175
El mostrador mide más o menos seis
metros de longitud, allí se exhiben tantos cortes de carne de res que es
difícil imaginar el haber logrado vivir hasta ahora sin haberlos conocido antes.
Cada pieza ostenta un cartelito que anuncia el nombre, la procedencia y el
precio por kilogramo. Las hay redondeadas o alargadas, con hueso o sin él, con
mucha grasa o más bien tejido flácido, rojizo y magro. Detrás de la vidriera,
subido a una especie de plataforma, un hombre joven está a cargo; impecablemente
vestido de blanco, desde el gorro hasta los guantes, parece tratarse más bien de
un cirujano en lugar de un carnicero.
Los clientes, se mueven de acá para allá, observando cada pieza con codicia, cual aves
rapaces, no viendo la hora para hacerse de ellas. Aunque casi se apretujan contra la vidriera, el carnicero los
tiene a raya, en un orden establecido. Al lado derecho de la pared, yace un
dispositivo de color rojo que contiene una larga hilera de papelitos de color
blanco con números también rojos. Apenas al llegar, cada cliente debe hacerse
de uno, si no, no tiene chance de ser atendido.
Yo, éste fin de semana estoy
visitando a mi hermana y le he prometido cocinar algo rico, y se me ha ocurrido
preparar un asado de ojo de bife; así es como preguntando por el barrio, es que
he llegado hasta aquí. Apenas puse un pie en la carnicería, hace ya algunos minutos, fuí recibida por un
señor mayor, al parecer también cliente, éste amablemente me explicó el método de atención por turnos, para que no pierda el tiempo,
dijo. Me acompañó, tirando él mismo del dispositivo rojo que enseguida arrojó un
número: 182. Tome, me entregó, advirtiendo, pero apenas van en el 168, ¡Eh!
Del 168 al 182 deberían haber unos 14 clientes esperando; algo
que considero extraño, pues si bien la carnicería está concurrida, no está repleta,
más aún tomando en cuenta, que hay hasta parejas, la cuenta no dá para semejante
cantidad de personas. Me imagino, que quizás la espera haya sido demasiada, que
algunos clientes ya se habrán retirado resignados.
Yo pienso, me quedaré por un momento,
a ver qué onda, si la fila avanza rápido, bien, si no, me iré a un supermercado, compraré un corte cualquiera y listo. Me ubico bien atrás de
todos y puedo ver cómo el carnicero se afana para cumplir exactamente el pedido de cada cliente, éstos, los pedidos, son más o
menos así: Dame unas seis porciones de bola de lomo para milanesa, pero
dame ésa que está allá. ¿Ésta?, el carnicero. No, no más a la
derecha, sí, ésa, pero quitale bien la grasa, pues si no en casa me protestan.
Cortámela, sí, pero no muy finito como la otra vez. ¿Así? Responde el
carnicero haciendo el ademán de cortar la pieza con su afilado cuchillo. No,
no, más delgadito, pero ya sabes, no tanto...; terminado éste viene el
siguiente, más o menos así de específico. Observo que cada cliente, realiza dos, tres y hasta cuatro pedidos
diferentes, pero no menos que dos. Por ello la preparación entre un pedido y el
otro dura más tiempo que en una carnicería de supermercado. Las órdenes intentan
cumplirse más o menos a la perfección, el carnicero se esmera en darle al
cliente lo más parecido a lo que éste trae en su imaginación. Y al final el pedido parece tratarse
más que de un simple pedazo de carne. Comienzo a reparar en la forma con el que
se enuncian los pedidos, primero hay que nombrar el corte, identificarlo de
entre todos los demás similares, luego anunciar el uso que se le va a dar,
después la cantidad exacta. Qué suerte, pienso, si no hubiera habido
nadie más aquí, habría hecho mi pedido de la forma acostumbrada, qué
verguenza, ¿Qué iba a pensar el carnicero de mí? Entonces escuchando
pedido tras pedido comienzo a perfeccionar el mío. Me aproximo a la vidriera, y
ahí lo veo, un enorme, ancho y apetitoso ojo de bife, ése era el que quería
llevarme a casa. Pero una vez que lo ubico, pienso preocupada: ¿Qué pasaría si
alguien con un número más cercano que el mío lograra arrebatarme aquella pieza?
¡Qué desesperación!; entonces recién comprendo el motivo por el cual
los clientes se habían estado moviendo de aquí para allá, revoloteando la
vidriera, pues la amenaza era real y tal, que no había forma de evitarlo. Aquella
sensación se hace aún más evidente cuando comienzo a notar que algunos,
seguramente asiduos clientes, sabedores del método de la espera, habían venido con
antelación, vaya uno a saber cuándo, se habían llevado un número y más o menos
calculando que era la hora que les iba a tocar, volvían justo para el momento
en el que el carnicero se disponía a llamarlos. Lo cual me dice que yo
soy exactamente la número 182, ni uno más ni menos, y entre el 173 que
ahora se estaba preparando y el mío, había aún mucho por esperar y perder.
Cuando estoy por decidir marcharme,
lo cual me dá lástima, después de lo bien que he practicado el enunciado de
mi pedido, la pareja 175 comienza a dar más
muestras de cansancio que yo. ¡Cúanto tarda!, dice él. Claro, responde ella, seguro ya te quieres ir..., ni siquiera para eso sirves, para
esperar un rato en la carnicería. ¿Puedes hablar más bajo, por favor?, pide él. Yo sola compré las verduras y todo lo demás..., andate, no te necesito, no sería la primera vez..., el hombre responde algo
bien bajito, que no logro escuchar, aunque su lenguaje corporal amenaza con
irse, al final parece decidir quedarse, en silencio, como un perro amaestrado, sosteniéndo dos bolsas repletas de comestibles. Eres un inútil..., continúa ella. ¡Cállate, no sigas...! Te lo pido por favor, ruega él. No puedo creer cómo vine a terminar contigo, insiste ella.
Continuará