En otra vida, DJ
En todos los pasillos de las salas de internación, por lo
general se respira tranquilidad, excepto en el de Oncología, que siempre trabaja
urgente, como al borde del pánico. Nadie vaya a atrasarse y perder el turno reservado
para ése paciente: la ecografía pleural, que resultará luego en una punción,
que después será una radiografía de control post-punción, más tarde el envío de
muestras del líquido que se extrajo al laboratorio, que posteriormente se
convertirá en resultado, que habrá que informar al paciente y su familia, y al
final se deberá prescribir el tratamiento. Todo eso, multiplicado por el número
de pacientes, de la sala más grande del hospital, sus diagnósticos médicos, sus
respectivos tratamientos...
Ella, aunque tiene el pelo larguísimo, de un color oscuro, por
comodidad, más que por norma del hospital, debe llevarlo recogido y ha elegido
desde los comienzos de su vida hospitalaria, hace varios años, una larga y totalmente
aburrida trenza, que le queda colgando en la espalda, dándole un aspecto
anticuado y descuidado, la cual por la mañana aún pasa de ser aceptable, pues luce
bien peinada, pero al terminar el día, reflejando el cansancio también
corporal, algunos mechones rebeldes se salen de sus cauces y la sola imagen de
ésa trenza, puede resultar angustiante. Eso, más su uniforme, completamente
blanco desde los zapatos hasta la cinta en el pelo, y su expresión, en todo
momento seria, le han dado la fama de ser la médica más aburrida de la sala de
Oncología.
Él, siempre ha tomado el ascensor desde el subsuelo, donde
están ubicados los Quirófanos en dirección al quinto piso. Pero
aquella mañana, el ascensor es objeto de revisión, por lo cual tiene que subir
al primer piso, donde hay otro que conecta Oncología directamente con la sala
de Endoscopías, adónde se dirige. Nunca está sólo, siempre va acompañado del subjefe, los
residentes superiores y practicantes, que quieren ganarse el puesto del año
entrante. A él, que todo lo tiene planificado, no le resulta agradable tener
que subir dos pisos para tomar el ascensor; perder un minuto en su programa del
día, le resulta desastroso, pero una de las cualidades de un buen jefe, es
precisamente lograr un clima de armonía en un Departamento, por lo tanto, a
callarse y subir ésas escaleras.
La mañana también comienza para ella, en el primer piso, con
la visita médica y al mismo tiempo, por norma de la sala, la toma de muestras
de sangre, para lo cual tiene preparado un carrito con todos los implementos:
tubos de sangre, perfectamente rotulados con los nombres de los pacientes,
agujas, catéteres de todos los colores, vendas, gasas, líquidos desinfectantes,
envases descartables, donde guardará las agujas que irán a desecharse, etc.
Él va avanzando por el pasillo, diciéndole al subjefe médico
qué se debe remarcar en la charla al final de la tarde; ella se ha sacado
el guardapolvo frente a la habitación 116 y está, en ése momento, calzándose una bata verde
descartable, de pie frente a la puerta que anuncia: Aislamiento. No obstante,
se encuentra de espaldas, a él no deja de llamarle la atención aquella oscura
trenza. ¡Que curiosidad! Intenta mirarle la cara, justo en el momento que se está colocando el barbijo y sólo consigue mirarle a los ojos, profundos como
su cabello. Al final del pasillo, toma el ascensor al quinto piso, pero ni
siquiera escucha lo que le va comentado el subjefe, sino que va pensando en ésa
larga trenza... Y a lo largo de toda la semana, y después durante cada día del mes, todos
los días, sin falta, aunque el ascensor está funcionando como corresponde, el jefe médico del Departamento de Cirugía,
siempre rodeado por su séquito de residentes, sube sospechosamente por las escaleras hasta el primer piso,
y recorre con la mirada siempre atenta, el pasillo de la estación de Oncología.
Es viernes y el día finaliza para todos, a las cuatro y
media, excepto que uno sea paciente o médico de guardia, que debe
abandonar su trabajo, recién pasada la media noche. Ella, aunque exhausta, sale
del hospital, cerca de la una de la madrugada, se pone los audífonos y camina
lentamente, con las manos en los bolsillos, rumbo a la parada del tranvía. Él,
se acaba de subir a su coche y va conduciendo rumbo a casa, después de una
cirugía que ha durado casi ocho horas, que requirió, como pocas, de su presencia. Le parece mentira verla, pero es ella,
la que va caminando por la vereda. De pronto, se le ocurre, bajar la ventanilla
y ofrecerse en acercarla a casa. Pero lo piensa mejor, no, más bien dejar el
coche, e intentar acompañarla. Estaciona, apenas ve un lugar disponible, se
guarda las llaves en el bolsillo y se abrocha su abrigo; la sigue por la
vereda, caminando, a cierta distancia, cuidando no perderla de vista. Ella
se acerca a la parada de Kolpingplatz, donde el próximo tranvía en arribar
será el número dos, que anuncia su recorrido en dirección a Siemensallee. A ésa
hora, la parada está que no dá más, de repleta. Cuando el tranvía llega, junta
a ella, suben también grupos de jóvenes y chicas, que van tomándose una
cervezas y se comunican a gritos, dándole al tranvía un clima anticipado de
alegre fiesta. Hace tiempo que él no ha viajado en el transporte público,
especialmente un viernes por la noche, que aquello le parece exagerado.
