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sábado, 28 de diciembre de 2019


El angelito

Hoy por la mañana, me dí cuenta que las cubiertas de algunos de mis libros en el estante habían estado cultivando una doble capa de polvo. Con un frenesí de querer acabar de poner órden de inmediato, dejé de lado el desayuno y me puse a limpiar. Justo arriba del estante, por mera casualidad tengo dos pequeños angelitos. Uno, de cerámica, con su cara sonrosada y alitas doradas, fue un regalo de un amigo durante mi primer año en Alemania. El otro, de porcelana, es todo blanco, está sentado tomándose de las rodillas, al mismo tiempo que extiende sus alas, más amplias en relación a su cuerpo. Éste angelito también me fue obsequiado. Fue cuando aún teníamos la Sala de oncológicos reservada para los pacientes privados, principalmente para aquellos que solían venir de Rusia, allí por el 2014, antes de que sucediera el conflicto de Crimea. Luego de él amainaron tanto hasta que dejaron de venir. Y aquella Sala terminó cerrándose. Durante las últimas semanas de su funcionamiento, estaba internada una señora. No hablaba ni inglés ni alemán, y según me dijo la traductora, al parecer se comunicaba en un dialecto ruso. Tenía la voz muy suave, pausada, casi musical. Sin duda no era su voz normal, de cuando estaba sana. Era la voz a la que le sometía la enfermedad. Tendría como máximo unos cincuenta años, no más. Había llegado sola para recibir el tratamiento y aparte de la traductora, no se había presentado nadie más a recibir el parte médico. El resultado de la tomografía al finalizar el primer ciclo de quimioterapia no fue alentador, el tumor primario no sólo había aumentado de tamaño, sino que había producido más metástasis durante el tratamiento administrado. Mucho ha avanzado la medicina en tumores como el cáncer de pulmón, pero para lo que aquejaba a la señora, no teníamos reservada una segunda opción. Ella escuchó la noticia, como si ya lo hubiera presentido. Preguntó, cuánto tiempo le quedaba y si éste bastaba para volver a casa. Nadie sabe el tiempo con certeza, lo único que se sabe es que es poco, poquísimo. Nos íbamos a poner en contacto de inmediato con el seguro médico para tramitar lo del traslado. Pasaron los días y el estado de la paciente se agravaba, no era que presentara fiebre o dolor, sino que ella estaba cada vez más débil, más transparente, le costaba cambiar de posición en la cama, casi no podía hablar y cuando lo hacía le salía sólo un susurro. La traductora decía: se quiere morir en casa. El seguro contestó que no enviaría un avión sanitario sino hasta que la paciente estuviera más estable. Pero todos sabíamos que jamás iba a estarlo.
En unas de ésas tardes, alguien tocó suavemente a la puerta de la sala de médicos, se trataba de la paciente. Llevaba ropa de calle, peluca y gruesa capa de maquillaje. Iba acompañada por la traductora que era la que empujaba la silla de ruedas. La paciente me miró sin decir una palabra, al cabo de unos instantes rebuscó algo en uno de sus bolsillos e hizo el además de querer alcanzármelo, sonriendo tímidamente. Cuando me agaché, me tomó de las manos, apretándomelas por unos segundos y depositó en ellas un pequeño objeto. Permanecimos en silencio hasta que la silla de ruedas giró, dirigiéndose al ascensor, desapareciendo en él.
Mi jefe llamó preocupado una hora más tarde. La paciente había sido vista fuera del hospital mientras se subía a un taxi, que si yo sabía algo, que había de inmediato reportarlo al seguro, además de dar aviso a la policía por fuga de paciente, que lo documentara todo en la historia clínica y otras cosas por el estilo. Yo lo escuchaba sin responder nada, observaba al angelito frente a mí sobre la mesa, sentado allí tranquilo tomándose de las rodillas con las alas extendidas.


martes, 24 de diciembre de 2019


Un puente sobre Budapest

El concierto en el Jazz Club resultó exactamente como me lo había imaginado. El grupo Equinox brindó una magnífica e inolvidable performance. Incluso se me ubicó en una mesa, sin haber tenido que reservarla con antelación. Durante el concierto, que terminó un poco más allá de la medianoche, pude disfrutar de un Gin (Heindricks) Tonic con una rodaja de pepino. Ésto último, gracias al amable mesero que a pesar de mi terrible inglés fué capaz de comprenderme.
El Jazz Club quedaba cerca del Parlamento. Mi hotel también, pero a mí no me gusta la idea de acostarme temprano o dormir hasta tarde cuando estoy de vacaciones. Así que decidí tomar el tranvía número 6 en dirección a Buda y planeé bajarme apenas haber cruzado el puente. Así lo hice. A ésas horas, si bien el tranvía estaba concurrido, no habían turistas a la redonda. Los pasajeros iban en silencio, como pude observar, se comportan generalmente los húngaros.
La vista de la ciudad sobre la otra vera del Danubio era espectacular. Permanecí allí por varios minutos observando, a pesar del frío húmedo de diciembre. Intentaba memorizar para más adelante, todos aquellos preciosos detalles; los contornos de los edificios parecían surreales con la iluminación de fondo. La calle cerca del puente estaba completamente desierta, a mí no me importó, me sentía segura, quizás fuera que el alcohol me hacía sentir algo de su omnipotencia.
Cuando mis mejillas y los dedos de mis manos y pies comenzaron a presentar ligeros síntomas de dolor a causa del frío, fué que me animé a hacer el camino de regreso cruzando el puente. Intencionalmente elegí el camino a pie. El paseo fue magnífico. Me quedé absorta en medio del río contemplando ambos lados. La Torre de los Pescadores y el Palacio Buda a la derecha, el Parlamento y las torres de las iglesias múltiples resaltando a la izquierda. Un completo silencio se había apoderado de la noche.
Decidí retomar mi camino y volver al hotel cuando el ruido de un motor que se aproximaba, hizo voltearme. Algo que se pudiera llamar instinto me llevó a ocultarme en uno de los balconcitos que poseía el puente. Sólo unos instantes bastaron para que un auto se estacionara súbitamente unos pocos metros desde donde yo me encontraba. Una persona corpulenta descendió rápidamente desde el volante, abrió la puerta que daba al asiento trasero y sacó de el a rastras a una figura más pequeña, que no se movía, parecía estar inconsciente o quizás algo peor. Sin lugar a dudas era una mujer. Ella, la mujer, era muy pequeña.
Por un momento no podía creer lo que estaba pasando, mi primera reacción fue pensar que yo pudiera estar malinterpretando la situación. Así que me quedé quieta en las sombras, oculta y en silencio. Sólo bastaron unos instantes hasta que la figura, que ahora podía ver clararamente, se trataba de un hombre continuara jalando cada vez más y más a la mujer hasta aproximarla tanto a la varanda que no cabía duda que estaba preparándose para soltarla y dejarla caer al río.
Fue ahí que intempestivamente reaccioné y salí de mi escondite agitando los brazos a tiempo que estaba gritando: ¡Suéltela, qué hace, pero... déjela! El hombre enseguida la soltó, depositándola sobre el piso, luego se volvió hacia mí sin dar muestras de estar sorprendido. En ése momento caí en cuenta que la mujer que parecía estar siendo arrastrada, se incorporó de inmediato sacudiéndose enérgicamente las ropas, mirándome y murmurando algo en un idioma extraño. 
Me puse a correr lo más rápido que pude, intentando escapar y alcanzar la otra orilla, pero el hombre fue más veloz, me alcanzó enseguida sujetándome de los brazos. Yo intenté defenderme, huir, gritar en vano pidiendo ayuda. Él me agarró por el cuello, haciéndose de mi chalina comenzó a apretarla más y más hasta que yo sentí que el cuerpo ya no me obedecía. Entonces me arrastró de vuelta en dirección al auto. Lo último que llegué a escuchar, fue a lo lejos el chirrido del tranvía que comenzaba a entrar de nuevo en el puente en dirección a Pest.

