminado la sesión de tres horas del señor Cox y lo sentirán más todavía, pues hoy sábado nos juntaremos en casa y para bailar, pasaré el video oficial de aquel día que ya ha acumulado 1,628,712 vistas, donde el Maestro brilla y yo, yo estoy en medio de la multitud bailando. ¡Oh Yes, oh Yes!

sábado, 14 de enero de 2017


Reflexiones de sábado por la mañana o hablando conmigo misma 

Sobre Premieres:
Lo malo de asistir a Premieres de Películas, es que hayas visto por adelantado todo el programa de la semana siguiente. Y de pronto el Jueves de Estreno, no tengas adónde ir... 

Sobre el buen vestir:
No importa qué lindas y elegantes (y abrigadoras) sean tus botas nuevas de taco alto, si recién ha nevado y no las puedes usar... 

Sobre la comunicación sin palabras:
Aunque él guarde silencio, y haya decidido, por razones que tú no entiendes, no decirte nada..., su lenguaje corporal lo delata. 

lunes, 9 de enero de 2017

Jugando en otra liga

Un Bar, en una ciudad cualquiera.

Tus ojos reflejan una extraña luz, quizá de esperanza, la misma que también luzco yo, pero que tú no eres capaz de ver.

¿Con la “come lechuga”? Pregunto, tú callas. Nos habíamos reído tanto de ella..., digo, pero vos ahora no ríes...

Es más que eso..., es una forma de vivir, de respeto por la naturaleza, los animales, respondes de golpe, tan a secas, que yo también dejo de reírme.

¿Quien soy yo para impedirte hacer lo que quieres?


Todo este tiempo creí jugar en tu liga, una, que ahora sé, al verte apurar tu trago antes de irte, nunca podré alcanzar.


domingo, 8 de enero de 2017


Luz, cámara,  ¡música!

(inspirado en La La Land de Damien Chazelle) 

El film comienza directamente con una canción bailada, así no más, a todo color y movimiento. Movimiento (s) de unos cuarenta y tantos bailarines (que cantan y hacen piruetas de circo, todo al mismo tiempo), a lo largo de una autopista atascada por el tráfico. Ni siquiera le dá al espectador la oportunidad de acomodarse bien en su butaca, darle un trago a su Prosecco o una mordida a su Pretzel, que por ser el la primera Premiere del año, el Schauburg ha convidado. Atrapar la atención del espectador. Se cumple a la perfección el primer mandamiento de un guionista aplicado: amarillos, rojos pasión, azules Francia, verdes intensos, bombardean la pantalla.

La elección del tema (de la película) es de nuevo, una regla: abordar un tema universal, el amor, fundamental, con una mirada añorante al Jazz clásico. La oportunidad de quienes (como yo) lo aman, se vé revalidada por su corporización en el actor principal y una de sus declaraciones más contundentes: el Jazz, una forma de comunicación, de sentimiento.

De ninguna manera se podría haber escrito el guión, ni haber dirigido ésta película sin haber caído alguna vez en el amor. La lectura de lo aún no escrito. Ese sutil movimiento de pies, una mirada entre risas, un roce tímido, como tanteando, la primera vez en tomarse de las manos, ésa sensación de volar, que se vuelve real (¡Oh, el cine!). Un vals en primavera, un vals, en la pista infinita del cielo. ¡Estar enamorado!

¿Cómo para permanecer juntos? ¿Cómo coincidir nuestros tiempos? El conflicto: luchar, querer dar todo, darlo. Fracasar. La mano fría de la soledad, después de haber vivido tan intensa compañía. Silencio, un disco de vinilo que termina, y queda por un tiempo haciendo sólo un ruido sordo, que no lo oye nadie, excepto uno de los dos.

¡Si tan solo hubiera...! ¿Qué hubiera pasado si...? ¡Si tan sólo...! El final: las realidades paralelas, el consecuente resultado de haber hecho o no aquello. La música aún suena, puede que sea aún para dos, pero ya no para los mismos dos, del principio. La sala llora, con la última canción. Lloro yo, lloran los que están a mi lado.

La última canción. Aunque es la misma que había sonado antes, en otras circunstancias, los mismos intrumentos, la misma música, sonando definitivamente en otra nota, una más grave sin duda...; quizás por eso apretaba tanto el pecho.

jueves, 5 de enero de 2017


El viaje

Un viaje siempre libera, aunque se trate de un trayecto corto, como el de Karlsruhe-Frankfurt, especialmente si es en un tren de larga distancia, cuyo destino final será cualquier ciudad grande del Norte. Con un poco de imaginación, cuando se escucha: Señoras y señores, bienvenidos al ICE con destino a Hamburg-Altona, uno puede enseguida hacerse a la idea de quedarse en su asiento y pasar Frankfurt de largo. ¡Oh Hamburg! Llegar al comienzo de la tarde, tomar una linda habitación con balcón y vista al río, en cualquier hotel del puerto, después salir a comprarse un vestido de seda, con escote en la espalda y de un color fascinante, que aparte por la temporada, estará rebajado y por la noche, después de una copa de Riesling, o dos, asistir a un concierto en primera fila, en la Filarmónica del Elba.

