Praia dos Caineiros
Aquella mañana, para mi suerte había amanecido un poco nublada, que
mejor para poder caminar. El día anterior había observado detenidamente el mapa
que me regalaron en el hotel y a pesar de que me había gustado mucho la
zona histórica, decidí mirar la parte no turística de la ciudad, es por eso que
me compré un ticket de 24 horas para usar el sistema de transporte local y a
las 9 de la mañana ya estoy llegando a la estación final de Praia de Matosinhos en el extremo norte, en un tren completamente vacío, pues de a poco los otros pasajeros
fueron bajando y para mi suerte ningún turista se asoma por estos lados.
Lo primero que puedo ver es toda la majestuosidad de uno de los puertos
más importantes del país, las grúas multicolores se mueven orgullosas con sus cuellos en alto y
extraen innumerables misteriosos cargamentos desde los barcos que están ahí anclados.
Decido entonces seguir para abajo siguiendo la costa a ver si tengo más
suerte de encontrarme cara a cara con el atlántico. Es una contradicción
personal, pues por inutilidad propia nunca pude aprender a nadar, pero a la vez me fascinan las ciudades rodeadas de agua; río, lago o mar.
Las nubes se agolpan aún más dejándole al sol apenas un pequeño
espacio para respirar entre bandadas de gaviotas. El olor indescriptible para
alguien que ha nacido en un país al que le fue ursupado el mar me guía calle
abajo entre geométricos edificios diseñados sin gusto. Uno que otro auto cruza rápido semáforos en rojo, ningún transeúnte. De pronto desde una esquina aparecen dos chicas que se rien juntas, van portando heladerita y sombrilla. Van seguro a la playa, estoy en
el camino correcto.
La calle se va abriendo y abriendo hasta que de golpe arena, brisa
húmeda, un pequeño murmullo lejano que llega lamiendo de poco la apacible
y desierta orilla. La arena escurridiza se las toma con mis zapatos,
obligándome a quitármelos, incluso las medias.
De ahí en
adelante sólo el mar y yo, muy poca gente, quizás por la temperatura. Sentir la
arena húmeda acariciando mi caminata, respirar, inflar a más no poder los
pulmones con brisa salina, fotografiar en mi retina los paisajes. Escuchar bien
adentro a los Cronopios “Hermosa ciudad, hermosísima ciudad”.
Casi dos horas siempre caminando en dirección hacia el centro, bordeando la
orilla. A veces alguien pasa de mí trotando, apurado. Yo, con pasitos mansos he
llegado a la parte rocosa, de aquí en adelante se mezcla playa y piedra, de
nuevo a ponerse los zapatos. A partir de
acá puedo encontrar muchas otras pequeñas playas, que igual tienen sombrillas,
un Café-Bar y claro el "nadador salvador", salvavidas.
Son casi las 12 del medio día, con todo el trayecto caminado me ha
entrado un poco el hambre, decido quedarme en la Praia dos Caineiros que es perfecta pues queda junto donde el mar se civiliza y se hace río, el Douro.
Allá bien arriba han construido un restaurante con terraza sobre las olas que
deja apreciar la indescriptible belleza de esa unión. En una ciudad de vino,
nada mejor que un buen blanco con olivas y algo que no pude leer bien y
pronunciar en la carta, que al final resultaron ser unos deliciosos garbanzos
salteados en aceite. Vino, salud por la vida, por los viajes, por
hacerse adulto. No hay lugar aquí para mirar el celular, leer el diario o
escuchar música por auriculares, sólo el contacto con aquel hermoso retrato de postal que a uno lo deja extasiado. Las nubes ahora han ahogado por completo al
sol, se han entristecido tanto que primero son gotas pequeñas que caen sin tener muchas ganas, después crecen y se hacen
más gordas, al final acompañadas de viento. Decido abandonar la terraza y entrar al local vino en mano, el mesero me
ofrece enseguida otra mesa pegada a la ventana.
A pesar de la llovizna han llegado nuevos visitantes a la playa, debo
decir que no es precisamente un día que invite a tirarse a nadar, primero un señor de notable pancita se acerca tímido a la orilla frotándose las manos,
tantea un poco con los pies el agua y decide echarse a nadar, es muy gracioso
verlo patalear y bracear sin tregua contra las olas que se obstinan en
devolverlo a la tierra y apretarlo un poco contra las rocas, pero el no
desiste, al menos no en unos 15 minutos, cuando se da por vencido, bajo la mirada complaciente de los nadadores
salvadores, que tienen una carpa instalada sobre el mirador. Son nada menos que
dos Garotiños provistos de un peto amarillo con letras negras en la espalda. El
mesero, se acerca a la ventana, justo al lado mío y les hace señas para que
pudieran ingresar al local, pues la lluvia ha comenzado a arreciar y el viento
no dejar de empujar la débil carpa que los contiene. Los dos no se dejan rogar
y vienen corriendo, cubriéndose con un paraguas. El mozo no sólo les ofrece una
mesa, sino que les trae el plato del día.
Las gotas
de lluvia azotan la ventana y afuera el mar de pronto se ha enojado y golpea
con fuerza las rocas haciéndoles saber quién es el que manda. No sé de donde ni
cómo uno de los tantos bañeros que aún se encontraban abajo decide de repente dirigirse al agua como desesperado, allá va corriendo, terminando de desvestirse en el camino. Uno
de los jóvenes de peto amarillo apenas de observarlo, deja cubierto y plato y
sale corriendo agitando los brazos gritando: ¡Senhor, não vá! ¡Senhor, não vá! Pero el hombre ya se metido en el agua, y a pesar que
intento ver a donde ha ido a parar, las revoltosas olas lo han tapado por
completo y no intentan devolverlo como hicieron con el otro señor. El otro
muchacho también deja su asiento y sale corriendo, mientras le indica al mozo
que pida auxilio. A estas alturas el muchacho que primero llegó a la
orilla sin dudarlo también se ha lanzado al mar y a el igual las olas de
inmediato se lo han tragado, durante unos segundos consigo observar parte de su cabeza que sobresale al agua. Llueve.
Interminables momentos después, la sirena de la ambulancia anuncia que ha llegado. Los
paramédicos bajan a la playa donde se ha agolpado ahora mucha gente que trata
de contener al único nadador salvador que aún no ha podido lanzarse. Las olas
vuelven una y otra vez con tremenda fuerza y altura, que algunas a pesar de que el
Restaurante está a muchos metros de distancia sobre la playa, logran golpear la
ventana detrás de la que me encuentro. De pronto, a unos cuarenta minutos
parece que a las nubes les parece demasiado y deja súbitamente de llover.
Horas más tarde ya casi
se está a obscuras, aparte de los paramédicos han llegado otros
nadadores salvadores buzos en un par de barcazas; y hasta un helicóptero sobrevuela la zona, todavía intentan localizar a
los dos hombres que el mar aún no ha querido devolver.