sábado, 7 de diciembre de 2019


La Torre del Campanario

Red camina tambaleante tratando de esquivar botellas vacías de vino y cerveza desparramadas por el piso de la cocina. Su cuerpo se balancea apenas, abotagado y lánguido, como le había quedado la mandíbula aquella vez que tuvieron que extraerle una muela. Levanta con esfuerzo los brazos e intenta estirarlos, pero éstos tardan más de lo acostumbrado en hacerle caso. ¡Maldita sea! Piensa, de pie frente a la puerta abierta de la heladera donde no ha quedado nada para beber, ni cola ni jugo, sólo una botella de vino verde sin abrir, apenas la ve, enseguida hace un gesto involuntario de asco, pues su estómago le avisa que ésta mañana no piensa tolerar, ni siquiera de lejos un gramo más de alcohol. No le queda más remedio que acercarse al grifo, abrirlo y tomar de él como si acabara de volver de una larga peregrinación por el desierto.
En el domitorio de al lado observa que Vincent y Jöerg duermen aún apacibles. A él le parece que desperdiciar un día como éste, uno de los últimos de su vacación, no es algo que deba hacerse, así que se viste rápido sin darse tiempo de arrepentirse, mete un par de cosas en su mochila, sale al patio donde están estacionadas tres bicicletas, toma una de ellas y parte.
La casa que han alquilado está situada en el centro mismo de Vila Adentro, el casco viejo de Faro en la región de Portuguesa de Algarve, desde aquí hasta la playa serán unos quince kilómetros, calcula. Se monta en la bicicleta y a los pocos metros el zarandeo de trajinar sobre la calle empedrada y la brisa fresca de la mañana que suavemente le acomoda el pelo, le hacen sentirse más despejado. Pedalea tranquilo sobre la avenida que se interrumpe a la altura de la estación de trenes; aquí se ve obligado a detenerse, pues la señal de no pasar desciende desde ambos lados, a la vez que comienza a sonar la campanilla insistente que anuncia que un tren está llegando.
Un sentimiento inesperado de aventura le hace pedalear de repente hacia la puerta principal de la estación, donde comprueba que efectivamente en la vía principal está arribando en ésos momentos, desde el norte una ruidosa locomotora.
Faro no es una ciudad grande, la estación es también pequeña y a estas horas está casi desierta, sólo un par de sujetos que se han tendido a dormir en los asientos.
Una mujer de grandes anteojos ensimismada en un crucigrama, está al mando de la boletería.
-Un boleto por favor, ordena Red, primero en alemán, pero enseguida lo corrige al inglés.
-¿Para dónde? Contesta la mujer sin mirarlo, concentrándose aún más en el cuadernillo que tiene entre sus manos.
-Para ése tren, señala apurado, al que acaba de estacionarse afuera y se puede ver desde la ventanilla.
La mujer levanta la vista y responde. Bien, ¿Hasta dónde?
-No sé… hasta donde vaya…, que sea ida y vuelta.
-Hasta el fin de línea son seis euros ida, más seis… doce euros.
Red le alcanza un billete de veinte, a tiempo que la locomotora se pone de nuevo en marcha. Extiende la mano moviéndola impaciente por debajo del hueco de la ventanilla sin perder de vista el tren, como si bastara para retenerlo, observa que la mujer lentamente imprime un boleto y abre la caja con desgano.  Él quiere pedirle que por favor se dé prisa, pero no se anima. Ésta que debió ser pésima en matemáticas en sus años de escuela, cuenta una y otra vez y en cámara lenta las monedas que ha de devolverle, mientras Red ansía de una vez salir corriendo. Al fin ella lo mira y anuncia: tren regional número 125, parte de la vía uno rumbo a…, esto último el no comprende bien pero no le importa, espera que ella le alcance el boleto y no espera al cambio y vuela más que corre en dirección a la  plataforma, alcanzando a subirse al tren, bicicleta en hombro, segundos antes de que éste reanude su viaje.
Lo ha logrado, tiene el ánimo más optimista que nunca, recorre tranquilo los vagones vacíos en busca del furgón dispuesto a viajantes con bicicleta y como no lo encuentra, la coloca de un costado al lado de la puerta. 
Se ubica en uno de los asientos, observa que alguien se ha ensañado con las ventanas del costado izquierdo del tren cubriéndolas en toda su extensión de graffitis.  Se levanta curioso y mira en el vagón contiguo observando lo mismo, vuelve para atrás y mira en el siguiente e igual, todas las ventanas están cubiertas de graffitis. No le queda más remedio que regresar y sentarse del lado que está despejado, que le hace ver un verde paisaje monótono, cubierto de árboles cargados de naranjos pero que al principio le parecen agradables y al cabo de unos minutos no tienen nada más de interesante.
Red quiere saber qué habrá del otro lado de la ventana cubierta por los graffitis, observa insistentemente hasta encontrar que ha quedado un espacio entre los garabatos, uno bien pequeño pero suficiente para arrimar un ojo y poder atisbar a través de él. El paisaje de éste lado no difiere tanto del otro, está igualmente cubierto de árboles y arbustos hasta donde alcanza la vista y cuando se ha convencido de que es una pérdida de tiempo, a lo lejos se le insinúa algo que resplandece bañado por el sol, parece ser piensa y después está seguro: la torre de un campanario.
En ése momento un controlador bien uniformado saluda amable y dice algo en portugués, él se vuelve y automáticamente le extiende el pasaje mientras que en palabras sueltas y señas le pregunta cómo se llama ese pueblo, del cual a lo lejos se divisa el campanario, el hombre mira a la ventana cubierta de graffitis, mueve desanimado la cabeza y dice algo así como que mal está en pintarrajear un tren de ésa manera, después le agujerea el boleto, se lo devuelve y pasa de vagón si hacerle mucho caso.
Red saca el celular y busca su ubicación en el mapa, confirmando que el pueblo más próximo en el trayecto que sigue el tren es Albufeira, pero no hay otro caserío grande del que el buscador de Internet tenga idea o pueda aportarle alguna información. Decide que debe bajar a ver de qué se trata, se acerca a la puerta, donde en la parte superior está pegado un cartel con el trayecto del tren, pero entre Faro y Albufeira, no hay estación alguna donde éste se detenga. Pensando qué hacer, no se resigna a mirar tranquilo los pacíficos campos de naranjos, que se repiten sin cesar a la derecha. Él desea tener aventura, hacer algo diferente y desconocido.
Unos veinte minutos más tarde el tren ingresa a la estación de Albufeira, él se baja de un salto, se monta de nuevo en su bicicleta y decide hacer el trayecto inverso en busca del lugar donde había visto aquella torre. Tiene un plan sencillo, sólo tiene que pedalear siguiendo la carretera que acompaña a las vías del tren pero en sentido contrario. Infelizmente para él es más fácil decirlo que lograrlo, pues lo que parecía ser un buen plan y en otras circunstancias sin duda hubiera funcionado, se ve enseguida truncado. El camino principal al salir Albufeira se bifurca en varios otros, penetrando en las plantaciones, desviándose completamente del trayecto que lleva el tren.
El recuerdo de ése campanario lo deja intranquilo y hace que se pregunte ¿De qué pueblo será? ¿Y por qué no aparecerá en el mapa? Resuelve que debe ir a averiguarlo, se baja de la bicicleta y la esconde a un lado del camino cubriéndola de arbustos.
Red continúa a pie por medio de las vías, camina con ahínco durante más de una hora, hasta que la consigue ver, allá está, dibujándose en lo alto de una colina, una graciosa campana protegida por una construcción rectangular blanquecina. Avanza en ésa dirección alejándose de las vías del tren, comprobando a ratos que la torrecilla continúa allí, pero mientras más crece en Red la urgencia de llegar a ella, ésta parece hacerse más inalcanzable.
El sol de la tarde pega fuerte y él tiene mucha sed y hambre, decide tomarse un descanso. Se sienta sobre su mochila a la sombra de un árbol colmado de naranjas, toma del suelo la que está más cerca, la amasa entre sus manos hasta hacerla flácida como un globo lleno de agua, le hace un agujerito y aprieta, obteniendo de la fruta un líquido refrescante, ácido pero a la vez dulce, repite la operación una y otra vez hasta quedar satisfecho.
Cuando el sol de la tarde comienza a caer él está llegando a una quebrada de piedras redondas, corrientes mansas y cristalinas. Elige una roca enorme y lisa sobre la cual se sienta, quitándose las zapatillas y las medias, sumerge un pie, después el otro en el agua. 
Le parece raro que nadie le haya llamado por teléfono, preguntando dónde andaba, saca de su bolsillo el celular y se encuentra cara a cara con una pantalla sin vida, aprieta con desgano un par de teclas, sin lograr efecto alguno. No se da cuenta que un poco más allá de donde está sentado, yace una parte de un envejecido letrero de madera, que aún sobresale entre los arbustos salvajes y advierte “Peligro, no cruzar”, también parece estar escrito el motivo, pero ha quedado ilegible y semienterrado.
Mira en dirección del camino que se muestra empinado, le parece que tardará un poco más de lo pensado en llegar hasta donde debería encontrarse el campanario. Hubiera querido tener un plan B, pero no lo tiene. Ahora no le queda más remedio que subir, seguramente ésta noche deberá quedarse a dormir en el pueblo, lo cual no le preocupa, pues lleva dinero suficiente en la billetera.
Ya el sol se está perdiendo cuando llega a lo que sin duda había sido en su momento una importante aldea medieval, pues conserva aún sus muros gruesos de piedra, cuya puerta, ahora en ruinas está totalmente obstruida por matorrales. Se acuerda de que con su familia había visitado hace algunos años el norte de Italia y que poblados como éste suelen tener varias puertas de acceso, y efectivamente a metros más allá, rodeando la muralla encuentra otra, que tiene aún las cadenas macizas oxidándose a ambos lados de las columnas.
Una estrecha calle de tierra comienza desde acá; a un costado de ella yace un perro flaquísimo que seguramente estuvo dormitando y le muestra perezoso su quijada de dientes, luego se pone de patas, se sacude, perdiéndose a trote en otra callejuela.
Conforme va avanzando no logra ver a nadie, las edificaciones son irregulares y angostas, la mayoría de dos plantas, con ventanas pequeñas de persianas bajas. 
De repente observa, allá en medio de lo que parece ser la plaza principal se alza una construcción que contrasta en lo absoluto con la sencillez del pueblo. Sus regias paredes están cuidadosamente talladas en piedra, una maciza puerta de madera con incrustaciones doradas yace debajo de un arco de medio punto perfectamente delineado, con una precisión que le deja sin habla, coronada por una torre que luce un magnífico campanario dorado. 
Sube despacio las escalinatas en dirección a la puerta principal, es tanta su emoción que se olvida de que le duelen los pies y a momentos se le acalambran las piernas. Acaricia suavemente los muros tallados en piedra que lucen graciosas figuras de frutas y animales exóticos. La parte interna del umbral conserva antiguos azulejos con motivos varios, los cuales todavía sorprendentemente se encuentran en buen estado. Se acuerda haber leído que representaciones como ésas suelen contar mucho más de lo que está escrito en los libros, retratan a conciencia la vida de las gentes que han vivido hace tanto.
Observa detenidamene el que está más cerca, donde dos mujeres de vestidos largos sostienen por ambos brazos a una figura arrodillada que mantiene la cabeza gacha sometida con un lazo que una tercera mujer está sujetando; en el siguiente un grupo de personas están al pie de una escalinata señalando algo que al principio no logra distinguirse por completo, continúa observando y descubre la figura de un hombre, cuyo cuerpo sin vida que está colgando de un umbral que le es extrañamente familiar. Se acerca más para confirmarlo y con horror descubre que la representación fué hecha precisamente en el lugar donde él está parado. Mira para arriba y puede constatar una especie de viga clavada en el centro del umbral, de la cual aún cuelga una soga inconfudiblemente enlazada. 
Todavía no se ha recuperado de la impresión cuando unos murmullos inentendibles lo hacen volverse.
Desde el extremo de la calle y bajando por las callejuelas de los costados vienen juntándose las sombras de un grupo de gentes, que armados de palos, machetes y horcas, avanzan lentamente con la mirada fija en dirección hacia él.

