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sábado, 31 de diciembre de 2016

La mañana del último día de un mal año

A las siete: el balcón

La mañana apenas se despierta, desnuda de siluetas de cuervos que seguramente han buscado refugio, alguien sabrá dónde. Los árboles del jardín, guardan inmóviles, un llamativo silencio. Durante la noche no ha caído nieve, pero si una blanca escarcha que dibuja prolija, los nudillos y nervaduras de sus ramas elevándose al cielo. Los techos también lucen su plateado recubrimiento, las ventanas continúan con las persianas bajas, ojos de un cuerpo que aún mantiene los párpados cerrados.

Siete y cuarenta: la red

Los titulares de los diarios fluyen más rápido si es con una taza de café, con mucha leche. “Nadie nos va a decir cómo debemos vivir”, ha dicho firme y con mucho coraje la Canciller. Berlin se prepara para recibir el año nuevo. “Un millón de visitantes se esperan en Brandenburger Tor”. ¡Si sólo no se tuviera el compromiso del día siguiente! Un largo y caliente trago, para concluir que el trabajo si bien es satisfacción, también es sin duda alguna, una forma moderna de esclavitud.

Cerca de las nueve: el tranvía

Baja lenta la niebla y el aire se vuelve húmedo. Minúsculas gotitas le dan ahora un brillo impensado a mi cabello negro. El trencito amarillo irrumpe veloz en la bruma, adentro sí que se está confortable, aúnque un tanto apretado. Disculpe, ¿está aún libre éste asiento? Gracias. Una parada después bajar en Europaplatz, manos frías en los bolsillos, así es preferible a usar guantes. Kaiserstrasse prepara sus puertas transparentes, pero en horario reducido. Hay un inusitado ir y venir de personas. Con bolsas. Y bicicletas.

Pasadas las diez: música

“Love sees no color, love, love, love”. Risas, tus ojos, un roce, el inconfundible ritmo de tu andar, “¡Hallihallo!”, todo tú, dibujado en mis recuerdos, ¡se siente tan bien!, un leve movimiento, o al menos eso pienso, de mi pie llevando el ritmo, música en mis audífonos. La señora que está al lado mío, frente al semáforo, me observa curiosa; aún más que el propio hombrecito en rojo. Hay momentos en los que bailar sola, suele no ser una tan buena idea.

Once...

A unos pasos de casa, los brazos pesan, pero el corazón piensa en el año que viene y salta. ¡Pues rápido, a empujar las horas! Ha comenzado una llovizna finita, que primero cae en mi boina y luego intenta meterse en mi ojos, haciéndome cosquillas. Grupos de gente, presa de un enérgico movimiento entra y sale del supermercado. El señor del Bar de la esquina, que está acomodando un letrero de luces: Bienvenido 2017, me saluda sonriente con la mano. Las maniquíes de la vidriera, en la tienda de vestidos, posan con gracia sus atuendos más logrados.

Todos esperan el año nuevo, pero nadie está más impaciente que yo en Gartenstrasse.

domingo, 25 de diciembre de 2016


Mi ventana entreabierta

Un saxofon se consuela
En notas que lleva el viento
Tú no estás, pero te siento
Las horas ríen, aunque duela

Navegan mis quimeras
En ésta mañana distante
Estás aquí, ausente...
Incluso aunque no quieras

Vagas, inevitable
El balcón de mi nostalgia quieta.

miércoles, 21 de diciembre de 2016


Un viejo amor

“¿Curándose de una pena de amor?” Me pregunta alguien, una voz que me llega inesperada, cuya respuesta no puedo emitir en enseguida, pues acabo de darle una mordida a mi Reibekuchen, una especie de tortilla frita de papa, típica de la comida alemana y más de los mercadillos de navidad y en la otra mano sostengo mi Glühwein, bien caliente, a pesar de las bajas temperaturas a las que nos somete Diciembre, al que naturalmente un rato antes le he dado un par de tragos.

Al principio no entiendo cómo aquella voz, que después se hace una agradable cara masculina, se ha atrevido a hacerme semejante pregunta; luego me doy cuenta que toda la culpa la tiene la revista que he comprado a un vendedor ambulante, que aquí en Mannheim, como en todas las ciudades que he visitado, he llegado a ver de pie en cualquier esquina. La revista, que yace sobre una especie de mesa, construida con el tronco rústico de un árbol, efectivamente tiene el título: Curándose de una pena de amor, con un gran corazón rojo dibujado en la portada.

Día miércoles catorce, para el que suele tener una semana del mes libre, significa vacaciones. Entonces hay que pensar en qué cosas nuevas, o no, se puede hacer, pensar en ésos pequeños placeres que hacen volátil y a la vez perdurable nuestra vida. Y uno de ellos, en mi caso: visitar una tienda de artículos femeninos llamada & other..., para lo cual con mucho gusto he llegado a recorrer distancias relativamente grandes, como una escapada a Zurich o a Berlín. Pero por suerte para mí, recién han abierto una sucursal en Mannheim, ¡increíble!, nada más veintitrés minutos de viaje desde Karlsruhe. Aquello, lo de la apertura de la tienda, lo descubro el martes por la noche, y el miércoles a las nueve en punto ya estoy en la estación de trenes, sin ninguna clase de equipaje, sólo yo y una diminuta cartera.

Me acuerdo, en éste momento de una entrevista que Joaquin Soler Serrano le hiciera a Julio Cortázar, en la televisión española de los años setenta; en la cual él, Cortázar, decía que las ciudades son como amores, los hay grandes y pequeños. No pudo haberse equivocado, pues Mannheim para mí es un gran, grande amor, no solamente porque es la primera ciudad que conocí en Alemania (el aeropuerto de Frankfurt no cuenta, precisamente porque se encuentra afuera de la ciudad) sino porque fué el lugar donde aprendí alemán, en el Goethe Institut, hice mis primeras experiencias en una cultura diferente y sobre todo porque un año más tarde en la Clínica de la Universidad, vestida en un traje azul, subida en unos tacones altos, para no parecer tan pequeña y el pelo recogido, aparentando seguridad, cuando no tenía certeza de nada, me presenté a los Profesores Doctores de la Universidad, jurado que me tomó el examen de Medicina y al final me otorgó la autorización para ejercer en éste país. Por todo eso, Mannheim para mí aparte de ser un gran amor, significa el comienzo de una nueva vida.

Apenas llego ésta mañana, me pongo a pasear por Planken, la calle principal. Transcurrieron ya tres años, pero aún se mantienen frescos los recuerdos. Me siento en aquel cafecito, cerca del cine y para no cambiar el ritual me bebo un café cargado con un pedazo gigante de torta del Bosque Negro. Me pregunto que será de la vida de mis compañeros del curso de idioma. ¿Habrán cumplido con lo que se propusieron en Alemania? ¡Ey! ¿Lo hicieron?