Ella, desciende en la parada de Feierabendweg, donde casi
todos los que viajaban en el tranvía, también lo abandonan. Él no sabe por qué,
pero decide continuar, seguir sus pasos, sin animarse del todo a acercarse.
Ella camina, junto con los otros jóvenes, que entre todos, claramente sin conocerse, parecen seguir el
mismo plan.
Al final de la calle, se observa una fila larga, que se
detiene frente a una enorme puerta negra, custodiada por dos hombres en traje oscuro. Ella,
pasa de largo, dirigiéndose directamente a la entrada, saluda familiarmente a
los de la puerta y entra. A él le parece ridículo, tener que ponerse en la
cola, junto con los demás que, al parecer, hace rato están esperando; pero
igual decide hacerlo. ¡Que sea sólo por ésta noche! Se sube un poco el cuello de
su abrigo, y ruega no ser visto, en aquellas circunstancias, por ningún conocido. El frío de la madrugada se burla de él, más que aquella
ridícula fila. Ni siquiera sabe, qué es lo que lo hace mantenerse ahí. Quizás
sea pura curiosidad. Observa y lee en los afiches pegados, empapelando las paredes
cercanas: “Este viernes, los noventas”.
Al fin adentro, la música parece sonar sumamente alta para sus
oídos, las luces destellantes de la discoteca, no se puede decir que lo
molestan, pero se acaba de dar cuenta, que hace ya tanto tiempo ha dejado de
frecuentar lugares como éste. Deja su abrigo en el vestidor y decide acercase
al bar. Pide una cerveza. Se acomoda en la barra, fingiendo tranquilidad, mientras con ojos inquietos, recorre el resto del bar,
hasta los sillones, pasando por la pista, intentado encontrarla. Las chicas
lucen, casi todas minifalda, a él le resulta imposible imaginarla aquí, ¡si tan
sólo no la hubiera visto entrar! Las canciones le recuerdan, a sus años de colegio;
se sonríe pensando en aquel muchacho tímido que había sido, y que quizás aún es,
y cuando va tomando la segunda cerveza, decide al fin, sacarse la corbata. Definitivamente
no hay rastro de ella por ningún lado, pero el alcohol comienza a hacerle sentirse
cómodo, y pronto, disfruta de estar ahí, sentado, de ser simplemente un hombre
normal, cuya única y próxima gran responsabilidad, será la de pedir una tercera
botella de cerveza. El ritmo va aumentado de intensidad, en sus rápidas
revoluciones, entra un recuerdo, rodando fugaz por la pista, el Eternity de Datura, y la voz
clara de una mujer cantando en español: el sol, la luna, las estrellas..., la pista colmada, vibra en éxtasis, los brazos se alzan libres, se estiran e
intentan alcanzar el centro.
Las luces que casi ciegan, el humo con fuerte olor a cacao y la multitud
bailante, hacen imposible avanzar rumbo a la casilla de vidrio, que parece ser
el centro de atención. En la pista ya está Usura: Feel the rhythm...,
y de nuevo la voz, aquella mujer: la la la y el público respondiendo: feel
the rhythm!, la la la, ella, feel the rhythm, el público. Se mueve, detrás de los controles, rítmicamente una pequeña silueta, la cual sólo se puede ver
por encima de la cintura, tiene una larga melena suelta, que cae libre sobre sus
hombros, confundiéndose con su remera negra, unos enormes
auriculares le cuelgan del cuello, y otros los lleva puestos, en ése momento mira para abajo, con las manos ocupadas en los paneles. Cuando luego
levanta la vista, ríe, con una sonrisa que baila y canta a la vez, y continúa levantando los
brazos: la la la, seguida de una pequeña pausa, para que la gente responda con
un grito que al principio, él no puede identificar, pero que parece ser: ¡Delusa! Si, Delusa grita el público, la la la, ella, ¡Delusa!, ellos, y rápido, entrando entremezclado: Open your mind! Open your mind!
Él, es el único cuerpo inmóvil en medio de la pista, como un
paciente anestesiado, quieto sobre la mesa de operaciones, de pie, sosteniendo apenas su cerveza, mientras la gente a su alrededor baila y grita fuerte
con los brazos levantados: ¡Ey tú Delusa! ¡Ey tú Delusa! Y allá, como una sirena, flotando en un recipiente de vidrio, está ella
y su remera negra, lleva impreso sobre el pecho, un nombre, muchísimo más grande
que el que suele llevar prendido a diario sobre su guardapolvo blanco, que
en lugar de decir Dra., ahora dice: DJ DELUSA.