jueves, 28 de noviembre de 2019


El Cocodrilo

Aquí, en ésta iglesia, dice enfático el guía, deteniéndose frente a una antigua construcción de piedra y cúpula de ladrillo desgastado, se dice que está escondido un cocodrilo y al oír nuestras risitas escépticas, continúa, pero sí, aquí mismo. Se dice, lo encontraron momificado allá abajo, ¿lo ven? apuntando hacia el final de la calle, en medio de lo que entonces era un arenal, allá más o menos a finales de 1800, después, lo adornaron, al cocodrilo, y se lo ofrecieron devotamente a la Virgen María. Se dice que incluso hasta hace unos cincuenta y tantos años, todavía se lo podía ver tendido a los pies de la Virgen...
-¿Y ahora? ¿Ya no se lo puede ver? Pregunta Javier, demostrando por primera vez interés en el recorrido, al que nos habíamos anotado porque también asistía una chica que él estaba intentando conquistar, sin mucho éxito.
-No, no está más..., está la Virgen, pero el cocodrilo ya no.
-Y, ¿dónde está? Insiste Javier.
-La teoría oficial dice que fue hurtado, aunque más bien circula bien por lo bajo otra, que a mí me gusta más.
-¿Cuál? Continúa Javier sin la intención de dejar el asunto.
-Que los curas cansados de la gente que sólo venía a verlo a él, mandaron a retirarlo. Responde el guía.
-Pero ¿No es pecado quitarle una ofrenda a la Virgen?, dice una señora, persignándose.
-Pues sí, por lo cual se dice que aún sigue adentro, añade el guía dándose aires de misterio.
-¿Aquí? ¿En la Iglesia? Se sorprende Javier.
-Si. Como le fue ofrendado a la Virgen, lo natural es creer que no ha podido abandonar el edificio y tratándose de un bien histórico y religioso, seguro estará en uno de los depósitos subterráneos. Además… el guía hace una pausa, achicando su ojo izquierdo, con lentísimos movimientos de cabeza, como no queriendo soltar una confidencia.
-¿Además? Javier, acercándose aún más.
-Bueno, dicen, el cocodrilo era uno de ésos ejemplares grandes con una enorme mandíbula, y dibuja con sus brazos una terrible bocaza, a tiempo que los ojos de Javier también se le agigantan, la gente creyente de aquella época le llenó la panza de joyas, oro y toda clase de ofrendas de valor. Pero les repito es lo que dicen, de eso no hay ninguna constancia. Bueno, si no hay más preguntas, seguiremos ahora hacia la derecha, levanta su paraguas blanco indicando que lo sigamos.
-¿Lo escuchaste? Pregunta Javier, dirigiéndome una de ésas miradas que suele hacerme antes de que nos metamos en problemas.
-Sí, lo escuché, le respondo.
-¿Y? Añade el anhelante.
-¿Cómo que y...?
-¿Qué piensas? Frotándose las manos.
-Déjate de joder, te conozco.
-Imagínate si de verdad,  y todavía se encuentra allá abajo…
-Mi-tos y le-yen-das de Ma-drid, acuérdate, estamos en el Tour de mitos y leyendas.
-Precisamente por eso, la gente no cree que sea verdad, seguro que a nadie hasta ahora se le ha ocurrido buscarlo...
-¡Pues a nosotros tampoco! Digo incrédulo.
-Felipe ¡Si lo encontráramos!
Siguen en la ruta un par de iglesias más, fuentes de agua encantadas y una esquina embrujada, pero Javier no es de olvidar fácilmente. Al final del Tour, decidimos ir al Mercado de San Miguel a tomarnos unas cervezas, el no desaprovecha el momento para volver con el tema.
-Todo lo que podríamos hacer, si lo encontráramos… dice con ojos codiciosos.
-Encontrarle ¿A quién? Pregunto un tanto aburrido.
-Dale, no me tomes el pelo, ¿estamos?
-Ya te lo dije, ni pensarlo.
-Serían sólo unas horas… eso, de bajar a buscarlo…
-¡Claro! Y vos piensas que los curas nos abrirán la puerta y dirán, pasen, pasen, señores directo al sótano ¡Qué va! Lo miro, escupiendo en mi mano, el carozo de una aceituna.
-Te olvidas… de que es una iglesia, juntando sus manos como suplicando, yo soy muy creyente, ¿sabes?
Durante los próximos días no tengo un minuto más de reposo, Javier no se queda callado, volviendo una y otra vez sobre el tema. Quizás olvidé mencionar que él y yo compartimos una pieza en el barrio de Lavapiés. Dormimos en una cucheta de dos pisos, así que es inevitable no escucharlo.
Una noche, mientras él se acaba de quedar dormido hablando de lo mismo, comienzo a pensar si en verdad es tan mala la idea. Como ya no puedo conciliar el sueño, me levanto y ya en la madrugada me encuentro buscando febrilmente en Internet información sobre la red de túneles que conectan el casco viejo de Madrid. ¡Increíble! Pero parece, aún quedan varios de ellos: pasajes ocultos, entre farmacias, conventos y colegios, incluso algunos llegan al Palacio Real.
Es más, encuentro un artículo, fechado no hace muchos años que asegura, que un día dos niños se metieron por un agujero en el suelo, jugando allá en los Jardines Reales, estuvieron perdidos el día entero, apareciendo recién por la noche, en el sótano de una casa en la Calle de los Cuchilleros. Debido a eso, tiempo después el ayuntamiento ordenó verificar, no quedara hueco alguno en los Jardines Reales y los que se encontraron, ahí mismo fueron sellados.
Pero, ¿qué pasaría si de verdad lo encontráramos? Comienzo a pensar hipotéticamente. Naturalmente podríamos tomarlo, sin que nadie lo supiera, ¿acaso no fueron los mismos curas que dijeron que el cocodrilo sido robado?
Javier al final de la semana, ya anda con otros planes, la chica ésa del Tour le ha dado bola y él se está enamorando de nuevo, olvidando su idea de cazador de tesoros amateur por completo.
Pero no tengo más que contarle los progresos de lo investigado y el interés por encontrar al cocodrilo le vuelve en el acto. Comenzamos a estudiar los horarios en los que la iglesia está abierta al público. Por motivos que no importan, lo está sólo para la misa de los domingos, de diez a doce de la mañana y bodas y bautismos programados.
Yo consigo un libro de planos originales de edificios antiguos en la biblioteca de la Facultad y entre éstos, para mi asombro, están también los de la iglesia. Le sacamos fotocopia.