Cuando se sueña, los minutos vuelan y ya se está llegando a destino, y definitivamente no está permitido continuar el viaje, así que a bajar a la tierra.

El tren sigue de largo, allá van Hamburg, la vista al puerto, el vestido, el escote, el concierto...  

martes, 3 de enero de 2017


En otra vida, DJ

En todos los pasillos de las salas de internación, por lo general se respira tranquilidad, excepto en el de Oncología, que siempre trabaja urgente, como al borde del pánico. Nadie vaya a atrasarse y perder el turno reservado para ése paciente: la ecografía pleural, que resultará luego en una punción, que después será una radiografía de control post-punción, más tarde el envío de muestras del líquido que se extrajo al laboratorio, que posteriormente se convertirá en resultado, que habrá que informar al paciente y su familia, y al final se deberá prescribir el tratamiento. Todo eso, multiplicado por el número de pacientes, de la sala más grande del hospital, sus diagnósticos médicos, sus respectivos tratamientos...

Ella, aunque tiene el pelo larguísimo, de un color oscuro, por comodidad, más que por norma del hospital, debe llevarlo recogido y ha elegido desde los comienzos de su vida hospitalaria, hace varios años, una larga y totalmente aburrida trenza, que le queda colgando en la espalda, dándole un aspecto anticuado y descuidado, la cual por la mañana aún pasa de ser aceptable, pues luce bien peinada, pero al terminar el día, reflejando el cansancio también corporal, algunos mechones rebeldes se salen de sus cauces y la sola imagen de ésa trenza, puede resultar angustiante. Eso, más su uniforme, completamente blanco desde los zapatos hasta la cinta en el pelo, y su expresión, en todo momento seria, le han dado la fama de ser la médica más aburrida de la sala de Oncología.

Él, siempre ha tomado el ascensor desde el subsuelo, donde están ubicados los Quirófanos en dirección al quinto piso. Pero aquella mañana, el ascensor es objeto de revisión, por lo cual tiene que subir al primer piso, donde hay otro que conecta Oncología directamente con la sala de Endoscopías, adónde se dirige. Nunca está sólo, siempre va acompañado del subjefe, los residentes superiores y practicantes, que quieren ganarse el puesto del año entrante. A él, que todo lo tiene planificado, no le resulta agradable tener que subir dos pisos para tomar el ascensor; perder un minuto en su programa del día, le resulta desastroso, pero una de las cualidades de un buen jefe, es precisamente lograr un clima de armonía en un Departamento, por lo tanto, a callarse y subir ésas escaleras.

La mañana también comienza para ella, en el primer piso, con la visita médica y al mismo tiempo, por norma de la sala, la toma de muestras de sangre, para lo cual tiene preparado un carrito con todos los implementos: tubos de sangre, perfectamente rotulados con los nombres de los pacientes, agujas, catéteres de todos los colores, vendas, gasas, líquidos desinfectantes, envases descartables, donde guardará las agujas que irán a desecharse, etc.

Él va avanzando por el pasillo, diciéndole al subjefe médico qué se debe remarcar en la charla al final de la tarde; ella se ha sacado el guardapolvo frente a la habitación 116 y está, en ése momento, calzándose una bata verde descartable, de pie frente a la puerta que anuncia: Aislamiento. No obstante, se encuentra de espaldas, a él no deja de llamarle la atención aquella oscura trenza. ¡Que curiosidad! Intenta mirarle la cara, justo en el momento que se está colocando el barbijo y sólo consigue mirarle a los ojos, profundos como su cabello. Al final del pasillo, toma el ascensor al quinto piso, pero ni siquiera escucha lo que le va comentado el subjefe, sino que va pensando en ésa larga trenza... Y a lo largo de toda la semana, y después durante cada día del mes, todos los días, sin falta, aunque el ascensor está funcionando como corresponde, el jefe médico del Departamento de Cirugía, siempre rodeado por su séquito de residentes, sube sospechosamente por las escaleras hasta el primer piso, y recorre con la mirada siempre atenta, el pasillo de la estación de Oncología.

Es viernes y el día finaliza para todos, a las cuatro y media, excepto que uno sea paciente o médico de guardia, que debe abandonar su trabajo, recién pasada la media noche. Ella, aunque exhausta, sale del hospital, cerca de la una de la madrugada, se pone los audífonos y camina lentamente, con las manos en los bolsillos, rumbo a la parada del tranvía. Él, se acaba de subir a su coche y va conduciendo rumbo a casa, después de una cirugía que ha durado casi ocho horas, que requirió, como pocas, de su presencia. Le parece mentira verla, pero es ella, la que va caminando por la vereda. De pronto, se le ocurre, bajar la ventanilla y ofrecerse en acercarla a casa. Pero lo piensa mejor, no, más bien dejar el coche, e intentar acompañarla. Estaciona, apenas ve un lugar disponible, se guarda las llaves en el bolsillo y se abrocha su abrigo; la sigue por la vereda, caminando, a cierta distancia, cuidando no perderla de vista. Ella se acerca a la parada de Kolpingplatz, donde el próximo tranvía en arribar será el número dos, que anuncia su recorrido en dirección a Siemensallee. A ésa hora, la parada está que no dá más, de repleta. Cuando el tranvía llega, junta a ella, suben también grupos de jóvenes y chicas, que van tomándose una cervezas y se comunican a gritos, dándole al tranvía un clima anticipado de alegre fiesta. Hace tiempo que él no ha viajado en el transporte público, especialmente un viernes por la noche, que aquello le parece exagerado.

