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sábado, 28 de diciembre de 2019


El angelito

Hoy por la mañana, me dí cuenta que las cubiertas de algunos de mis libros en el estante habían estado cultivando una doble capa de polvo. Con un frenesí de querer acabar de poner órden de inmediato, dejé de lado el desayuno y me puse a limpiar. Justo arriba del estante, por mera casualidad tengo dos pequeños angelitos. Uno, de cerámica, con su cara sonrosada y alitas doradas, fue un regalo de un amigo durante mi primer año en Alemania. El otro, de porcelana, es todo blanco, está sentado tomándose de las rodillas, al mismo tiempo que extiende sus alas, más amplias en relación a su cuerpo. Éste angelito también me fue obsequiado. Fue cuando aún teníamos la Sala de oncológicos reservada para los pacientes privados, principalmente para aquellos que solían venir de Rusia, allí por el 2014, antes de que sucediera el conflicto de Crimea. Luego de él amainaron tanto hasta que dejaron de venir. Y aquella Sala terminó cerrándose. Durante las últimas semanas de su funcionamiento, estaba internada una señora. No hablaba ni inglés ni alemán, y según me dijo la traductora, al parecer se comunicaba en un dialecto ruso. Tenía la voz muy suave, pausada, casi musical. Sin duda no era su voz normal, de cuando estaba sana. Era la voz a la que le sometía la enfermedad. Tendría como máximo unos cincuenta años, no más. Había llegado sola para recibir el tratamiento y aparte de la traductora, no se había presentado nadie más a recibir el parte médico. El resultado de la tomografía al finalizar el primer ciclo de quimioterapia no fue alentador, el tumor primario no sólo había aumentado de tamaño, sino que había producido más metástasis durante el tratamiento administrado. Mucho ha avanzado la medicina en tumores como el cáncer de pulmón, pero para lo que aquejaba a la señora, no teníamos reservada una segunda opción. Ella escuchó la noticia, como si ya lo hubiera presentido. Preguntó, cuánto tiempo le quedaba y si éste bastaba para volver a casa. Nadie sabe el tiempo con certeza, lo único que se sabe es que es poco, poquísimo. Nos íbamos a poner en contacto de inmediato con el seguro médico para tramitar lo del traslado. Pasaron los días y el estado de la paciente se agravaba, no era que presentara fiebre o dolor, sino que ella estaba cada vez más débil, más transparente, le costaba cambiar de posición en la cama, casi no podía hablar y cuando lo hacía le salía sólo un susurro. La traductora decía: se quiere morir en casa. El seguro contestó que no enviaría un avión sanitario sino hasta que la paciente estuviera más estable. Pero todos sabíamos que jamás iba a estarlo.
En unas de ésas tardes, alguien tocó suavemente a la puerta de la sala de médicos, se trataba de la paciente. Llevaba ropa de calle, peluca y gruesa capa de maquillaje. Iba acompañada por la traductora que era la que empujaba la silla de ruedas. La paciente me miró sin decir una palabra, al cabo de unos instantes rebuscó algo en uno de sus bolsillos e hizo el además de querer alcanzármelo, sonriendo tímidamente. Cuando me agaché, me tomó de las manos, apretándomelas por unos segundos y depositó en ellas un pequeño objeto. Permanecimos en silencio hasta que la silla de ruedas giró, dirigiéndose al ascensor, desapareciendo en él.
Mi jefe llamó preocupado una hora más tarde. La paciente había sido vista fuera del hospital mientras se subía a un taxi, que si yo sabía algo, que había de inmediato reportarlo al seguro, además de dar aviso a la policía por fuga de paciente, que lo documentara todo en la historia clínica y otras cosas por el estilo. Yo lo escuchaba sin responder nada, observaba al angelito frente a mí sobre la mesa, sentado allí tranquilo tomándose de las rodillas con las alas extendidas.