Dos domingos más tarde, a las diez de la mañana, mientras las campanas llaman a misa, estamos ingresando a ella cargados de nuestras mochilas. La verdad, hallar una puerta que nos conduzca al sótano, es más fácil de lo imaginado. Nadie parece reparar en nosotros, pues la iglesia éste día no dá más abasto. La diminuta entrada de madera al final de una escalinata de piedra, está asegurada con un gran candado oxidado. Ningún reto para Javier, un clic aquí y otro allá, luego me muestra airoso el fruto de su trabajo. Pero la puerta ha debido estar demasiado tiempo cerrada, pues a pesar de que la empujamos entre los dos, no se mueve, parece haberse soldado a sus postigos. Estamos así varios minutos más tratando, cuando se nos dá y la abrimos.
El sótano oscuro, parece estar labrado en la roca, o al menos eso me parece al alumbrarlo con mi linterna. Comienzo el descenso, contradiciendo a Javier que insiste en ser el primero. Bajo despacio y enseguida se releva una superficie de tierra arenosa, la palpo, está un tanto húmeda.
Revisamos el mapa y parece ser que éste es el último recinto que figura. No está vacío, comenzamos a hurgar entre sillas desvencijadas, un colchón, viejos baúles conteniendo cosas inútiles, nada parecido en lo más mínimo a nuestro cocodrilo.
Decidimos, entonces, buscar en las paredes, estamos así un largo rato y nos parece encontrarlo, detrás de una heladera antigua, está camuflada una entrada o salida, como se quiera llamarlo. Se trata de un túnel, la luz de nuestras linternas apenas alumbran el recorrido, que a momentos se hace tan estrecho  que sólo podemos pasar poniéndonos de costado. Llevamos avanzando un buen rato, cuando me detengo y miro el reloj, hace más o menos quince minutos que habíamos bajado. Hasta aquí, no hay rastros de ninguna cosa interesante, ni siquiera sabemos si el túnel en el que estamos nos conducirá a alguna parte.
-Javier, me parece que debemos volver, le digo.
-¡Ni pensarlo! Ya estamos acá…
-Pasó cuarto de hora…
-¡Dale Felipe! Sólo un rato más.
-Donde quiera que estemos, no estamos más debajo de la iglesia… ¿Lo entiendes? Tenemos que regresar y buscar por otro lado.
-¡No pienso volver! Ésa era la única entrada. Dice el testarudo.
-Debemos volver y revisar bien las paredes del túnel al comienzo, quizás exista algo…
Si, claro! Tú, el dueño de la razón ¡Déjame Javier, bajo yo primero! ¡No, Javier! Esto no, sino aquello. Pero ahora no ¡No volveré!
-¡Qué te pasa, Javier!  No comprendo por qué es tan terco.
-No ¡Estoy cansado, harto estoy! Anda, dale ¡Vuelve! ¡Yo lo encontraré! No sé por qué creí… ¡Bah! Pasa al lado mío, apretujándose.
-Pero, ¿entendiste lo que dije hace un rato? Ya no estamos debajo de la iglesia, nos estamos alejando...
-¡Déjame en paz! Responde él.
-¡Javier! Escucha, queremos encontrar el cocodrilo ¿Cierto? Pues estoy seguro, éste no puede ser el camino. Añado convencido.
El no hace caso, se aleja tan rápido que sólo en unos instantes pierdo el halo de su linterna. Sé que no debo seguirle, estaremos los dos perdidos, pero tampoco puedo dejarlo sólo, después de todo, no soy de los que escapan. Además, tiene un poco de razón y finalmente fuí yo el que decidió encarar el plan, cuando él casi lo tenía olvidado. Los niños, lo decía el Internet, aparecieron más tarde en la Calle de los Cuchilleros ¿Cierto? Pues nosotros también, seguro saldremos en otro lado, y si bien no habremos encontrado al cocodrilo, al menos podremos contar la anécdota.
Maldigo a Javier, me hace hacer cosas, que yo sólo nunca las haría, lo cual me convierte en un perfecto estúpido… llano, voluble, influenciable.
El túnel continúa siendo uno, aunque se tuerce, se encorva, parece terminar pero vuelve a empezar, a momentos se estrecha más y más y amenaza con no permitirme pasar. No se escucha nada, ahora me parecería celestial oír algo, lo que sea, incluso los chillidos de las ratas. La luz de mi linterna comienza a titilar, me detengo, deben ser las pilas. ¡Ey Javier! ¿Me escuchas? ¡Javier! El túnel es el único que me devuelve respuesta. O él, Javier no me oye, o simplemente prefiere no contestarme. ¡Ey Javier! Soy yo, ¡espérame! Allá voy ¡Espera!
Según mi reloj, bajamos hace como una hora, he recorrido el túnel lo más rápido que he podido. Comienzo a pensar que él debe haber encontrado otra salida en algún lugar de la pared, que seguramente a mí pasó inadvertida. Conforme voy avanzando el piso va haciéndose lodoso y el aire intensamente pesado, húmedo. Decido hacer una pausa, necesito reflexionar, a estas alturas no sé si es mejor seguir o retornar. Tengo sed ¡Qué tonto soy por Dios! Descender hasta aquí siguiendo los dichos de un guía que nos estaba contando una leyenda ¡Una leyenda! ¡Soy un verdadero…!
Unos ecos de lo que parecen ser gritos apagados, resuenan en algún lugar ¡Javier! ¡Ey, Javier! ¿Me escuchas? ¡Soy yo!, respondo en seguida, retomando el estrecho camino que metros más adelante se va ensanchando, llegando a una especie de cueva amplia de paredes altas y piso terriblemente resbaladizo. ¡Allá voy Javier! A una decena de metros me tropiezo primero con una botella de agua, más allá un zapato y luego una linterna que ya no alumbra. Avanzo un poco más tanteando el piso y percibo que a metros de mí algo se mueve, alumbro en ésa dirección mientras me acerco: es Javier, que yace tendido boca arriba, tiene los ojos abiertos a más no poder, jadeando dificultosamente. 
-¡Javier! Estarás bien, ¿me oyes? No te preocupes ¡Saldremos de aquí! Lo palpo, tiene las ropas completamente mojadas y tirita de frío. Me quito el chaleco e intento cubrirlo.
-¡Lo encontré! ¡Lo encontramos! Dice en un susurro.
-¿Qué dices Javier? Tranquilo…
-¡Lo hicimos Felipe! El cocodrilo…
-¿El cocodrilo?… pregunto, mientras intento calmarlo. 
-¡Lo ví! ¡Yo lo ví! Dice él convencido.
-Pero ¡Qué! Estás…
-¡No me lo vas a creer! Se fue por allá...

