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lunes, 21 de octubre de 2019

El vendedor de cocos de María Pía

Desde la Lido San Giovani, la playa de la ciudad de Alghero, si se va en dirección al Norte, hacia Capo Caccia, se entienden otras más, todas diferentes, algunas ocultas para la población en general, con arenas de todo tipo, desde muy finitas, de ésas que te serán imposible no llevarlas pegadas entre los dedos de los pies o con suelo de piedrecillas.

Una, de las de arenas finitas es María Pía, se puede ir desde Alghero y es igualita a cómo se ve en las fotos; oculta tras un bosque de pinos y para quien no sabe de su existencia, es muy fácil pasar de largo sin verla. En las tardes de verano María Pía bulle, se agita repleta de turistas y locales. Los gritos de los niños se mezclan con aquellos que juegan a la pelota o al tenis de mesa en el mar.

Entre tanto alboroto, se alza la voz de un hombre que viene cantando alto, se lo vé venir serpenteando entre los que se van asoleando, retozando en la arena. Un hombre que ya no es un muchacho. Un hombre que tiene la piel exageradamente bronceada por el sol, que es difícil adivinar cómo luciría realmente, tiene los brazos bien trabajados, de tanto cargar la heladerita que viene dificultosamente pasándola de mano en mano.

Las chicas en diminutos trajes de baño lo llaman a señas, a lo que él se afana, alza una mano y saluda:
- “¡Sto arrivando!” dice él.
- ¡Por fin! Dicen una de ellas entre risas, estábamos diciendo, ¿es que hoy no va a venir el de los cocos?
- Sí, eso decíamos..., otra de sus amigas.
- Rápido, danos uno, añade una tercera, muy coqueta posando con la mano en la cintura, pero sólo te aceptaremos el mejor...

El hombre se sonroja, tanto, que aún se puede notar a pesar del bronceado extremo al que le obliga su trabajo. Abre la heladera, extrae de él uno de los cocos, que ya lo tiene preparado, cortado por la mitad sobre su corteza y tiene adentro apretujados los dados de pulpa blanquísima.

- Va bene..., dice.

Saca al mismo tiempo una botella de plástico con agua congelada que está comenzándose a descongelar, lo rocía por encima de los cocos y se los entrega, ellas lo reciben entre risas y lo festejan, él no se ríe, hace un gesto con la mano, inclinándose un poco, como si se sacara un sombrero imaginario, se da la vuelta y continúa caminando, difícilmente encontrando el equilibrio entre su peso, el de la heladera y la arena tan finita:

“ae cocco ricco cocco…, cocco riccoooo, ricco el cocco, per la ragazza, ae ae ae coccco ricco cocco, per il bambino cocco naturale, cocco originale, ae cocco ricco cocco, ... il ricco cocco, per il signore e per la signora, il ricco cocco, ae cocco ricco cocco…”

La música de la canción es encantadora, imposible de olvidar, en un ritmo parecido a una chanson. Y la voz de aquel señor, aún ahora, cuando el sol se ha marchado, sigue vívida, reproduciéndose en mi imaginación, capaz de hacerme sonreír y hasta ponerme a cantar bajito: “ae cocco ricco cocco…”