Después a poco de las diez, me encamino a la dirección donde el internet situaba la tienda, objeto de mi visita. En el camino, me encuentro con el vendedor ambulante de revistas, tiene esa edad entre finales de los cuarenta, lo cual me produce tristeza, por el hecho de aún en esta parte de su vida, deba depender de un ingreso tan mínimo. Él me desea un lindo día y me comenta que es lo que pensaba hacer por la tarde, ir al cine, pues están dando la película de Marie Curie y de paso pregunta, si yo sabía que ella era la única persona en ganar un premio nobel por dos disciplinas: Física y Química ¡Sorprendente lo que se puede aprender de una conversación callejera! Por supuesto que le compro una revista.
Las siguientes dos horas, me entretengo con la colección invierno y el adelanto de primavera de 2017. Salgo del lugar recién al medio día, ya con equipaje. Decido, infaltable, visitar el mercadillo de navidad, en Wasserturm, ¡ah si ella hablara! Allí está, sólida y orgullosa, rodeada de muchas casillas que suelen acompañarla en éstas fechas. Las casillas, todas de madera, lucen sus esforzados adornos navideños en rojo, verde y dorado, y como todavía no ha nevado, algunas llevan una especie de cubierta blanquecina, simulando una gruesa nevada sobre sus techos, desde donde cuelgan luces de todos los colores. Un frágil cordón de metal, rodea sospechosamente la plaza y unos cuantos policías patrullan tranquilamente el perimétro de dos en dos. El mercadillo es un lugar de reunión por excelencia en éstas fechas, se venden alimentos, bebidas y objetos típicos de la navidad e invierno. Un quiosko en forma de locomotora antigua de tren, emite un pitido y ofrece a la venta unos heiße maroni (castañas calientes). Los niños y los colegiales hacen bulla y corretean, porque ya casi están de vacaciones. Elegantísimos y guapos señores de negocios vestidos de traje impecable y corbata, han salido de las oficinas y disfrutan de la pausa de medio día, nada mejor que tomando un Glühwein. Y en medio de todos ellos estoy yo, que apoyo mi nuevo equipaje en el suelo y deposito el ejemplar de la revista en la mesa.

“¿Si?”, le digo al hombre, que se ha quedado esperando mi respuesta, mientras sus compañeros han comenzado a burlarse de él, por haber sido tan valiente, de haber entablado una conversación con una mujer, sin conocerla, cosa rarísima, seguro resultado del vino caliente. El hombre, me señala la revista que yace sobre la mesa. Yo le dirijo una mirada breve, pienso y me pregunto, ya acostumbrada de obtener la misma dolorosa afirmación: ¿tengo aún una pena de amor?, e inexplicablemente, como en un sueño, me acuerdo de tí, mi viejo amigo, de tu nariz enrojecida por haberte pasado tantas veces el pañuelo por estar resfríado, de tu uniforme bien planchado..., después de años de conocerte, precisamente en éste momento, en el cual tu no estás conmigo, miro la claridad de tus ojos profundos, tu porte inclinado mientras escuchas las novedades de mi guardia no tan exitosa, tu voz relajada, tus dedos largos, tus bromas que intentan alegrarme, cuando en realidad hubiera sólo llorado, la forma que tienes de montarte en la bicicleta y haces graciosas maniobras para no caerte, con tal de seguime el paso, mientras vamos por la vereda camino a casa..., pienso nada más que en tí mi querido y viejo amigo, y parece que de repente el mundo girara en sentido contrario, y del pecho me brotara un calorcito capaz de convertir ya mismo en mar, la pista de hielo del mercadillo.

Me bebo de un sólo trago el contenido de mi vaso, y decido que debo volver de inmediato a Karlsruhe; tomo la revista, y antes de irme, le respondo a aquel amable señor, lo hubiera abrazado e incluso besado, por haberme hecho dar cuenta: “No, ¿sabe?, definitivamente ya no tengo una pena de amor...”, y corro hacia la parada del tranvía, sin parar, en dirección a la estación de trenes.

domingo, 11 de diciembre de 2016


La búsqueda

“Libertad” interrumpió el hombre, acomodándose en su taburete frente a la barra del bar, “el propósito de la Literatura es libertad”. Los dos jóvenes, suspendieron su discusión y se dieron vuelta, viendo que se trataba del profesor Dreiser un reconocido catedrático de germanística, asiduo cliente del “Tintero", uno de los bares más antiguos de Heidelberg y de quien se decía, era poseedor de una biblioteca privada mucho más extensa que la de la propia Universidad. “Un escritor de verdad no edifica su obra pensado en hacerse de fama o engrosar su cuenta bancaria, sino que busca la libertad en todas sus formas”, continuó. A lo que uno de los jóvenes: “No niego que la libertad puede ser una razón, pero hay otras no menos importantes, como la búsqueda de la verdad, la trascendencia...”. “Nada puede ser más importante que la libertad” dijo muy seguro el profesor Dreiser, dando un largo trago a su Whisky, “y yo les voy a demostrar, por qué” prosiguió, “ocurrió a mediados de los años 70, yo había sido recién aceptado en la Universidad y recibí, como regalo de mis padres una colección de 20 libros clásicos de la literatura, publicados años atrás, en los cincuentas. El día en que los recibí, me dediqué a limpiarlos, pues parecía que habían pasado un largo tiempo sin cuidado. Eran unos ejemplares magníficos, de cubierta de cuero e inscripcciones doradas, desde Herodoto hasta von Kleist. Yo estaba realmente maravillado..., pasándole la mano por la tapa a uno de ellos, “Nouvelles” de Maupassant, sintiendo el relieve que marcaba el título, e incluso su olor intenso a moho, me pareció delicioso; a poco tiempo de abrirlo, noté que una pequeña porción de papel sobresalía, entre el lomo del libro y la cubierta, se trataba de una hoja doblada en dos, que tenía escrito algo. Lleno de curiosidad, la desdoblé y pude ver unas pequeñísimas inscripciones que a simple vista no se podían leer bien, así que busqué una lupa, que tenía allí mismo, sobre el escritorio...”. El profesor Dreiser miró detenidamente la palma extendida de una de sus manos, como si aquel pedazo de papel se encontrara ahí mismo y él lo estuviera observando. “¿Consiguió leer lo que estaba escrito?" Preguntó el otro muchacho, que hasta el momento no se había atrevido a decir ni mu. “Sí”, llevándose el vaso a la boca y pidiéndole al mozo un nuevo trago, “ésta vez doble” y comenzó:

“No hay tiniebla más negra
De quien ha perdido toda la fé
Yo, no estaré nunca a oscuras
La luz intensa que hay en mí
Puede alcanzarme para otras vidas”.


“Eso decía”, continuó, “lo leí varias veces, poniendo atención a la letra, una bien redonda, en imprenta; me pregunté a quien habría pertenecido aquel poema, si habría sido copiado o sería que fué escrito directamente por la persona, que escondió aquel pedazo de papel en el libro. Permanecí mucho tiempo pensando aquello y no sé de cómo me vino la idea de que además de aquel, pudieran haber otros, mensajes, versos, como quieran llamarlo. Rápido, me puse a examinar los otros libros, y efectivamente, pude encontrarlo en cada uno de los libros, escondidos en el mismo lugar, escritos en la misma melancolía que el primero. Entonces estuve seguro que pertenecían a una misma persona y definitivamente no fueron copiados de otro libro. Esa misma tarde telefoneé a mis padres, para preguntarles dónde habían comprado los libros, y me enteré que fueron adquiridos de un anticuario en Karlsruhe. Insistí tanto que mi padre tuvo que buscar la factura, donde estaba anotada la dirección. Al día siguiente tomé el primer tren rumbo a Karlsruhe, no fué mucho lo que conseguí, sólo que aquellos libros habían sido comprados junto con otros tantos en un depósito de libros usados cerca de Mannheim. Se imaginarán que había encontrado una pista que me podría conducir al autor de aquellos versos y yo deseaba con todas mis fuerzas que se tratase de una mujer”. Aquí, el profesor Dreiser hizo una pausa en su relato, miró fijamente el fondo de su trago, como si pudiera transportarlo en el tiempo. Los muchachos atinaron sólo a mirarse, no sabían si debían interrumpir o no.