Acompaño su gesto y un muñón deforme, en lugar de lo que antes había sido su brazo derecho, del cual cuelgan aún piel y tejidos desgarrados, me señala un lugar en la oscuridad, desde donde proviene un murmullo de agua, goteando en alguna parte de éste mundo subterráneo.


domingo, 17 de noviembre de 2019


Tragedia en tres tiempos

El Jardín Real aquella noche, estaba vestido de gala. Desde ahí partían las luces que iluminaban la fachada del Teatro del Príncipe, ubicada en frente. La gente, engalanada para la ocasión, la première de la Ópera Roberto Deveroux que abría la temporada, se paseaba conversando animadamente minutos antes de permitirse el ingreso.
A la entrada del Teatro, se nos ofrecía el programa de la noche y una copa de espumante. Adentro todo brillaba en tonos oro y bordó. Yo me decidí sólo por el programa y aproveché el tiempo para recorrer el interior del edificio hasta el cuarto piso, para luego volver a la planta baja.
Había reservado mi butaca en una de las primeras filas de la platea, sólo a unos metros de la orquesta. Me acomodé, programa en mano y me dispuse a leer el argumento. A los pocos minutos, un señor de regia corbata de moño interrumpió mi lectura, pidiendo permiso para pasar y ubicarse dos butacas más a la izquierda, donde, encima del asiento yacía un foulard de caballero. Al llegar lo levantó algo extrañado, después miró por debajo del asiento, como buscando algo por adelante, por atrás, sin conseguir encontrarlo.
-¡Señorita, señorita! Venga de inmediato, le ordenó a la mujer joven, que vestía un traje negro, el uniforme de los que ésa noche ayudaban en la acomodación.
-¿Sí, señor? ¿Le puedo ayudar en algo? Dijo ella, acercándose servicial.
-¡Me han robado! Respondió él.
-¡Cómo! ¡Qué es lo que dice!
-Le repito, me han robado, continuó el hombre, mirándome directamente sin intentar disimularlo.
-No, no puede ser, ¿está seguro? Dijo sorprendida la acomodadora.
-Si, completamente. Acusó aquel.
-Dígame, ¿qué es lo que le fue sustraído?
-El programa, dijo solemne, que yo dejé aquí mismo, antes de ir al baño.
-¡Cómo! Hágame el favor, respondió aliviada su interlocutora, pensé que se trataba de...
-Un robo es un robo, interrumpió aquel hombre, clavando sus ojos en el programa que yo sostenía en las manos.
-Espere, tranquilizó la mujer, no se preocupe, enseguida le traigo otro.
-No, deje..., rechazó él despectivo, iré yo mismo, pero ésta vez me llevaré el chal, por si acaso...
-Pero, ¿qué es lo que está Ud. insinuando? La voz de una señora mayor, que habiendo estado sentada dos filas atrás, se dió por aludida.
-No insinúo nada, respondió el hombre, lo afirmo: me han robado. No se puede hacer nada en estos tiempos, desde que los extranjeros han comenzado a llegar en masa. 
Yo continué allí sentada, como si no escuchara mi mirada nada.
-Pero, ¡Cómo se atreve a decir semejante cosa! Se indignó la acomodadora.
-Pues, le llegará a quien deba llegarle. Respondió el tipo.
-Mire que yo también soy extranjera, respondió aquella, y no me gusta el tono en el que Ud. está hablando.
Entretanto la señora de dos filas atrás, se había acercado imperceptible cartera en mano, amenazante. Cuando me percaté ya se había ubicado en la fila posterior, directamente detrás de aquel hombre.
-Repita, lo que acaba de decir, en mi delante. Le increpó la señora ¡No voy a permitir que se hable mal de los extranjeros! Bajo ninguna circunstancia.
-Mire abuela, vuelva a su asiento, que nadie está hablando con Ud., le respondió aquel, volviéndose enseguida, dándole la espalda.
-¡Abuela! Nadie me llama así, sin mi consentimiento. Replicó aquella indignada y de inmediato comenzó a golpearlo en la espalda con su cartera.
La acomodadora salió disparada, yo creí que a traer ayuda. Mientras que la señora, que de lejos se notaba que físicamente estaba bien entrenaba, no paraba de propinar golpes. El hombre intentó hablar, defendiéndose al mismo tiempo. Se dió vuelta en dirección a la señora, pero en ése momento comenzó a agarrarse el cuello con ambas manos y segundos después se puso todo colorado. Levantó desesperadamente los brazos para arriba, como tratando de obtener auxilio. La señora, que recién pareció percatarse que algo no andaba bien, paró de golpearlo y se hizo a un lado estupefacta.
Un doctor, necesitamos urgente un doctor!, alertó un hombre de la primera fila.
Mientras el golpeado se arqueaba para atrás, tomándose desesperadamente de la garganta, abría la boca tan grande como una boa a punto de comerse una res y segundos después terminaba desplomándose sobre los asientos.
-¡Rápido, llame a una ambulancia! Dije saltando de mi asiento, dirigiéndome al señor de la primera fila que se acercaba corriendo. Usted y Ud., dirigiéndome a otros dos señores que también habían llegado hasta allí, pero que no se animaban a tomar partido, ayúdeme a levantarlo y llevarlo al pasillo.
Pero entre los tres apenas pudimos moverlo, fue necesario que vengan un cuarto y un quinto y entre todos lo arrastramos, agarrándole de los pies, de los brazos y de donde pudimos, hasta al fin lograr depositarlo en el pasillo de la platea.
Aquel hombre aún tenía pulso, pero no respiraba y se encontraba totalmente cianótico. Todo se sucedió tan rápido, que antes de siquiera considerarlo pedí ayuda hasta lograr semisentarlo y colocándome detrás de él presioné con todas mis fuerzas y varias veces con mis puños cerrados impactando en su epigastrio. Pasaron los segundos sin ningún resultado, seguí insistiendo sin parar hasta que de pronto el hombre hizo una arcada, luego otra, escupiendo después una masa amorfa de color rosa, luego se llevó las manos al cuello tosiendo repetidas veces cual tuberculoso.
Al verlo incorporarse, la gente que se había amontonado a nuestro alrededor comenzó aliviada a vitorear entre risas e instantes más tarde todo el teatro se llenaba de bravos y aplausos.
En ése momento miré para arriba y el público de los palcos superiores aplaudía de pie enérgicamente y sin ánimo de parar, como si de pronto la première en el Teatro del Príncipe se hubiera adelantado.

