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sábado, 19 de octubre de 2019


175
El mostrador mide más o menos seis metros de longitud, allí se exhiben tantos cortes de carne de res que es difícil imaginar el haber logrado vivir hasta ahora sin haberlos conocido antes. Cada pieza ostenta un cartelito que anuncia el nombre, la procedencia y el precio por kilogramo. Las hay redondeadas o alargadas, con hueso o sin él, con mucha grasa o más bien tejido flácido, rojizo y magro. Detrás de la vidriera, subido a una especie de plataforma, un hombre joven está a cargo; impecablemente vestido de blanco, desde el gorro hasta los guantes, parece tratarse más bien de un cirujano en lugar de un carnicero.
Los clientes, se mueven de acá para allá, observando cada pieza con codicia, cual aves rapaces, no viendo la hora para hacerse de ellas. Aunque casi se  apretujan contra la vidriera, el carnicero los tiene a raya, en un orden establecido. Al lado derecho de la pared, yace un dispositivo de color rojo que contiene una larga hilera de papelitos de color blanco con números también rojos. Apenas al llegar, cada cliente debe hacerse de uno, si no, no tiene chance de ser atendido.
Yo, éste fin de semana estoy visitando a mi hermana y le he prometido cocinar algo rico, y se me ha ocurrido preparar un asado de ojo de bife; así es como preguntando por el barrio, es que he llegado hasta aquí. Apenas puse un pie en la carnicería, hace ya algunos minutos, fuí recibida por un señor mayor, al parecer también cliente, éste amablemente me explicó el método de atención por turnos, para que no pierda el tiempo, dijo. Me acompañó, tirando él mismo del dispositivo rojo que enseguida arrojó un número: 182. Tome, me entregó, advirtiendo, pero apenas van en el 168, ¡Eh!
Del 168 al 182 deberían haber unos 14 clientes esperando; algo que considero extraño, pues si bien la carnicería está concurrida, no está repleta, más aún tomando en cuenta, que hay hasta parejas, la cuenta no dá para semejante cantidad de personas. Me imagino, que quizás la espera haya sido demasiada, que algunos clientes ya se habrán retirado resignados.
Yo pienso, me quedaré por un momento, a ver qué onda, si la fila avanza rápido, bien, si no, me iré a un supermercado, compraré un corte cualquiera y listo. Me ubico bien atrás de todos y puedo ver cómo el carnicero se afana para cumplir exactamente el pedido de cada cliente, éstos, los pedidos, son más o menos así: Dame unas seis porciones de bola de lomo para milanesa, pero dame ésa que está allá. ¿Ésta?, el carnicero. No, no más a la derecha, sí, ésa, pero quitale bien la grasa, pues si no en casa me protestan. Cortámela, sí, pero no muy finito como la otra vez. ¿Así? Responde el carnicero haciendo el ademán de cortar la pieza con su afilado cuchillo. No, no, más delgadito, pero ya sabes, no tanto...; terminado éste viene el siguiente, más o menos así de específico. Observo que cada cliente, realiza dos, tres y hasta cuatro pedidos diferentes, pero no menos que dos. Por ello la preparación entre un pedido y el otro dura más tiempo que en una carnicería de supermercado. Las órdenes intentan cumplirse más o menos a la perfección, el carnicero se esmera en darle al cliente lo más parecido a lo que éste trae en su imaginación. Y al final el pedido parece tratarse más que de un simple pedazo de carne. Comienzo a reparar en la forma con el que se enuncian los pedidos, primero hay que nombrar el corte, identificarlo de entre todos los demás similares, luego anunciar el uso que se le va a dar, después la cantidad exacta. Qué suerte, pienso, si no hubiera habido nadie más aquí, habría hecho mi pedido de la forma acostumbrada, qué verguenza, ¿Qué iba a pensar el carnicero de mí? Entonces escuchando pedido tras pedido comienzo a perfeccionar el mío. Me aproximo a la vidriera, y ahí lo veo, un enorme, ancho y apetitoso ojo de bife, ése era el que quería llevarme a casa. Pero una vez que lo ubico, pienso preocupada: ¿Qué pasaría si alguien con un número más cercano que el mío lograra arrebatarme aquella pieza? ¡Qué desesperación!; entonces recién comprendo el motivo por el cual los clientes se habían estado moviendo de aquí para allá, revoloteando la vidriera, pues la amenaza era real y tal, que no había forma de evitarlo. Aquella sensación se hace aún más evidente cuando comienzo a notar que algunos, seguramente asiduos clientes, sabedores del método de la espera, habían venido con antelación, vaya uno a saber cuándo, se habían llevado un número y más o menos calculando que era la hora que les iba a tocar, volvían justo para el momento en el que el carnicero se disponía a llamarlos. Lo cual me dice que yo soy exactamente la número 182, ni uno más ni menos, y entre el 173 que ahora se estaba preparando y el mío, había aún mucho por esperar y perder.
Cuando estoy por decidir marcharme, lo cual me dá lástima, después de lo bien que he practicado el enunciado de mi pedido, la pareja 175 comienza a dar más muestras de cansancio que yo. ¡Cúanto tarda!, dice él. Claro, responde ella, seguro ya te quieres ir..., ni siquiera para eso sirves, para esperar un rato en la carnicería. ¿Puedes hablar más bajo, por favor?, pide él. Yo sola compré las verduras y todo lo demás..., andate, no te necesito, no sería la primera vez..., el hombre responde algo bien bajito, que no logro escuchar, aunque su lenguaje corporal amenaza con irse, al final parece decidir quedarse, en silencio, como un perro amaestrado, sosteniéndo dos bolsas repletas de comestibles. Eres un inútil..., continúa ella. ¡Cállate, no sigas...! Te lo pido por favor, ruega él. No puedo creer cómo vine a terminar contigo, insiste ella.  
Continuará