“Una vez sentado en el tren rumbo a Mannheim, me puse a pensar en lo ridícula que era mi idea” dijo, luego de un momento, sacudiendo un poco la cabeza, “pero ni siquiera eso me desanimó. El depósito de libros era un enorme galpón y en un aviso escrito en una de las paredes decía los horarios de apertura y esos excluían los lunes, ése día había sido lunes. Pero daba cuenta de un número telefónico de contacto al que llamé de inmediato, un hombre de una memoria sorprendente me contestó al teléfono, él sabía exactamente de qué lote de libros estaba hablando, y dijo, ésa colección formaba parte de una gran biblioteca privada que había sido rematada unos meses atrás en Baden Baden. Por supuesto que al día siguiente, a primera hora estaba viajando a Baden Baden, no podía continuar como si nada, tenía que encontrarla, a ésas alturas tenía la plena convicción de que se trataba de una mujer. En la dirección que se me había dado, encontré una propiedad que ocupaba toda una manzana, bien cerca del casino de Baden Baden, tenía rejas altísimas que separaban la calle de una especie de bosquecillo con muchos árboles y bien al fondo se veía una casa. Por el intercomunicador me atendió una mujer, yo casi le rogué que saliera, me encontraba en un estado emocional que no he vuelto a experimentar. La mujer, al verme así, me invitó a pasar, explicó  haber comprado la casa sólo hace unos meses, no sabía nada de la familia que la habitara, al parecer estuvo vacía un par de años y sin poder venderse; la razón, es que se habían tejido una serie de historias al rededor de la propiedad. Se decía que ahí vivió una mujer en una especie de retiro espiritual, que nunca abandonaba la casa y nadie venía a visitarla, a excepción del dueño del almacén del barrio, que solía llevarle alimentos una vez por semana; hasta que una noche, un vecino encontró a la mujer desplomada cerca de las rejas que daban a la calle, y alarmó a la ambulancia. Cuando los paramédicos acudieron a llevásela, tuvieron que dar parte también a la policía, pues se escuchaban débiles llamados de ayuda que provenían desde dentro de la casa. Y fué ahí que la descubrieron, era una muchacha, no se supo desde cuándo, había vivido, allí, cautiva en la biblioteca”.

“¿Pero quién era? ¿Qué pasó con ella?”, interrumpió uno de los estudiantes. “Nadie lo supo, se la tuvieron que llevar también al hospital” siguió el profesor Dreiser, “dijeron que estaba muy deshidratada y que parecía que hacía días no se había alimentado...; ésa misma noche murió la mujer, sin que llegara a saberse si era la madre, la tía o por qué la tenía cautiva. Y ella, la muchacha..., escapó del hospital, también aquella noche...”.

“¿Está diciendo que está allá afuera, en algún lugar?” preguntó el estudiante, que opinaba que la Literatura podría brindar verdad y trascendencia, “no pudo haber desaparecido, alguien tiene que saber de ella...”.

“La Literatura era la única fuente de libertad a la que podía acceder aquella muchacha...”, reflexionó el profesor Dreiser, mientras se ponía de pie tambaleante, le hacía un gesto con la mano al hombre detrás de la barra del bar y sin cruzar más palabra con los estudiantes, se dirigía a la puerta, saliendo a la noche no tan fría del otoño. Éstos, guardaron silencio, iban a decir algo, cuando el Barman, que hasta ése entonces parecía no haber estado prestando atención, intervino: “Si alguien puede encontrarla..., a la muchacha, será el Profesor, ¿saben ustedes que no hay libro o revista que se publique que él no llegue a comprarlo?”

domingo, 4 de diciembre de 2016


La importancia de las palomitas de maíz

Apenas vió las luces que señalaban la entrada del cine, consultó su reloj, las siete y media. Nada mal, pensó, mejor llegar temprano. Metió las manos en los bolsillos de su abrigo y disminuyó el paso. En unos instantes alcanzó a llegar a la puerta, donde un póster anunciaba: Avant Premiere hoy a las veinte horas y el título de una película, que ella misma había sugerido, pero viendo las imágenes del cartel, ahora no estaba tan convencida. Decidió que lo mejor sería esperar adentro, por un momento se le había ocurrido darle una vuelta a la manzana..., las siete y treinta y cinco, mejor entrar. 


Había mucha gente, día jueves. Por la antesala repleta llegó hasta el Bar, que también estaba concurrido pero aún con un par de sillones vacíos. Eligió uno, justo en la esquina, que miraba hacia la entrada; no quería perderse el verlo llegar. Se sacó la boina y el abrigo, dejándolos en el respaldar del sillón. Después se dirigió a la barra y ordenó un Latte Machiatto. “... el cine tiene que ser la experiencia” decía el hombre, que dándole la espalda conversaba con otros dos. “Completamente de acuerdo”, el que estaba frente a él, “es para meterse de lleno en la pantalla, sin que haya ninguna otra cosa que te distraiga, excepto la cita...” añadió, y el tercero, “no es sólo el ruido que producen, es además el olor de las palomitas...”. El mozo le entregó un vaso demasiado largo colmado de espuma junto con dos sobrecitos de azúcar, y ella fué a sentarse, depositando el vaso sobre la mesita. Tomó una revista, de ésas que suelen publicar los cines, con los próximos adelantos, entrevistas a directores y actores, la hojeó y se detuvo en la contratapa, un comercial invitaba a pasar por el Candy Bar, la foto de una pareja que lucía feliz, sosteniendo entre los dos una bolsa maxi de palomitas de maíz y una botella de gaseosa. Le dió un par de tragos a su vaso, sin dejar de mirar la imagen y deseó no estar tan nerviosa. Las ocho menos cuarto. ¿Se veía bien?, alisó un poco su falda. Quizás hubiera sido mejor elegir otro lugar, antes que el cine..., ¿por qué llegó tan temprano?  

De pronto vió avanzar un muchacho entre el público, mirando para todos lados, al verla se detuvo y saludó con la mano. “¡Hey, que tal!” dijo, viniendo a su encuentro.  

Pocas cosas proporcionan tanta alegría y demasiado estrés como la primera cita. Ella, que no se preocupe, llegó sólo hace unos minutos, mientras hacían fila en la boletería. Él, las críticas sólo decían cosas buenas sobre la película. Conversaron de aquello que se suele hablar, sin decir realmente nada. Después, entradas en mano, que él por favor aguarde un momento, que a ella le gustaría ir antes al sanitario.  

Él, la veía ir allá adelante, sobre sus tacones altos, cuando de golpe se detuvo, volvió hacia él y le dijo, “me olvidaba..., lo de las palomitas..., tendrás que solucionarlo tú sólo”, después se alejó y subió casi corriendo las escaleras en dirección del baño.


viernes, 2 de diciembre de 2016


Cromosoma

La cuerda se tensa de nuevo al rededor de su cuello, el dolor quemante que produce la correa al contacto con su piel le sube hasta las orejas, obligándolo a no oponer resistencia y dejarse arrastrar.

-Pero ¿qué es lo que quieres hacer pedazo de inservible?, gruñe el viejo. Si continúas así no me dejarás otra salida que..., ¡vení para acá!