sábado, 16 de noviembre de 2019


Sobre los libros de cuentos

Soy una irremediable lectora de cuentos, raramente, con pocas excepciones soporto las novelas. No se trata del ahorro en la extensión sino más bien de la maestría con la que el escritor en muy pocas hojas, logra transmitirnos con claridad un mensaje que integraremos a nuestras vidas, tal cual lo hubiéramos vivido personalmente; una serie de emociones interminable e infinita.
Mi libro de cuentos favorito es Nueve Cuentos de Salinger, lugar que ahí no más van peleando Bestiario de Cortázar, Nadie Encendía las Lámparas de Felisberto Hernández y El Exilio y el Reino de Camus. He releído cada uno de ellos varias veces y más por disfrute que por curiosidad, incluso, con dificultades, en más de un idioma. Pero no hay Lengua en la que Nueve Cuentos nos haga perder siquiera un poquito de entusiasmo; te conquista en español, te seduce en francés, te encanta en alemán y te fascina en inglés. Rotundamente.
Si bien se podría decir que todos los cuentos escritos, reunidos y publicados por un mismo autor en un libro, comparten atmósferas, moralejas, recuerdos, visiones sobre la vida, etc., cada uno de ellos es totalmente independiente del otro, despertando a la vez un tipo diferente de emoción. Así es como concibo yo a un buen libro de cuentos.  
Pero hoy en la mañana, entre un click y otro me fuí metiendo en el universo de libros de cuentos ganadores de certámenes de escritura famosos y recientes. Me gusta de vez en cuando espiar por ésa rendija a la literatura de cuentos contemporánea. Así es que por ejemplo hace un par de años, tuve un encuentro sorprendente con El Matrimonio de los Peces Rojos de Guadalupe Nettel o conmovedor con La Composición de Sal de Magela Baudoin.
Pero, decía, hoy pude percartarme una vez más del crecimiento de un fenómeno que se viene dando durante algunos años, no sabría decir exactamente desde cuándo. Los escritores de cuentos que llamaríamos “profesionales”, han estado reuniendo historias parecidas en un mismo libro, donde a veces incluso el protagonista es el mismo personaje. O que el cuento número dos es la continuación del cuento uno y la antesala del cuento tres y así por el estilo. 
Es más, en un par de entrevistas (a dichos autores) que luego pude ver, se nos recomienda (a los lectores de cuentos) la forma correcta de leer un libro de cuentos, que vendría a ser en el órden en el cual está impreso “para que no se pierda el hilo de libro y la experiencia al terminarlo sea mayor”.
Yo me pregunto ¿Cómo pueden pretender que un libro de cuentos deba ser leído en un órden determinado? ¿No es precisamente el tomarlo y abrirlo al azar en cualquier parte de él, lo que hace que nuestra experiencia sea tan entrañable? Y definitivamente, no se debería escribir una novela, luego separarla en capítulos y pretender que cada uno de ellos sea un cuento. 
Pienso que debemos detenernos a recordar que un cuento es un cuento y una novela es una novela. No se deberían traspasar sus fronteras. Y si bien ambos son propiedad de la narrativa, son tan diferentes entre sí, como lo somos la vecina de al lado y yo.   

jueves, 14 de noviembre de 2019


Aquel día

(Parte I)

 Aquel día no me había levantado necesariamente temprano ni había trazado un plan como suelo hacerlo cuando estoy de vacaciones. Apenas me desperté, percibí que había algo extraño en el ambiente, era como una delgadísima capa de brillo que recubría las cosas en la habitación. Todo se encontraba tranquilo, en una agradable paz, como en un perfecto estado de balance.
No, no era la primera vez que estaba en Cagliari, ni siquiera en el hotel, quizás por ello creía saber lo que me esperaba afuera y no tenía el ánimo agitado, como el que suele arribarme al visitar cualquier ciudad por primera vez.
Tomé una larga ducha, larga significa para mí, algo así como unos cinco minutos, no más; definitivamente no me gusta desperdiciar el agua. Elegí usar aquel vestido azul de lunares blancos, y a pesar de que lo había dejado colgado al llegar, me costó mucho plancharlo.
Luego me peiné, puse mi traje de baño dentro de una bolsa de rafia, una delgada manta de algodón de colores muy fuertes anaranjados y rojos, "L´Exil et le Royaume" de Camus y un sombrero de panamá de color beige.
Salí a la calle y de nuevo aquí pude sentir el equilibrio; no obstante transcurrían coches y personas, de nuevo el fenómeno inexplicable de armonía, incluso a momento de cruzar la calle en Piazza Jenne, cuyas esquinas suelen obligarnos a esperar, ésa mañana la franja a rayas blancas estuvo desierta por breves segundos, suficientes para permitirme llegar sin problemas al otro lado de la vereda.
Bajé despacio por la acera derecha en dirección a la Piazza Matteoti, al llegar a la esquina, casi justo antes de cruzar se encuentra el Café Svizzero. Me senté en una de sus mesitas, la número siete, me puse los anteojos y cuando estaba abriendo mi libro, exactamente en “La Pierre Qui Pousse”, llegó el mesero a tomar mi pedido. Yo le expliqué en un italiano rudimentario que deseaba tomar un café con leche y unos bizcochos, imaginándome mientras, dos bizcochos dobles, uno redondo y otro en forma de corazón, rellenos de mermelada de naranja y espolvoreados con azúcar impalpable. Sonreí de mi ocurrencia y continué con la lectura que había suspendido la tarde anterior.
Minutos más tarde, el mesero acomodaba el pedido sobre la mesa, y sobre el platillo yacían dos bizcochos, no estoy diciendo que eran parecidos, no, eran los mismos que hace unos instantes había imaginado, en tamaño y forma: uno de corazón y otro redondeado, cubiertos con azúcar impalpable, incluso, como lo comprobé enseguida, rellenos de mermelada de naranja.
Después de desayunar tomé el autobús rumbo a Poetto Spiaggia y como nunca, decidí espontáneamente bajarme al comienzo de la playa, pensé que sería buen ejercicio recorrerla en toda su extensión, sus ocho kilómetros de punta a punta.
La Marina Piccola a ésa hora ya estaba repleta, las personas conversaban alto casi gritándose, la mayoría en italiano; los niños corrían alegres chapoteando en el agua, otros fabricaban extrañas edificaciones sobre la arena.
Me saqué los espadriles y avancé hasta tocar el agua con la punta de los pies; desde el primer momento sentí un contacto tibio de arena fina, suave. Comencé a caminar playa arriba. Conforme me iba alejando, La Sella del Diavolo simulaba un enorme lobo marino, bien robusto, reposando tranquilo, abrevando en las aguas saladas del mar.