martes, 24 de diciembre de 2019


Un puente sobre Budapest

El concierto en el Jazz Club resultó exactamente como me lo había imaginado. El grupo Equinox brindó una magnífica e inolvidable performance. Incluso se me ubicó en una mesa, sin haber tenido que reservarla con antelación. Durante el concierto, que terminó un poco más allá de la medianoche, pude disfrutar de un Gin (Heindricks) Tonic con una rodaja de pepino. Ésto último, gracias al amable mesero que a pesar de mi terrible inglés fué capaz de comprenderme.
El Jazz Club quedaba cerca del Parlamento. Mi hotel también, pero a mí no me gusta la idea de acostarme temprano o dormir hasta tarde cuando estoy de vacaciones. Así que decidí tomar el tranvía número 6 en dirección a Buda y planeé bajarme apenas haber cruzado el puente. Así lo hice. A ésas horas, si bien el tranvía estaba concurrido, no habían turistas a la redonda. Los pasajeros iban en silencio, como pude observar, se comportan generalmente los húngaros.
La vista de la ciudad sobre la otra vera del Danubio era espectacular. Permanecí allí por varios minutos observando, a pesar del frío húmedo de diciembre. Intentaba memorizar para más adelante, todos aquellos preciosos detalles; los contornos de los edificios parecían surreales con la iluminación de fondo. La calle cerca del puente estaba completamente desierta, a mí no me importó, me sentía segura, quizás fuera que el alcohol me hacía sentir algo de su omnipotencia.
Cuando mis mejillas y los dedos de mis manos y pies comenzaron a presentar ligeros síntomas de dolor a causa del frío, fué que me animé a hacer el camino de regreso cruzando el puente. Intencionalmente elegí el camino a pie. El paseo fue magnífico. Me quedé absorta en medio del río contemplando ambos lados. La Torre de los Pescadores y el Palacio Buda a la derecha, el Parlamento y las torres de las iglesias múltiples resaltando a la izquierda. Un completo silencio se había apoderado de la noche.
Decidí retomar mi camino y volver al hotel cuando el ruido de un motor que se aproximaba, hizo voltearme. Algo que se pudiera llamar instinto me llevó a ocultarme en uno de los balconcitos que poseía el puente. Sólo unos instantes bastaron para que un auto se estacionara súbitamente unos pocos metros desde donde yo me encontraba. Una persona corpulenta descendió rápidamente desde el volante, abrió la puerta que daba al asiento trasero y sacó de el a rastras a una figura más pequeña, que no se movía, parecía estar inconsciente o quizás algo peor. Sin lugar a dudas era una mujer. Ella, la mujer, era muy pequeña.
Por un momento no podía creer lo que estaba pasando, mi primera reacción fue pensar que yo pudiera estar malinterpretando la situación. Así que me quedé quieta en las sombras, oculta y en silencio. Sólo bastaron unos instantes hasta que la figura, que ahora podía ver clararamente, se trataba de un hombre continuara jalando cada vez más y más a la mujer hasta aproximarla tanto a la varanda que no cabía duda que estaba preparándose para soltarla y dejarla caer al río.
Fue ahí que intempestivamente reaccioné y salí de mi escondite agitando los brazos a tiempo que estaba gritando: ¡Suéltela, qué hace, pero... déjela! El hombre enseguida la soltó, depositándola sobre el piso, luego se volvió hacia mí sin dar muestras de estar sorprendido. En ése momento caí en cuenta que la mujer que parecía estar siendo arrastrada, se incorporó de inmediato sacudiéndose enérgicamente las ropas, mirándome y murmurando algo en un idioma extraño. 
Me puse a correr lo más rápido que pude, intentando escapar y alcanzar la otra orilla, pero el hombre fue más veloz, me alcanzó enseguida sujetándome de los brazos. Yo intenté defenderme, huir, gritar en vano pidiendo ayuda. Él me agarró por el cuello, haciéndose de mi chalina comenzó a apretarla más y más hasta que yo sentí que el cuerpo ya no me obedecía. Entonces me arrastró de vuelta en dirección al auto. Lo último que llegué a escuchar, fue a lo lejos el chirrido del tranvía que comenzaba a entrar de nuevo en el puente en dirección a Pest.