Los gritos se podrían escuchar a cien metros de distancia, pero a excepción de un estudiante, de enormes auriculares, que hasta entonces iba llevando el compás de la música con uno de sus pies, los otros que aguardan impacientes en la fila, fingen, aunque con mucho esfuerzo no darse cuenta. Son seis o siete, no hacen otra cosa que mirar atentamente hacia el sector de las cajas, ubicado más adelante. Parece que un sólo pensamiento los estuviera conectando: vive y deja vivir. ¿No es hoy en día un consejo tan acertado?
-Me obligarás a mandarte al asilo, continúa. Éso es lo que estás queriendo. ¡Al asilo contigo!, ¿me oyes? ¡Directo al asilo!

Detrás de uno de los escritorios una mujer, apenas consigue marcar un número de tres cifras en el teléfono, sus dedos largos de uñas perfectamente manicuradas, no le dejan de temblar y comunica algo tan bajito, que parece que estuviera murmurando un secreto y escucha “¿es él de nuevo?”, ella casi como un soplo: “si, señor!”, la voz al otro lado maldice y añade “Mandaré a Lessing en seguida”.

-Diez años son mucho tiempo, pero no me importará nada, ¿lo haz entendido? Continúa vociferando el hombre. ¡Tú, no eres más que una carga! No, no me mires así, con ojos de inocente. Detiene su marcha frente a uno de los cajeros automáticos y a tiempo de asegurar la correa en su cinturón, saca de uno de sus bolsillos una tarjeta, la introduce en la ranura de la máquina, e inclinándose sobre ella, parece comenzar una operación importante.

Es invierno en la tarde de diciembre, pero los seis o siete de la fila, inclusive el estudiante, gracias a la calefacción, casi ni lo sienten. Afuera, por las puertas de vidrio transparentes, la calle luce sus dorados adornos de Advenimiento, y los peatones sobre la acera, aunque van cargados a más no poder de bolsas, parecen ir contentos.

-¡Quieto te digo! Grita el hombre, ¿No ves que estoy ocupado?, y comienza a apretar insistente una de las teclas del cajero, luego golpea la pantalla con la palma de su mano derecha y segundos después está propinándole patadas a la máquina, que no hace otra cosa que permanecer firme.

El estudiante, ahora se ha sacado los auriculares y no le quita un ojo de encima al viejo. Parece estar debatiéndose entre acercársele o no.

Desde unas escaleras en el extremo del salón, un hombre joven, de corta estatura, vestido de traje azul marino y corbata, cuya identificación abrochada correctamente en su solapa dice Herr Lessing, se aproxima.

-Buenas tardes Herr Fuchs, dice el empleado. Bienvenido, como siempre a nuestra sucursal. ¿Es que podría serle útil en algo?

-¡Es ésta maldita máquina...!, grita el viejo, ¡se quedó con mi tarjeta! y comienza de nuevo a pulsar sin parar la tecla Enter.

-Tranquilo Herr Fuchs, déjeme intentar, dice calmado el Señor Lessing, a la vez que hace un clic en Abbrechen y la máquina entrega la tarjeta sin chistar. Éste la retira y se la entrega al viejo, diciendo ¿hay otra cosa que pudiera hacer por usted?

-No, no hay nada. ¡Qué piensa!, ¿que soy un retrasado mental?, haciéndole el ademán de que se aparte. El Señor Lessing, sin animarse del todo a hacerlo, decide aguardar, ubicándose discretamente a un par de pasos de allí.

-¡No, no creas que ésto no es tu culpa! Dice el viejo, atesando aún más la correa y a él le vuelven a arder las orejas. ¡Es culpa tuya! Si no estuviera controlando todo el tiempo que no intentes escapar, las cosas serían más fáciles. Se inclina nuevamente sobre la máquina y reanuda los movimientos misteriosos.

El estudiante decide salirse de la fila, cruza la habitación rumbo a la cafetera dispuesta a los clientes, de la cual se sirve un vaso y con él en mano se sienta en uno de los sillones rojos de la sala de espera, con la mirada fija en el viejo.

-¡Al asilo contigo! Repite. ¡Diablo quédate quieto! ¿No ves que...? ¡Zum Teufel!

De nuevo la correa le raspa, le lastima, él intenta quedarse quieto, pero no lo consigue. Es que desea con muchas ansias algo, que sólo le gusta hacer cuando se encuentra en la calle, sobre la superficie rugosa del tronco de un árbol o el mástil de un basurero. Por eso no puede evitar moverse en círculos.

El estudiante, que suele entender a las almas libres, todavía sentado en el sillón abre su mochila, saca un libro y una carpeta con muchas hojas, no sabe qué, pero espera.

Minutos más tarde, el Señor Lessing se dirige presto hacia la puerta, pues del otro lado, acaba de llegar una señora en silla de ruedas, por lo cual él se dispone a abrir de par en par las puertas. El estudiante sabe que ha llegado el momento, camina decidido en dirección al cajero automático, con mochila, auriculares, libro y carpeta en mano, y cuando está justo al lado del viejo, se desploma repentinamente de espaldas, sin ni siquiera llegar a tocarlo, pero causando tanto revuelo que las hojas de la carpeta salen desparramadas por todos lados.

-¿Pero qué...? Dice el viejo dándose la vuelta, sin poder creerlo. El estudiante yace en el suelo despatarrado, y no dá la menor seña de querer levantarse, por lo que éste en un acto reflejo, se inclina sobre él ofreciéndole la mano, desatendiendo la correa que tiene asegurada en su cinturón. Es la oportunidad que había estado esperando el de las orejas, que ágilmente tira de ella y se suelta. Veloz cruza en pocos segundos el umbral de la puerta, y desde el otro lado, parado en sus cuatro patas, observa por unos instantes al viejo que con pasos cortos y brazos extendidos intenta avanzar hacia él. El estudiante juraría después que lo vío reírse, antes de emprender la huída y dirigirle una última mirada.

-¡Cromosomaaaaaa! Grita el viejo, ¡vení para acá! ¡Vuelve Cromosomaaaa! Logra salir a la calle y mientras lo ve correr a lo lejos, murmura ¡Vuelve!, te necesito Cromosoma...

Cromosoma no hace caso, corre y corre libre calle arriba, desapareciendo entre peatones cargados de bolsas y calles de adornos dorados, pues es Advenimiento.


sábado, 26 de noviembre de 2016


La vida de los personajes secundarios 

Hay un cuento del escritor Ring Lardner titulado “Campeón”, que hoy encontré, casi por casualidad, mientras ojeaba un ejemplar (ya sin cubiertas) de “Obras maestras del cuento norteamericano” publicado el año 1976. En sus, digamos, apenas veinte páginas nos muestra la más real, cruda y doliente (profundamente) caracterización de la condición humana. Y aunque no es raro en mí, pero ésta vez con más intensidad que otras, este cuento me hizo (aún me hace) como nunca pensar en las figuras que rodean y sin poder evitarlo son víctimas del personaje principal: el hermanito, la madre, la novia (después esposa abandonada), su hijito desnutrido, etc. Si bien, como en todos los relatos, aquí también se teje el hilo de vida del Campeón, uno no deja (no puede dejar) de ponerse a pensar qué será lo que les termina pasando a los otros. ¿Será que a la esposa le habrá cambiado la suerte? Se me ocurre que quizás haya encontrado otro trabajo o que al menos le hayan dado un aumento (corrían tiempos de verdad malos), o se decidió contratar un abogado y demandó al Campeón (ésta posibilidad es más improbable dado que los abogados han sido siempre caros) resultando así que pudo alimentar a su hijo, y no tuvo que seguir pidiendo a que se le devuelvan los 36 dólares que cuando novios le había prestado...