Ella, desciende en la parada de Feierabendweg, donde casi todos los que viajaban en el tranvía, también lo abandonan. Él no sabe por qué, pero decide continuar, seguir sus pasos, sin animarse del todo a acercarse. Ella camina, junto con los otros jóvenes, que entre todos, claramente sin conocerse, parecen seguir el mismo plan.

Al final de la calle, se observa una fila larga, que se detiene frente a una enorme puerta negra, custodiada por dos hombres en traje oscuro. Ella, pasa de largo, dirigiéndose directamente a la entrada, saluda familiarmente a los de la puerta y entra. A él le parece ridículo, tener que ponerse en la cola, junto con los demás que, al parecer, hace rato están esperando; pero igual decide hacerlo. ¡Que sea sólo por ésta noche! Se sube un poco el cuello de su abrigo, y ruega no ser visto, en aquellas circunstancias, por ningún conocido. El frío de la madrugada se burla de él, más que aquella ridícula fila. Ni siquiera sabe, qué es lo que lo hace mantenerse ahí. Quizás sea pura curiosidad. Observa y lee en los afiches pegados, empapelando las paredes cercanas: “Este viernes, los noventas”.

Al fin adentro, la música parece sonar sumamente alta para sus oídos, las luces destellantes de la discoteca, no se puede decir que lo molestan, pero se acaba de dar cuenta, que hace ya tanto tiempo ha dejado de frecuentar lugares como éste. Deja su abrigo en el vestidor y decide acercase al bar. Pide una cerveza. Se acomoda en la barra, fingiendo tranquilidad, mientras con ojos inquietos, recorre el resto del bar, hasta los sillones, pasando por la pista, intentado encontrarla. Las chicas lucen, casi todas minifalda, a él le resulta imposible imaginarla aquí, ¡si tan sólo no la hubiera visto entrar! Las canciones le recuerdan, a sus años de colegio; se sonríe pensando en aquel muchacho tímido que había sido, y que quizás aún es, y cuando va tomando la segunda cerveza, decide al fin, sacarse la corbata. Definitivamente no hay rastro de ella por ningún lado, pero el alcohol comienza a hacerle sentirse cómodo, y pronto, disfruta de estar ahí, sentado, de ser simplemente un hombre normal, cuya única y próxima gran responsabilidad, será la de pedir una tercera botella de cerveza. El ritmo va aumentado de intensidad, en sus rápidas revoluciones, entra un recuerdo, rodando fugaz por la pista, el Eternity de Datura, y la voz clara de una mujer cantando en español: el sol, la luna, las estrellas..., la pista colmada, vibra en éxtasis, los brazos se alzan libres, se estiran e intentan alcanzar el centro.

Las luces que casi ciegan, el humo con fuerte olor a cacao y la multitud bailante, hacen imposible avanzar rumbo a la casilla de vidrio, que parece ser el centro de atención. En la pista ya está Usura: Feel the rhythm..., y de nuevo la voz, aquella mujer: la la la y el público respondiendo: feel the rhythm!, la la la, ella, feel the rhythm, el público. Se mueve, detrás de los controles, rítmicamente una pequeña silueta, la cual sólo se puede ver por encima de la cintura, tiene una larga melena suelta, que cae libre sobre sus hombros, confundiéndose con su remera negra, unos enormes auriculares le cuelgan del cuello, y otros los lleva puestos, en ése momento mira para abajo, con las manos ocupadas en los paneles. Cuando luego levanta la vista, ríe, con una sonrisa que baila y canta a la vez, y continúa levantando los brazos: la la la, seguida de una pequeña pausa, para que la gente responda con un grito que al principio, él no puede identificar, pero que parece ser: ¡Delusa! Si, Delusa grita el público, la la la, ella, ¡Delusa!, ellos, y rápido, entrando entremezclado: Open your mind!  Open your mind!

Él, es el único cuerpo inmóvil en medio de la pista, como un paciente anestesiado, quieto sobre la mesa de operaciones, de pie, sosteniendo apenas su cerveza, mientras la gente a su alrededor baila y grita fuerte con los brazos levantados: ¡Ey tú Delusa! ¡Ey tú Delusa! Y allá, como una sirena, flotando en un recipiente de vidrio, está ella y su remera negra, lleva impreso sobre el pecho, un nombre, muchísimo más grande que el que suele llevar prendido a diario sobre su guardapolvo blanco, que en lugar de decir Dra., ahora dice: DJ DELUSA.