sábado, 7 de diciembre de 2019


La Torre del Campanario

Red camina tambaleante tratando de esquivar botellas vacías de vino y cerveza desparramadas por el piso de la cocina. Su cuerpo se balancea apenas, abotagado y lánguido, como le había quedado la mandíbula aquella vez que tuvieron que extraerle una muela. Levanta con esfuerzo los brazos e intenta estirarlos, pero éstos tardan más de lo acostumbrado en hacerle caso. ¡Maldita sea! Piensa, de pie frente a la puerta abierta de la heladera donde no ha quedado nada para beber, ni cola ni jugo, sólo una botella de vino verde sin abrir, apenas la ve, enseguida hace un gesto involuntario de asco, pues su estómago le avisa que ésta mañana no piensa tolerar, ni siquiera de lejos un gramo más de alcohol. No le queda más remedio que acercarse al grifo, abrirlo y tomar de él como si acabara de volver de una larga peregrinación por el desierto.
En el domitorio de al lado observa que Vincent y Jöerg duermen aún apacibles. A él le parece que desperdiciar un día como éste, uno de los últimos de su vacación, no es algo que deba hacerse, así que se viste rápido sin darse tiempo de arrepentirse, mete un par de cosas en su mochila, sale al patio donde están estacionadas tres bicicletas, toma una de ellas y parte.
La casa que han alquilado está situada en el centro mismo de Vila Adentro, el casco viejo de Faro en la región de Portuguesa de Algarve, desde aquí hasta la playa serán unos quince kilómetros, calcula. Se monta en la bicicleta y a los pocos metros el zarandeo de trajinar sobre la calle empedrada y la brisa fresca de la mañana que suavemente le acomoda el pelo, le hacen sentirse más despejado. Pedalea tranquilo sobre la avenida que se interrumpe a la altura de la estación de trenes; aquí se ve obligado a detenerse, pues la señal de no pasar desciende desde ambos lados, a la vez que comienza a sonar la campanilla insistente que anuncia que un tren está llegando.
Un sentimiento inesperado de aventura le hace pedalear de repente hacia la puerta principal de la estación, donde comprueba que efectivamente en la vía principal está arribando en ésos momentos, desde el norte una ruidosa locomotora.
Faro no es una ciudad grande, la estación es también pequeña y a estas horas está casi desierta, sólo un par de sujetos que se han tendido a dormir en los asientos.
Una mujer de grandes anteojos ensimismada en un crucigrama, está al mando de la boletería.
-Un boleto por favor, ordena Red, primero en alemán, pero enseguida lo corrige al inglés.
-¿Para dónde? Contesta la mujer sin mirarlo, concentrándose aún más en el cuadernillo que tiene entre sus manos.
-Para ése tren, señala apurado, al que acaba de estacionarse afuera y se puede ver desde la ventanilla.
La mujer levanta la vista y responde. Bien, ¿Hasta dónde?
-No sé… hasta donde vaya…, que sea ida y vuelta.
-Hasta el fin de línea son seis euros ida, más seis… doce euros.
Red le alcanza un billete de veinte, a tiempo que la locomotora se pone de nuevo en marcha. Extiende la mano moviéndola impaciente por debajo del hueco de la ventanilla sin perder de vista el tren, como si bastara para retenerlo, observa que la mujer lentamente imprime un boleto y abre la caja con desgano.  Él quiere pedirle que por favor se dé prisa, pero no se anima. Ésta que debió ser pésima en matemáticas en sus años de escuela, cuenta una y otra vez y en cámara lenta las monedas que ha de devolverle, mientras Red ansía de una vez salir corriendo. Al fin ella lo mira y anuncia: tren regional número 125, parte de la vía uno rumbo a…, esto último el no comprende bien pero no le importa, espera que ella le alcance el boleto y no espera al cambio y vuela más que corre en dirección a la  plataforma, alcanzando a subirse al tren, bicicleta en hombro, segundos antes de que éste reanude su viaje.
Lo ha logrado, tiene el ánimo más optimista que nunca, recorre tranquilo los vagones vacíos en busca del furgón dispuesto a viajantes con bicicleta y como no lo encuentra, la coloca de un costado al lado de la puerta. 