Y así, mientras estaba tratando de dotar hipotéticas y variadas existencias a los otros personajes, no pude evitar preguntarme (lo cual me llenó de miedo, más que de preocupación) ¿Qué tipo de personaje seré yo? ¿O Usted? Para que se me entienda mejor, al final, cuando nuestra historia acabe (muerte=finito), ¿se contará nuestra vida?, o permaneceremos silenciosos e incompletos a la orilla de alguien más interesante que nosotros. Y no le importaremos más que, a quien durante los sábados por la noche se dedica a leer ejemplares (de hojas un tanto cansadas) en los estantes de una biblioteca pública.

viernes, 18 de noviembre de 2016


Dos Pistas

La semana pasada me invitaron a una fiesta de disfraces, fuí vestida de lámpara de pie. La consigna era: tema libre. Al llegar al local donde la habían organizado, un departamento enorme con terraza, ubicado en el último piso de un edificio sobre la calle Kaiserstrasse, pasé un rato intentando encontrar a Silke, quien era la que en verdad había recibido la invitación; pero decía con acompañante y ésa era yo. Habíamos quedado de encontrarnos directamente en la fiesta.

Después de comprobar que ni Silke o Rias Gremory, como había anunciado que asistiría, se encontraban en el salón, me acerqué al Buffet y mientras intentaba, difícilmente poner un poco de ensalada en mi plato, hecho de verdad complicado por la mampara redondeada que le hacía un halo a mi cabeza; noté que algunos de los demás invitados, al mirarme murmuraban algo bajito y se reían entre sí. Los había de todo, vampiros y muertos vivientes, personajes de historietas y otros varios, tan bien logrados, que de verdad parecía que hubieran salido de una revista de Comics.

Al ver que mis intentos por comer habían fracasado penosamente, decidí salir al balcón, que de hecho estaba desierto, quizás debido a las bajas temperaturas de mitad de noviembre y me senté, haciéndome de una mantita que yacía sobre una de las sillas. No se sentía tanto frío como parecía, gracias en parte a varias estufas distribuidas en las esquinas. Desde mi asiento podía observar directamente Kronenplatz, su fuente de agua y las luces que la adornaban, violeta, verde y naranja. Estaba allí, observando en silencio el ir y venir de las personas al rededor de la plaza, tratando de adivinar quienes eran o a dónde irían a ésa hora, hasta que alguien abrió repentinamente la puerta corrediza. Se trataba de un hombre de unos treinta y tantos años, relativamente alto, pelo lacio y rubio. Vestía un saco negro, camisa gris y pantalón jean oscuro. Como me quedé observándolo por un momento, sin decir nada, él comenzó.

-          Puedo apostar que estarás pensando, ¡cómo demonios no me disfracé de otra cosa! ¿No? Dijo mirándome, a tiempo de volver a cerrar la puerta tras sí.

-          ¿Perdón? Respondí.

-           Sí, te lo digo por experiencia... dijo, tomando asiento en otra de las sillas que había a mi lado.

-          ¿Qué cosa?

-          Ah, nada ¡olvídalo! Esta no es una buena noche para mí... continuó, dándole un trago a un vaso de whisky que tenía en la mano. Y no digas nada, de todas maneras no podrías adivinar, de qué estoy disfrazado.

-          Si tú lo dices... respondí, volviendo a mirar en dirección a la plaza.

-          ¿Ah no? ¿Es que acaso lo reconoces? Preguntó intrigado.

-          Puede que sí, pero no estoy segura... respondí, cuando en realidad no lo sabía.

-          ¡Eso sí que es interesante! Vamos, dime, quién soy... dijo, poniéndose de mejor humor.

-          Antes tendría que hacerte un par de preguntas..., le dije, siguiéndole el juego.

-          Adelante, tienes opción a sólo tres, ¿estamos?

-          De acuerdo, asentí, intentando formular bien la primera pregunta. Déjame ver... ¿Eres un personaje de un libro? Dije al final.

-          Sí, lo soy, respondió. No lo haces nada mal, ¿Eh?, dijo mirándome, ésta vez sonriente, nada mal para ser una lámpara... ¡vamos tira la segunda!

-          Bien, a ver..., déjame pensar... ¿Eres héroe o villano?

-          Umm, no se podía decir a primeras que soy un héroe..., respondió, pero diría definitivamente que soy de los buenos. Vamos, continúa, la próxima pregunta..., y ésta, claro, es tu última oportunidad.

-          De los buenos ¿eh? Dije, pensando que la verdad no tenía la menor idea de quien podría tratarse. Un personaje de un libro y además de los buenos, repetí.

-          Sí, soy de los buenos, de verdad... y no sólo cuando intento ser un personaje..., añadió, es por eso que me vá, como me vá...

-          Ahora me parece que exageras, dije, intentando no reírme, por lo que quise taparme la boca, pero sólo conseguí apoyar la mano sobre la tela rígida que hacía de mampara.

-          Ja ja ja vamos, en serio, hazme la última pregunta..., dijo.

Y yo estaba pensando lo siguiente a preguntarle, cuando de nuevo se abrió la puerta corrediza y una esbelta figura de larguísimos cabellos rojizos, diminuta minifalda y botas de taco alto, se metió en el balcón: era Silke o más bien Rias Gremory.

-          Así que te escondiste aquí, dijo reconociéndome, ja ja ja, no lo puedo creer, ¡de verdad lo hiciste! Te ves muy tierna, añadió, intentando abrazarme, lo cual no fué posible, por mi enorme circunferencia.

-          Hey Silke, respondí, ¡estás increíble!

-          Gracias amiga, dijo, perdón por la demora, no sabía lo díficil que es tener cabellos tan largos, añadió, acomodándose un poco el flequillo. Ya veo que haz hecho nuevos amigos, dirigiéndose al personaje del libro.

-          Ah perdona, le dije, mira te presento a... 

-          Peter, dijo él, poniéndose de pie, Peter Lenz.

-          Mucho gusto Peter, soy Silke, dijo mi amiga, dándole la mano sin dejar de mirarlo.

-          Ya sé, ya sé, no lo digas, tu también piensas que no estoy disfrazado, dijo Peter. Pues debo decirte que precisamente...

-          Es un personaje de un libro y de los buenos, interrumpí yo.

-          Sí, ése soy yo, continuó Peter. A propósito, todavía no nos hemos presentado, Lamparita...

Se abrió nuevamente la puerta y era el compañero de trabajo de Silke, quien había organizado la fiesta, invitándonos a pasar, así que entramos. La música había subido de volumen y el DJ estaba dando oficialmente la bienvenida a la pista de baile. Silke se dejó llevar y al rato estaba allí, bailando en el medio. Yo me acerqué al Bar, aunque no estaba segura si podía beber. No es nada fácil la vida en forma de lámpara. Peter, que venía detrás, me preguntó si me apetecía una cerveza. Mejor vino, le dije, blanco. Con las bebidas en la mano, nos ubicamos en uno de los sillones que habían quedado libres, ya que la mayoría de los invitados estaban bailando.

-          ¡Salud Lamparita!, dijo sonriente Peter, colocando un sorbete en mi vaso de vino, hecho que hacía posible que de verdad pudiera tomarlo.