Continuará...

miércoles, 6 de noviembre de 2019


Antes de la recorrida de Sala

¡Inútiles! Eso son todos ustedes, todos los residentes, incluidos los de tercer año, todos sátrapas... Al final no sé qué es lo que estamos haciendo aquí Vico y yo. Nosotros dos..., éramos cómo dioses allá en el Instituto Modelo, ¡Cómo querían obligar a quedarnos! ¿Te acordás Vico? ¡Ésos eran buenos tiempos! Allá en el Modelo..., sí, éramos jóvenes, qué jóvenes éramos, dos dioses jóvenes, sumalo al Maestro Lloveras que en paz descance. ¡Qué vá!, más que dioses éramos..., nosotros de jóvenes. Ahora tratando día a día ad honorem y sin el más mínimo resultado contagiarles algo a ustedes, de i-no-cu-lar-les un poquito de espíritu médico, de ése fuego sagrado, el fuego sagrado de la medicina del que la Universidad no entiende. Porque con éso se nace, ¡Negro!, se tiene o no se tiene y ustedes manga de mediocres, ¡qué fuego, ni nada! Nada tienen, ¡Médicos melones!, ni siquiera una chispita de todo éso conocen..., y encima ahora me ponen además de residentes, dizque a becarios, “dotores” cómo ésta..., hijita, sí a vos te hablo, vos deberías sentarte en la vereda de la calle, así como hacen los tuyos y ponerte a vender verdura, o más bien ¿por qué no te dedicas a la costura? ¡Eh! Aquí, jugando de mediquita sólo me estás haciendo perder el tiempo..., ¿Qué me controle, Vico? ¿Que me controle? ¿Yo? Pero si estoy de lo más bien ¡Negro!, de lo más tranquilo..., mirá lo tranquilo que estoy... Y sólo estoy diciendo la verdad. Zapatero a tu zapato, dice el refrán, ¿o es que acaso no dice éso? ¿Discriminador, yo, Cayolcito? Cómo te atrevés a decirme éso, vos que ni siquiera deberías atreverte a dirijirme la palabra. Vos..., Cayolcito ¿Qué hacés acá, de residente? Yo creo que deberías andar allá lejos en la Patagonia, bien perdido entre los indios, redactando el diccionario de la lengua Mapuche, tal cual hace hace tu papito. ¿Qué, Vico? ¿Que tenga cuidado con lo que digo? ¿Que Cayolcito es medalla de oro del CEMIC? ¡Pero a mí que me importa! ¡¿Cómo se atreven a hacer estúpidas comparaciones entre el CEMIC y el Hospital de Clínicas?! Si son como el agua y el aceite, nada tienen que ver... Nosotros Vico, tú yo yo somos la vieja escuela o... lo que queda de ella, la escuela de la Medicina Interna, no de la Clínica Médica como la hacen llamar ahora, ¡no!, Me-di-ci-na - In-ter-na ¡Negro! Fijate vos Vico, hoy por la mañana, justo cuando iba saliendo para acá, se atreven a llamarme del juzgado y dicen: debe presentarse a declarar... Caso Lainez-Mujica..., sospecha de mala praxis, dicen, Mala Praxis, ¡lo podés creer Vico! Ni siquiera Latín entienden, pero saben decir: Mala praxis a nosotros, que no hacemos nada más que desvivirnos por los pacientes, por todos, aún por los de PAMI, sobre todo por ellos, aquí en el piso 11 de la gloriosa Cuarta Cátedra de Medicina Interna del Hospital de Clínicas José de San Martín de Buenos Aires. Decime vos Vico, qué mala praxis puede haber en que un paciente con antecedentes clínicos más largo que un rollo completo de papel higiénico, haya fallecido a los 95 años..., no te estoy diciendo a los 21 ni siquiera a los 50, no, falleció a los no-ven-ta y cin-co años, de una falla multiorgánica a consecuencia de la sepsis a punto de partida de una neumonía bilateral, en pleno invierno de Buenos Aires. Ni siquiera falleció en nuestro piso, sino en la Terapia Intensiva. ¡Pero claro! Yo, el Dr. C.C. jefe de Internación de  la cuarta cátedra de Medicina Interna debe presentarse también a declarar, pues la familia Lainez-Mujica le ha hecho el juicio al Servicio de Ambulancias, al Médico de Ambulancia, a la Guardia de Emergencias, a la Sala de Internación, a la Terapia intensiva, a los Interconsultores Privados, summa summarum: juicio a todo el mundo. A todos, Vico. A nosotros que éramos más que dioses, ahora se atreven a acusarnos de criminales. ¿En qué tiempos vivimos? Vico, ¡En qué tiempos! Sí, Vico, ya entendí, que baje un cambio y le agarre el mate a ésta chica..., bueno, venga ése mate... y bizcochitos de grasa, ¿todavía tienen? Qué rico está, el mate, calentito... Y vos hijita, disculpame por todo lo que dije, eso de vender verdura de hace rato..., no era con ésa intención... Yo pienso que si te levantás todos los días como a las cuatro de la mañana y te comés hoja por hoja la decimoquinta edición del Harrison de Medicina Interna, te leés a diario y con devoción todos los artículos de la New England Journal of Medicin, venís acá como lo venís haciendo, bien temprano y te vás como a la media noche, prestás atención en la recorrida de sala y vas cultivando en tu interior el fuego sagrado..., yo creo que tenés alguna posibilidad de colgar un día el título de especialista en la puerta de tu consultorio privado o quizás, si te esforzás más, podrías llegar aún más lejos... ¡Quién sabe hasta dónde podrías llegar!..., lo mismo a vos Cayolcito, y a todos ustedes sacrificados médicos residentes, éste hospital es y seguirá siendo grande gracias a las nuevas generaciones de cerebros argentinos como los suyos, que van forjando mancomunadamente nuestro hospital, no por nada somos el Olimpo de los Dioses..., no por nada nos derivan pacientes desde Tierra de Fuego, no por nada... basta decir “recibido en el Clínicas” y se nos abren las puertas... Bueno, basta de charlas, los pacientes esperan ¡Qué decís Vico! ¿Comenzamos la recorrida? ¿Te parece que hoy comencemos por la sala de inmunocomprometidos? Vení, levantate que vamos yendo, te cuento que anoche apenas dormí, me leí de Pe a Pa el último consenso que publicó la Infectious Diseases Society of America sobre la Neutropenia Febril..., ni sabés las cosas nuevas que dicen, ésos americanos del demonio ¡Vico! ¡Ni sabés!

miércoles, 30 de octubre de 2019


Viaje

Bolivia se levanta a los lados de la carretera a poco de dejar el aeropuerto. Se hace desde el barro, las entrañas de la tierra. Crece en una forma parecida a una casa, dibuja un techo de paja repleto de vinchucas, dibuja incluso diminutas ventanas y luego vuelve a la tierra por el mismo camino en el que vino. Las llamas que aisladas pastan, parecen también una proyección del polvo que baña el altiplano bajando de la montaña. A los lejos las polleras de una chola, pico y pala se afanan, dándole con ahínco al terreno árido intentando en vano robarle chorros de agua. A su lado, el poncho de un anciano se agita con el viento, como una bandera desteñida de colores múltiples; vé pasar el auto y perderse, tan rápido como sus pasados sueños.

El auto prosigue veloz, no descanza. No vamos a entrar en Potosí, anuncia Don Luis, el chófer. Vamos a desviarnos por Puna. Hay que apurarnos, la oposición está bloqueando la carretera principal y puede que eso se extienda. Piden segunda vuelta..., dicen que hubo fraude... en las elecciones... Aunque los letreros a los lados de la autopista dicen: Velocidad máxima 40 kilómetros por hora, Don Luis va tranquilamente a 90. Disminuye un poco si hay una curva, pero al rato acelera y recupera. Va zigzagueando donde está prohibido adelantarse. Parece gustarle ganarle el paso a los camiones, que van también rápido con aires de grandeza.

La planicie parece hacerse eterna, alguno que otro árbol en la lejanía erguido apenas. Arbustos de paja se agitan con viveza, crecen porfiadas incluso por debajo de las piedras. Una delgada y pequeña figura aparece titilando en la distancia, se trata de una niña de pollera y trenzas largas que tiene un aguayo raquítico amarrado en la espalda. En sus manos sostiene una honda y mira en parte a su rebaño y en parte a la carretera, ésto último triste, sin el menor entusiasmo. Ella está ahí, pastoreando cabras y ovejas. Entonces, si ella está ahí en éste horario. ¿Quién está en la escuela?