Se ubica en uno de los asientos, observa que alguien se ha ensañado con las ventanas del costado izquierdo del tren cubriéndolas en toda su extensión de graffitis.  Se levanta curioso y mira en el vagón contiguo observando lo mismo, vuelve para atrás y mira en el siguiente e igual, todas las ventanas están cubiertas de graffitis. No le queda más remedio que regresar y sentarse del lado que está despejado, que le hace ver un verde paisaje monótono, cubierto de árboles cargados de naranjos pero que al principio le parecen agradables y al cabo de unos minutos no tienen nada más de interesante.
Red quiere saber qué habrá del otro lado de la ventana cubierta por los graffitis, observa insistentemente hasta encontrar que ha quedado un espacio entre los garabatos, uno bien pequeño pero suficiente para arrimar un ojo y poder atisbar a través de él. El paisaje de éste lado no difiere tanto del otro, está igualmente cubierto de árboles y arbustos hasta donde alcanza la vista y cuando se ha convencido de que es una pérdida de tiempo, a lo lejos se le insinúa algo que resplandece bañado por el sol, parece ser piensa y después está seguro: la torre de un campanario.
En ése momento un controlador bien uniformado saluda amable y dice algo en portugués, él se vuelve y automáticamente le extiende el pasaje mientras que en palabras sueltas y señas le pregunta cómo se llama ese pueblo, del cual a lo lejos se divisa el campanario, el hombre mira a la ventana cubierta de graffitis, mueve desanimado la cabeza y dice algo así como que mal está en pintarrajear un tren de ésa manera, después le agujerea el boleto, se lo devuelve y pasa de vagón si hacerle mucho caso.
Red saca el celular y busca su ubicación en el mapa, confirmando que el pueblo más próximo en el trayecto que sigue el tren es Albufeira, pero no hay otro caserío grande del que el buscador de Internet tenga idea o pueda aportarle alguna información. Decide que debe bajar a ver de qué se trata, se acerca a la puerta, donde en la parte superior está pegado un cartel con el trayecto del tren, pero entre Faro y Albufeira, no hay estación alguna donde éste se detenga. Pensando qué hacer, no se resigna a mirar tranquilo los pacíficos campos de naranjos, que se repiten sin cesar a la derecha. Él desea tener aventura, hacer algo diferente y desconocido.
Unos veinte minutos más tarde el tren ingresa a la estación de Albufeira, él se baja de un salto, se monta de nuevo en su bicicleta y decide hacer el trayecto inverso en busca del lugar donde había visto aquella torre. Tiene un plan sencillo, sólo tiene que pedalear siguiendo la carretera que acompaña a las vías del tren pero en sentido contrario. Infelizmente para él es más fácil decirlo que lograrlo, pues lo que parecía ser un buen plan y en otras circunstancias sin duda hubiera funcionado, se ve enseguida truncado. El camino principal al salir Albufeira se bifurca en varios otros, penetrando en las plantaciones, desviándose completamente del trayecto que lleva el tren.
El recuerdo de ése campanario lo deja intranquilo y hace que se pregunte ¿De qué pueblo será? ¿Y por qué no aparecerá en el mapa? Resuelve que debe ir a averiguarlo, se baja de la bicicleta y la esconde a un lado del camino cubriéndola de arbustos.
Red continúa a pie por medio de las vías, camina con ahínco durante más de una hora, hasta que la consigue ver, allá está, dibujándose en lo alto de una colina, una graciosa campana protegida por una construcción rectangular blanquecina. Avanza en ésa dirección alejándose de las vías del tren, comprobando a ratos que la torrecilla continúa allí, pero mientras más crece en Red la urgencia de llegar a ella, ésta parece hacerse más inalcanzable.
El sol de la tarde pega fuerte y él tiene mucha sed y hambre, decide tomarse un descanso. Se sienta sobre su mochila a la sombra de un árbol colmado de naranjas, toma del suelo la que está más cerca, la amasa entre sus manos hasta hacerla flácida como un globo lleno de agua, le hace un agujerito y aprieta, obteniendo de la fruta un líquido refrescante, ácido pero a la vez dulce, repite la operación una y otra vez hasta quedar satisfecho.