-          Gracias, respondí ¡Salud!

-          Lo estuve pensando y te voy a dar dos pistas más, continúo Peter, si es que de verdad quieres saber quien soy.

-          La verdad es que nadie se podría negar, mucho más si son dos pistas, le dije.

Se llevó la mano al bolsillo interno de su saco, alcanzándome primero un pequeño cartón de unos ocho a diez centímetros de largo por cuatro o cinco de ancho, que simulaba ser una entrada, escrita con letras a mano: Rigoletto, Ópera de Ystad, y después otro objeto, algo así como una credencial, confeccionado en plástico que decía: POLIS. ¡Y fue ahí que lo supe!

-          Ja ja ja, ya sé quien eres, le dije.

-          ¿En serio? Respondió Peter, ¿en serio lo sabes?

-          Sí, claro que lo sé, dije y sin poder contenerme me eché a reír.

-          ¡Sabía que era un buen disfraz! Decía Peter mientras también reía.

Horas más tarde, pasadas las tres de la madrugada, aguardábamos en la parada del tranvía número dos que me llevaría a casa. Peter, mientras intentaba ayudarme con mi bufanda de lana, que el viento insistía en arrebatarme, preguntó por qué me había disfrazado de lámpara. Y yo le respondí: éste caso no va a ser nada fácil, señor comisario de la policía criminal Kurt Wallander, pero estoy dispuesta a darle dos pistas...

lunes, 29 de agosto de 2016


Benedict Wells

La moderadora apenas ha terminado de decir que no habrá una ronda formal de preguntas del público, sino que se procederá, dado lo avanzado de la hora de inmediato a la firma de autógrafos; el chirrido de sillas que se corren de un lado al otro y personas que tropiezan y se empujan al levantarse apresuradamente reemplaza al prolongado aplauso que recibió la lectura. Sólo unos pocos quieren perderse esa posibilidad y hacerle una pregunta al escritor, que mientras espera, abre la tercera botella de agua sin gas, estira las piernas relajado, sentado frente a una pequeña mesa, y procede a comprobar en un pedazo de papel, que le quede suficiente tinta en su lapicero. 

No se organiza una fila como tal, sino una gran muchedumbre bulliciosa que intercambia impresiones sobre los párrafos de la lectura, se queja de la falta de aire acondicionado, el tamaño del salón asignado a éste evento, que siendo el primero que abre la temporada es relativamente pequeño o comenta lo impresionante joven que luce y es el autor del libro.

Mona y yo estamos bien atrás en la multitud. Hemos comprado un sólo ejemplar, porque el stand aceptaba nada más que dinero en efectivo y a pesar de haber buscado un cajero automático fuera de la Casa del Libro en Leipzig, no nos fué posible encontrarlo. Entonces arreglamos que ella me prestaría los 10 euros que me faltaban para llegar al precio y yo la invitaría a cenar. Mientras esperamos me cuenta del año que pasó en Alejandría, que no parece ser tan terrible como yo me había imaginado, de la vida universitaria en el extranjero, de la literatura actual de las culturas arábicas sobre la cual está preparando su tesis, del porqué se hizo vegetariana y cómo aprendió a bucear. Yo, en cambio me quejo de mis fallidos intentos de escritura, del hecho de nunca termino de escribir lo que pienso, de mi falta de disciplina y del hecho cada vez más probable de que jamás podré publicar un libro. Ella intenta consolarme, dice que el gran problema es que no tengo tiempo suficiente, y que a ella le gusta lo que escribo... y otras mentiras que suelen decir las amigas.

El escritor, luce una camisa azul marino de mangas largas, con un pantalón casi del mismo color. A pesar de que la lectura ha comenzado a eso de las 19:30 y durado como dos horas y media, las extensas dedicatorias que le son requeridas antes de poder estampar su autógrafo, las preguntas que ha tenido que responder, sobre su vida literaria y no tanto, la sonrisa no abandona su, a ésta hora, rubicunda cara; culpable es ante todo la temperatura de la sala, su frente, despejada de su pelo corto castaño claro, se arruga sutilmente y de tanto en tanto se le achican los ojos, en señal de atención, mientras responde con paciencia las repetidas preguntas que con toda seguridad está acostumbrado a escuchar, sin dejar de mirar de frente, abiertamente. Quizás, como él mismo dijo hace algunos minutos, cada vez que habla con alguien u observa algún tipo de comportamiento, se encuentra ya, en el proceso creativo de la escritura.

Delante de nosotras, están también otras dos amigas, más jóvenes aún, ambas debaten si deberían molestar al escritor con ésa pregunta o no. Cuando les toca el turno, una de ellas pregunta sin más ni más, bien rápido, antes de saludar ni nada, como quien si no se da prisa, después se arrepiente: ¿existe algún libro que enseñe el secreto para ser un escritor de éxito? ¡Aleluya! Pienso, ésa es la pregunta del millón, y la respuesta, en mi opinión, está en simplemente tener talento o no. Pero él, no es tan radical ni poco amigable como yo, así que dice, efectivamente existe literatura que vendría bien revisar para comprender mejor el oficio y para mi gran asombro comienza a citar un par de libros, a lo que la chica, interrumpe y busca en su cartera algo para poder anotarlos, sin lograr encontrar nada. El escritor, le dice que no hay problema, y en una hoja blanca apunta una sarta de títulos y autores, luego la dedicatoria, un apretón de manos, y adiós.

Luego, estamos Mona y yo. Claro, ella hace un pequeño paso atrás y me empuja sutilmente para adelante y en unos segundos estoy frente a frente con el escritor que ha recibido el “European Union Prize for Literature 2016” por su última novela, cuyos fragmentos pudimos oír ésta noche. Yo, que no había preparado absolutamente nada para preguntarle, me acerco y deposito el libro sobre la mesa.

-Guten Abend!

-Hallo!, responde él sin ningún protocolo, con su imborrable sonrisa.

-Para Teresa, sin H. Le digo, el autógrafo... intento explicarle, es para Teresa...

-Teresa, eres tú, ¿no es cierto? Y continúa, o ¿es para regalo? Y se queda mirándome...

-Soy, yo...

-¿Y, y qué te ha parecido la lectura del libro? Pregunta, y de verdad parece aguardar una respuesta. Digo, ¿ya lo habías leído antes?

-No, aún no lo he leído, me disculpo, pero los fragmentos que leíste aquí me intrigaron mucho, así que...

-¿En serio? ¿Por ejemplo? Vuelve a preguntar.

-La manera cómo fueron leídos... digo, ese intercambio de voces agudas y graves, ahhhh y acentos, ¡me parecieron increíbles!

-Ja Ja Ja se ríe el escritor, cruzando los brazos detrás de la cabeza, apoyandose en el respaldar de la silla. ¿Sabes? Es la práctica de leer, ésta es como mi trigésima lectura de los párrafos del mismo libro y ése acento al que te refieres, continúa con aplomo, viene de Austria, donde en una de mis tantas lecturas, alguien me lo recomendó... me parece genial que tú pudieras haberlo notado...

-¡Es que está muy bien logrado!

-Bueno, ¡cuánto me alegro! Abre entonces la tapa de mi recién comprado libro y escribe una dedicatoria en la primera página, luego lo cierra y me lo alcanza. ¡Que lo disfrutes!

-¡Gracias! Quiero decirle además, ¡mucho éxito! Pero él ya lo tiene, así que nada más le doy la mano y me despido.