Como nadie me pide el cinturón de seguridad, dice Don Luis, por eso no funciona. Pero habrá notado que estoy yendo con calma, ¿no?, para que no resienta allá atrás... con los barquinazos. Sonríe por el espejo retrovisor y se muestra amable. Si quiere ir al baño avisa para que se lo pare, añade aunque no hay a la vista edificación alguna.
De rato en rato la carretera hace una pausa, un pequeño desvío. ¡Cuidado! Carretera en reparación. Y en ése sector uniformes fluorescentes de sombreros grandes de ala ancha se mueven cansinos resistiéndole al sol, al lado de camiones cargados de materiales y grúas de construcción. Cholas de abultadas trenzas escapándole a los overoles, que con igual facilidad que los varones van empujando pesadamente carretillas colmadas de escombros. 

El auto no se detiene hasta entrar en Puna, que no es nada más que un pequeño caserío desordenado de calles estrechas. Se pasea obligatoriamente por la plaza que es a la vez una especie de mercado, donde señoras de polleras anchas van ofreciendo pequeñas mercancías junto con ancianos sentados de par en par que interrumpen su conversación para observar el paso del motorizado en un pueblo que conoce bien de burros y caballos, no tanto de autos.
Don Juan mirando su celular anuncia, me dicen por el What's up que el comité cívico está bloqueando el peaje de Cotagaita, le aviso porque no estoy tan seguro de si pasaremos..., así como están las cosas lo veo muy verde que podamos llegar hoy a Tupiza...

La mujer que está sentada en el asiento trasero del auto no niega ni asiente. Siempre supo que Bolivia era pobre, también ella lo era, inmensamente. Ya no lo es. Por detrás de sus anteojos oscuros simula estar durmiendo, está quieta cuando en realidad quiere salir corriendo agitada; está llorando en silencio, cuando quisiera estar gritando a viva voz con los brazos extendidos al viento. Reconocer que en éste momento, aún después de todos los años que distan desde su propia niñez, hay niños bolivianos que siguen rezando, aunque sea por un puñado de mote o pan duro, niños que siguen andando descalzos como si andaran con abarcas de caucho, niños con parásitos comiéndoles el intestino, parásitos que les hacen crecer lentamente el corazón y las entrañas, matándolos silenciosamente, poco a poco a diario..., le duele tanto como si ella, sólo ella fuera la culpable de todo, haciendo que hasta su propia felicidad ahora pareciera  completamente obscena. 
Niños que no van, que no irán a la escuela y se quedarán prendidos, hundidos en la tierra, como una prolongación de la tierra misma, repitiendo una y otra vez, la historia interminable de la pobreza eterna.

Vocabulario:
Vinchuca: Insecto heteróptero de la familia Reduviidae. Es hematófago y considerado uno de los vectores responsables de la transmisión de la enfermedad de Chagas.
Pollera: Falda, prenda femenina con  múltiples pliegues que cae suelta desde la cintura.
Chola: En Bolivia, denominación étnica referida a las mujeres mestizas que portan polleras tradicionales amplias.
Aguayo:  Tejido hecho a mano, utilizado por las mujeres del altiplano de Bolivia y Perú.  
Honda: Palabra quechua que designa un instrumento indígena que es hecho de lana de oveja y sirve para controlar el pastoreo de rebaños de ovejas y cabras. 
Puna, Cotagaita, Tupiza: Poblaciones del departamento de Potosí, Bolivia.


domingo, 27 de octubre de 2019


Volver es imposible

Volví voluntariamente a visitar Bolivia hace pocos días. Me fuí hace más de quince años. En aquel entonces, más que irme, mi propio país me expulsó.
Me fuí huyendo de la infinita espera, del andar rogando título en brazo, del buscar a diario un anuncio imaginario de trabajo.
Me fuí, como muchos otros, pero ¡cómo hubiera preferido quedarme!
Tenía miedo, al irme. Tenía rabia, todavía tengo.
En la distancia maldije el haber tenido que marcharme. Lloré largamente la imposibilidad de volver, lloré aún más por tener que resistir. Soportar primero y acostumbrarme luego: ser extranjero de por vida. El estar ahí, pero ser de acá. Y al final no saber de dónde.
Cuando uno se vá, se vá del todo. Fotos familiares, lecciones de sus maestros, renacuajos en charcos de agua de lluvia, carcajadas de amigos en bicicleta..., tiempos ufanos de adolescencia.
Cuando uno se vá, se vá del todo. Volver es imposible. 
Puede que físicamente uno vuelva, pero las condiciones habrán cambiado. Nada estará tal cual se dejó, ni uno mismo será el que se fué.
Se podrá volver sólo en teoría, que no por serlo es indolente.  

jueves, 24 de octubre de 2019


Ay Torito

Ay Torito, tú que corres
Corres más y vuelas
Subes, bajas, zigzagueas
Vas volando y tropiezas

Ay Torito, tú que avanzas
No vas sólo, sino en comparsa
Los Chicheños que cabalgan
Te miran celosos cuando pasas

Ay Torito, tú que cambias
A Tupiza, la Joya Bella
Con tu porte juguetón
Y el baile de tus tres ruedas


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La foto pertenece al  sitio Web SkyscraperCity


lunes, 21 de octubre de 2019

El vendedor de cocos de María Pía

Desde la Lido San Giovani, la playa de la ciudad de Alghero, si se va en dirección al Norte, hacia Capo Caccia, se entienden otras más, todas diferentes, algunas ocultas para la población en general, con arenas de todo tipo, desde muy finitas, de ésas que te serán imposible no llevarlas pegadas entre los dedos de los pies o con suelo de piedrecillas.

Una, de las de arenas finitas es María Pía, se puede ir desde Alghero y es igualita a cómo se ve en las fotos; oculta tras un bosque de pinos y para quien no sabe de su existencia, es muy fácil pasar de largo sin verla. En las tardes de verano María Pía bulle, se agita repleta de turistas y locales. Los gritos de los niños se mezclan con aquellos que juegan a la pelota o al tenis de mesa en el mar.

Entre tanto alboroto, se alza la voz de un hombre que viene cantando alto, se lo vé venir serpenteando entre los que se van asoleando, retozando en la arena. Un hombre que ya no es un muchacho. Un hombre que tiene la piel exageradamente bronceada por el sol, que es difícil adivinar cómo luciría realmente, tiene los brazos bien trabajados, de tanto cargar la heladerita que viene dificultosamente pasándola de mano en mano.

Las chicas en diminutos trajes de baño lo llaman a señas, a lo que él se afana, alza una mano y saluda:
- “¡Sto arrivando!” dice él.
- ¡Por fin! Dicen una de ellas entre risas, estábamos diciendo, ¿es que hoy no va a venir el de los cocos?
- Sí, eso decíamos..., otra de sus amigas.
- Rápido, danos uno, añade una tercera, muy coqueta posando con la mano en la cintura, pero sólo te aceptaremos el mejor...

El hombre se sonroja, tanto, que aún se puede notar a pesar del bronceado extremo al que le obliga su trabajo. Abre la heladera, extrae de él uno de los cocos, que ya lo tiene preparado, cortado por la mitad sobre su corteza y tiene adentro apretujados los dados de pulpa blanquísima.

- Va bene..., dice.

Saca al mismo tiempo una botella de plástico con agua congelada que está comenzándose a descongelar, lo rocía por encima de los cocos y se los entrega, ellas lo reciben entre risas y lo festejan, él no se ríe, hace un gesto con la mano, inclinándose un poco, como si se sacara un sombrero imaginario, se da la vuelta y continúa caminando, difícilmente encontrando el equilibrio entre su peso, el de la heladera y la arena tan finita:

“ae cocco ricco cocco…, cocco riccoooo, ricco el cocco, per la ragazza, ae ae ae coccco ricco cocco, per il bambino cocco naturale, cocco originale, ae cocco ricco cocco, ... il ricco cocco, per il signore e per la signora, il ricco cocco, ae cocco ricco cocco…”

La música de la canción es encantadora, imposible de olvidar, en un ritmo parecido a una chanson. Y la voz de aquel señor, aún ahora, cuando el sol se ha marchado, sigue vívida, reproduciéndose en mi imaginación, capaz de hacerme sonreír y hasta ponerme a cantar bajito: “ae cocco ricco cocco…”