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miércoles, 2 de septiembre de 2015

Praia dos Caineiros
                                                                                                                
Aquella mañana, para mi suerte había amanecido un poco nublada, que mejor para poder caminar. El día anterior había observado detenidamente el mapa que me regalaron en el hotel y a pesar de que me había gustado mucho la zona histórica, decidí mirar la parte no turística de la ciudad, es por eso que me compré un ticket de 24 horas para usar el sistema de transporte local y a las 9 de la mañana ya estoy llegando a la estación final de Praia de Matosinhos en el extremo norte, en un tren completamente vacío, pues de a poco los otros pasajeros fueron bajando y para mi suerte ningún turista se asoma por estos lados.
Lo primero que puedo ver es toda la majestuosidad de uno de los puertos más importantes del país, las grúas multicolores se mueven orgullosas con sus cuellos en alto y extraen innumerables misteriosos cargamentos desde los barcos que están ahí anclados.
Decido entonces seguir para abajo siguiendo la costa a ver si tengo más suerte de encontrarme cara a cara con el atlántico. Es una contradicción personal, pues por inutilidad propia nunca pude aprender a nadar, pero a la vez me fascinan las ciudades rodeadas de agua; río, lago o mar.
Las nubes se agolpan aún más dejándole al sol apenas un pequeño espacio para respirar entre bandadas de gaviotas. El olor indescriptible para alguien que ha nacido en un país al que le fue ursupado el mar me guía calle abajo entre geométricos edificios diseñados sin gusto. Uno que otro auto cruza rápido semáforos en rojo, ningún transeúnte. De pronto desde una esquina aparecen dos chicas que se rien juntas, van portando heladerita y sombrilla. Van seguro a la playa, estoy en el camino correcto.
La calle se va abriendo y abriendo hasta que de golpe arena, brisa húmeda, un pequeño murmullo lejano que llega lamiendo de poco la apacible y desierta orilla. La arena escurridiza se las toma con mis zapatos, obligándome a quitármelos, incluso las medias.
De ahí en adelante sólo el mar y yo, muy poca gente, quizás por la temperatura. Sentir la arena húmeda acariciando mi caminata, respirar, inflar a más no poder los pulmones con brisa salina, fotografiar en mi retina los paisajes. Escuchar bien adentro a los Cronopios “Hermosa ciudad, hermosísima ciudad”.
Casi dos horas siempre caminando en dirección hacia el centro, bordeando la orilla. A veces alguien pasa de mí trotando, apurado. Yo, con pasitos mansos he llegado a la parte rocosa, de aquí en adelante se mezcla playa y piedra, de nuevo a ponerse los zapatos. A partir de acá puedo encontrar muchas otras pequeñas playas, que igual tienen sombrillas, un Café-Bar y claro el "nadador salvador", salvavidas.
Son casi las 12 del medio día, con todo el trayecto caminado me ha entrado un poco el hambre, decido quedarme en la Praia dos Caineiros que es perfecta pues queda junto donde el mar se civiliza y se hace río, el Douro. Allá bien arriba han construido un restaurante con terraza sobre las olas que deja apreciar la indescriptible belleza de esa unión. En una ciudad de vino, nada mejor que un buen blanco con olivas y algo que no pude leer bien y pronunciar en la carta, que al final resultaron ser unos deliciosos garbanzos salteados en aceite. Vino, salud por la vida, por los viajes, por hacerse adulto. No hay lugar aquí para mirar el celular, leer el diario o escuchar música por auriculares, sólo el contacto con aquel hermoso retrato de postal que a uno lo deja extasiado. Las nubes ahora han ahogado por completo al sol, se han entristecido tanto que primero son gotas pequeñas que caen sin tener muchas ganas, después crecen y se hacen más gordas, al final acompañadas de viento. Decido abandonar la terraza y entrar al local vino en mano, el mesero me ofrece enseguida otra mesa pegada a la ventana.
A pesar de la llovizna han llegado nuevos visitantes a la playa, debo decir que no es precisamente un día que invite a tirarse a nadar, primero un señor de notable pancita se acerca tímido a la orilla frotándose las manos, tantea un poco con los pies el agua y decide echarse a nadar, es muy gracioso verlo patalear y bracear sin tregua contra las olas que se obstinan en devolverlo a la tierra y apretarlo un poco contra las rocas, pero el no desiste, al menos no en unos 15 minutos, cuando se da por vencido,  bajo la mirada complaciente de los nadadores salvadores, que tienen una carpa instalada sobre el mirador. Son nada menos que dos Garotiños provistos de un peto amarillo con letras negras en la espalda. El mesero, se acerca a la ventana, justo al lado mío y les hace señas para que pudieran ingresar al local, pues la lluvia ha comenzado a arreciar y el viento no dejar de empujar la débil carpa que los contiene. Los dos no se dejan rogar y vienen corriendo, cubriéndose con un paraguas. El mozo no sólo les ofrece una mesa, sino que les trae el plato del día.
Las gotas de lluvia azotan la ventana y afuera el mar de pronto se ha enojado y golpea con fuerza las rocas haciéndoles saber quién es el que manda. No sé de donde ni cómo uno de los tantos bañeros que aún se encontraban abajo decide de repente dirigirse al agua como desesperado, allá va corriendo, terminando de desvestirse en el camino. Uno de los jóvenes de peto amarillo apenas de observarlo, deja cubierto y plato y sale corriendo agitando los brazos gritando: ¡Senhor, não vá! ¡Senhor, não vá! Pero el hombre ya se metido en el agua, y a pesar que intento ver a donde ha ido a parar, las revoltosas olas lo han tapado por completo y no intentan devolverlo como hicieron con el otro señor. El otro muchacho también deja su asiento y sale corriendo, mientras le indica al mozo que pida auxilio. A estas alturas el muchacho que primero llegó a la orilla sin dudarlo también se ha lanzado al mar y a el igual las olas de inmediato se lo han tragado, durante unos segundos consigo observar parte de su cabeza que sobresale al agua. Llueve.

Interminables momentos después, la sirena de la ambulancia anuncia que ha llegado. Los paramédicos bajan a la playa donde se ha agolpado ahora mucha gente que trata de contener al único nadador salvador que aún no ha podido lanzarse. Las olas vuelven una y otra vez con tremenda fuerza y altura, que algunas a pesar de que el Restaurante está a muchos metros de distancia sobre la playa, logran golpear la ventana detrás de la que me encuentro. De pronto, a unos cuarenta minutos parece que a las nubes les parece demasiado y deja súbitamente de llover.

Horas más tarde ya casi se está a obscuras, aparte de los paramédicos han llegado otros nadadores salvadores buzos en un par de barcazas; y hasta un helicóptero sobrevuela la zona, todavía intentan localizar a los dos hombres que el mar aún no ha querido devolver.