Mona, que ha estado escuchando me toma del brazo y guía en dirección a la salida, mientras dice:

-¡No puedo creer lo que le dijiste! Seguro es obra del maldito calor que hace aquí...

-Qué tiene de malo decirle a un escritor, que además es un buen lector...

-Nada, es que tú... dice, y me mira a los ojos, tú..., ahhh olvídalo, ¿sabes?, y ya que serás la que invita, creo conocer el sitio perfecto para ir a cenar.

Salimos de la casa del libro. Leipzig a ésta hora está calmada y se prepara para ir a dormir, y nosotras tomamos parloteando calle arriba en dirección a la Barfußgässchen, mientras  yo ya me imagino cómo será cuando me ponga a leer "Vom Ende der Einsamkeit".

domingo, 14 de agosto de 2016


El concierto de verano de la orquesta de instrumentos de viento de la policía de Heringsdorf

Era un día espléndido, a finales de julio, justo cuando la playa se llenaba tanto de bañistas como el cielo de gaviotas. Ya comenzaba a caer el sol. Después de haber descansado lo suficiente en mi Strandkorb (canasta de playa) como para recuperar fuerzas de la excursión del día anterior a la isla de Wollin (en Polonia) y haber leído las cien primeras páginas de “Nichts ist je vergessen”, que la Deutsche Bahn recomendaba como el thriller del verano, me dije: ¡Vamos a Heringsdorf! Pues durante el desayuno, mientras echaba mano de la segunda Croissant y al mismo tiempo ojeaba a la Usedom Anzeiger me enteré de que a las 19 horas, la orquesta de la policía del pueblo vecino de Heringsdorf iba a dar un concierto gratuito de gala. Así que arreglé mi Strandkorb, la cerré y volví al hotel, que quedaba justo frente a la playa, puse a secar mi malla en el balcón y me dí una ducha bien fría, pues el clima estival lo ameritaba, después me puse unos jeans, sandalias y una blusa bien delgada, alisté ése vestido que había comprado hace mucho pero aún no había estrenado, lo doblé lo mejor que pude, lo metí en una bolsita de lino y salí rumbo a la playa.
Todo el mundo sabe que lo mejor de Usedom, sino de todo el Ostsee, son las tres playas juntas de Ahlbeck, Heringsdorf y Bansin. Para mí en lo personal, la que más me gusta es Bansin, quizás porque fué la primera que conocí o porque asienta ésas casitas victorianas con sus balconcitos llenos de flores en plena playa, o el muelle, así nada más, desnudo y de madera, sin ningún otro elemento que recuerde que aún estamos dentro del mundo civilizado, aunque sólo de vacaciones y que ni siquiera hemos abandonado Alemania.
La playa no tenía intenciones de estar solitaria y se entretenía estrellando sus olas en los que aún disfrutaban de un atardecer que caía poco a poco, haciéndose esperar. La arena, que mientras más cerca estaba del agua, se hacía más finita y firme, era el lugar perfecto para comenzar esa caminata rumbo al oeste, hacia Heringsdorf. Me saqué las sandalias, me arremangué los pantalones y no me hice de rogar, sino que seguí playa arriba, dejando diminutas huellas, mientras sentía que el agua tibia acariciaba cada paso que daba.
No había avanzado ni siquiera unos doscientos metros, cuando vino corriendo hacia mí un perro demasiado grande como para ser cariñoso, yo no niego que al principio me asusté, pero después al ver que sólo quería buscar algo que había caído en el agua, me tranquilicé e intenté seguir adelante.
  • Disculpe, espero que Rob no le haya molestado. Me dijo una mujer que vino corriendo tras aquel canino, intentando disculparse.
  • No, no fué nada... respondí yo.
  • ¡Oh! Menos mal... mi nombre es Ann. Me dijo a continuación, extendiéndome la mano y sacándose los anteojos de sol.
  • Teresa, respondí yo.
  • ¡Encantada! ¿Es su primera vez en la isla, no? Lo digo, porque vengo todos los años y aún no la había visto...
  • Si, es la primera vez que vengo...
  • Se nota de lejos, ¿sabe?
  • ¿Ah si? Le dije, sin saber aún qué es lo que me pudo haber delatado.
  • Es que Bansin es un pueblito bien chico... dijo ella. Mi esposo y yo, hace unos años hemos comprado la Vineta y desde entonces venimos aquí todos los veranos, continuó.
  • Ya veo, dije, mirando para el oeste, intentando seguir mi camino, pues eran como las seis de la tarde y yo tenía aún que recorrer casi un kilómetro y medio a pie.
  • Mire, Teresa, vamos a dar una fiesta mañana, prosiguió, si no tiene otro compromiso, me encantaría que pudiera venir...
  • Gracias, pero... dije muy sorprendida de que alguien pudiera ser tan espontáneo en éstos días. Sin duda es culpa del verano.
  • No hay problema si no viene, pero sepa que estaremos mañana como a ésta hora, allá, dijo señalando hacia una casa un tanto rosa con balcones amplios, en la Vineta..., vendrán un par de amigos míos y otro tanto de parte de mi marido.
Había olvidado decir que casi todas las casas aquí tienen nombre propio. Y Vineta era una de ellas.
  • Gracias por la invitación. Entonces, puede que hasta mañana, me despedí.
  • Hasta mañana, dijo Ann, que se disponía a lanzar de nuevo la pelota a Rob para que éste pudiera rescatarla de las aguas.
Seguí playa arriba y todavía ví muchos caninos que jugaban de lo más  divertidos con sus dueños y sólo después de haber avanzado lo suficiente me dí cuenta que estaba caminando justo en la playa de mascotas, que eran como unos trescientos metros de largo y estaban perfectamente delimitados con divertidos letreros en forma de hueso.
Casi las seis y media, siempre playa arriba, comencé a escuchar algo que parecía ser salsa, y nada más que cantada en español. Al acercarme pude comprobar que justamente éso era, un escenario armado en una tienda enorme en la playa, donde casi todo el público estaba bailando. Bien rápido me enteré de qué se trataba: un grupo latinoamericano, no sé de dónde, pero cantaba covers de música tropical en español, y yo por supuesto también aproveché y canté a todo pulmón: “usted abusó, sacó provecho de mí, abusó...”, luego me compré una caipirina y la tomé hasta el fondo, mientras la banda ya estaba tocando “Beni Moré, como baila usted”. La gente parecía estar tan contenta y bailaba frente al escenario, que me dieron ganas de quedarme en la playa de Bansin, pero enseguida hice la comparación entre lo mucho que me gusta la música tropical y la de orquesta, y no hubo mucho para pensarlo, al menos no, en mi caso, así que seguí adelante.
En el camino me crucé con aquellas personas que hacían el tránsito en sentido contrario, siempre con pasos relajados, propios de quien está de vacaciones. Llegué a un lugar donde se podían recolectar conchitas de mar y me hice de un par, eran blanquísimas, las tomé como recuerdo de éste verano tan al norte, tanto que yo nunca había estado.
Cuando eran casi las siete y media, la hora que precisamente la banda ya estaría comenzando el concierto, un letrero me anunciaba que recién estaba atravesando la división entre Bansin y Heringsdorf. Metros más adelante vi una multitud de gente congregada al borde de la playa y conforme me fuí acercando, pude escuchar algunas notas de tango. Tango y caballos. Exquisito. No era como para perdérselo, así que me acomodé entre el público y ví como los caballos entrenados y ataviados para el efecto que hacían piruetas al ritmo de la música, un leve sueño de Buenos Aires, una caminata de otoño sobre la Avenida de Mayo o un café con leche a media mañana en la Avenida del Libertador.
A casi las ocho y tantos reinicié mi marcha y puse el google maps, pues no sabía bien con certeza el lugar donde estaba tocando la banda, pero había que encaminarse en medio del pueblo, dejando la playa.
Casi a las nueve de la noche llegué finalmente al concierto. Antes tuve que entrar a un sanitario para ponerme el vestido un tanto arrugado y peinarme un poco.
Ya adentro, todo era una gran fiesta y luces; parejas de danzarines bien arreglados se movían con gracia en “On The Sunny Side Of The Street”. Los músicos lucían un uniforme blanco con vivos azul marino, bien al estilo marinero. Y entre tema y tema, el moderador, con permiso del director de la orquesta, contaba un chiste, que seguramente a otros, como a mí, le hicieron doler un poco la panza de tanto reir.
Después de unos minutos, yo también estaba en plena pista de baile, y a tiempo que giraba en una “Moonlight Serenade”, me dije: ¡Mensch, ésta es sin duda, una de las mejores ideas que he tenido!