Cuando el sol de la tarde comienza a caer él está llegando a una quebrada de piedras redondas, corrientes mansas y cristalinas. Elige una roca enorme y lisa sobre la cual se sienta, quitándose las zapatillas y las medias, sumerge un pie, después el otro en el agua. 
Le parece raro que nadie le haya llamado por teléfono, preguntando dónde andaba, saca de su bolsillo el celular y se encuentra cara a cara con una pantalla sin vida, aprieta con desgano un par de teclas, sin lograr efecto alguno. No se da cuenta que un poco más allá de donde está sentado, yace una parte de un envejecido letrero de madera, que aún sobresale entre los arbustos salvajes y advierte “Peligro, no cruzar”, también parece estar escrito el motivo, pero ha quedado ilegible y semienterrado.
Mira en dirección del camino que se muestra empinado, le parece que tardará un poco más de lo pensado en llegar hasta donde debería encontrarse el campanario. Hubiera querido tener un plan B, pero no lo tiene. Ahora no le queda más remedio que subir, seguramente ésta noche deberá quedarse a dormir en el pueblo, lo cual no le preocupa, pues lleva dinero suficiente en la billetera.
Ya el sol se está perdiendo cuando llega a lo que sin duda había sido en su momento una importante aldea medieval, pues conserva aún sus muros gruesos de piedra, cuya puerta, ahora en ruinas está totalmente obstruida por matorrales. Se acuerda de que con su familia había visitado hace algunos años el norte de Italia y que poblados como éste suelen tener varias puertas de acceso, y efectivamente a metros más allá, rodeando la muralla encuentra otra, que tiene aún las cadenas macizas oxidándose a ambos lados de las columnas.
Una estrecha calle de tierra comienza desde acá; a un costado de ella yace un perro flaquísimo que seguramente estuvo dormitando y le muestra perezoso su quijada de dientes, luego se pone de patas, se sacude, perdiéndose a trote en otra callejuela.
Conforme va avanzando no logra ver a nadie, las edificaciones son irregulares y angostas, la mayoría de dos plantas, con ventanas pequeñas de persianas bajas. 
De repente observa, allá en medio de lo que parece ser la plaza principal se alza una construcción que contrasta en lo absoluto con la sencillez del pueblo. Sus regias paredes están cuidadosamente talladas en piedra, una maciza puerta de madera con incrustaciones doradas yace debajo de un arco de medio punto perfectamente delineado, con una precisión que le deja sin habla, coronada por una torre que luce un magnífico campanario dorado. 
Sube despacio las escalinatas en dirección a la puerta principal, es tanta su emoción que se olvida de que le duelen los pies y a momentos se le acalambran las piernas. Acaricia suavemente los muros tallados en piedra que lucen graciosas figuras de frutas y animales exóticos. La parte interna del umbral conserva antiguos azulejos con motivos varios, los cuales todavía sorprendentemente se encuentran en buen estado. Se acuerda haber leído que representaciones como ésas suelen contar mucho más de lo que está escrito en los libros, retratan a conciencia la vida de las gentes que han vivido hace tanto.
Observa detenidamene el que está más cerca, donde dos mujeres de vestidos largos sostienen por ambos brazos a una figura arrodillada que mantiene la cabeza gacha sometida con un lazo que una tercera mujer está sujetando; en el siguiente un grupo de personas están al pie de una escalinata señalando algo que al principio no logra distinguirse por completo, continúa observando y descubre la figura de un hombre, cuyo cuerpo sin vida que está colgando de un umbral que le es extrañamente familiar. Se acerca más para confirmarlo y con horror descubre que la representación fué hecha precisamente en el lugar donde él está parado. Mira para arriba y puede constatar una especie de viga clavada en el centro del umbral, de la cual aún cuelga una soga inconfudiblemente enlazada. 
Todavía no se ha recuperado de la impresión cuando unos murmullos inentendibles lo hacen volverse.
Desde el extremo de la calle y bajando por las callejuelas de los costados vienen juntándose las sombras de un grupo de gentes, que armados de palos, machetes y horcas, avanzan lentamente con la mirada fija en dirección hacia él.