lunes, 8 de agosto de 2016


Konstablerwache, Frankfurt

Alemania, contrariamente a lo que la gente, como yo, que vivió toda su vida en el otro lado del mundo piensa, es un país muy cálido, literalmente hablando, sobre todo en verano. Por ejemplo ésta noche hacen como 27 grados. Todo el mundo anda de pantalones cortos y sandalias, bueno no todos. Yo, traigo un vestido de encaje hasta la rodilla y unos zapatos de media estación pues estoy de visita en la ciudad y no me quise arriesgar mucho; pero a la legua se nota que no estoy en la onda del verano.

He llegado sin contratiempos a la estación principal y de ahí a tomar la S-Bahn que me dejará justo en Konstablerwache, son las 19:30 así que las cosas van bien, estoy muy a tiempo, me digo, mientras consulto el reloj. La S-Bahn viene como siempre bien puntual, no es como allá en Buenos Aires donde aquello por lo general sería la excepción, aquí es la regla, por eso sólo en muy raras ocasiones, rarísimas, me vi forzada a tomar un taxi. Confío, como casi todos, en el sistema de transporte público.

Las escaleras eléctricas hacen lo suyo y en unos segundos estoy emergiendo con otros cientos de personas en plena plaza. Todavía están, a punto de ser desarmados algunos de los puestos del mercadillo, que suelen estar abiertos hasta las 18 horas. Apenas salgo, miro para todos lados, en busca de alguien que me haga alguna señal o algo, que indique que me está esperando. Y justo en frente de un letrero luminoso: SALE, está parado el motivo de mi visita. No me es tan fácil reconocerlo, pues hace mucho tiempo que no nos vemos. El está de pie con las piernas cruzadas y un pie apoyado en la pared, con un mano sostiene su chaqueta en la espalda, y con la otra me saluda, tiene el pelo más largo, pero mientras me voy acercando puedo notar que  el brillo en sus ojos no ha cambiado.

Me apresuro a cruzar la calle: Hallo! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? Wie geht es dir? ¿Todo bien? Intento hablar sólo en alemán, y el quiere hacerlo sólo en español. ¿Sabes? Dice, tu alemán es ahora perfecto y me sonríe satisfecho.

Caminamos por la calle arbolada, ésa dónde está una pequeña biblioteca circular que te permite llevarte a casa todos los libros que quieras gratis y está abierta las 24 horas, en plena calle, la miro de reojo al pasar y él parece notarlo, se aproxima a una de sus puertecillas y toma un libro y me lo ofrece: ¡Mira! Justo para vos que te gustan tanto los cuentos. Yo lo recibo y compruebo que se trata de un compilado de Kurze Geschichten escritas por un tal Werner Wilfried Koch. ¡Mmm interesante! le digo. Bueno, ni hablar, te lo llevas ya mismo, me dice él, jalándome de un brazo,  adelantándose, como temiendo de que comenzara a echarle una ojeada a otros libros y que, como ya me ha pasado, elija tantos que sea imposible hacer otra actividad que irse a casa ya mismo a comenzar a leerlos.

Pero hoy estoy de visita, así que pongo el librito en mi bolso y me dejo llevar, bajo la arboleda. Minutos más tarde estamos entrando en un restaurant, en la puerta está esperándonos una jovencísima y sonriente Maître  que nos conduce hasta nuestra mesa, débilmente iluminada, un mantel blanco que está casi rozando el piso y en el centro un exquisito ramo de orquídeas (¡mis flores favoritas!). Espero sea de tu agrado, dice él, me acordé que te gustan los lugares “clásicos”, mientras me ayuda a sacarme mi chaqueta de lino y se la entrega a la Maître, junto con la suya. En el fondo se escucha suave al piano: “my baby take care of me”.

Nos sentamos. ¿Y? ¿Cómo te ha tratado España? Pregunto. El se ríe, y me hace reír, pues es muy gracioso escucharlo, a él, que hace unos años, justo cuando le salió la beca para el doctorado en Salamanca, podía decir sólo “hola”, “buenes días” y alguna que otra palabra más, ahora me responde en un español nativo.

  • Puez, excelente, dice. Tanto que te puedo dezir que no eres la única Doctora de ésta meza.
  • ¿En serio?
  • ¡Puez claro, hombre!
  • ¡Ah bueno, no me digas!
  • Sí, así como lo escuchaz. ¡Doctor en Criptografía, imagínate!
  • Wow, suena...  impresionante. (Aunque sólo tengo una mínima idea, de qué pueda tratarse la Criptografía).
  • Sí, así como lo oyes. Apenas puse un pie de vuelta en Alemania, ya estaba casi comprometido con un trabajo, y nada menos como jefe de departamento... Y gesticula con los labios el nombre de uno de los Bancos más importantes del país.
  • ¿En serio? ¡Genial!
  • Si, pienso lo mismo, sobre todo, porque me permite trabajar aquí, en Frankfurt. Te acordarás de lo mucho que me gusta mi ciudad.

Disculpen, dice la mesera que se ha acercado a nuestra mesa. ¿Desean ordenar algo para beber? Yo, una copa de Riesling, digo. Que sea una botella, dice él. Y nos vamos poniendo al tanto. Yo trato de abreviar al máximo de hablar sobre mí misma. ¿Qué es de Richard? Pregunta. Bueno, el mes pasado se ha ido a Praga, no se si sabrás que ha estado un año y un poco más en Regensburg. ¿Y Rahel? Pues a ella, sí que la tienes cerca, ella vive precisamente aquí, en Frankfurt, ya te pasaré su dirección. ¿Hortence? Dice. En Berlín, le respondo. Se ha comprometido. Uff el tiempo pasa volando, ¿no? Responde. ¡Definitivamente de acuerdo!, le digo. Y luego ordenamos taglietelle con gorgonzola y después una buena porción de postre de mascarpone. ¿Te acuerdas del Stamtisch en Mannheim? Pregunta, y puedo ver que sus ojos reflejan la nostalgia de aquellos días. ¡Claro!, cómo he de olvidarlo, allá en el barcito cerca de la estación de trenes, fue ahí donde nos conocimos, y junto con nosotros todos aquellos que habiendo nacido aquí querían irse a otro país y se fueron y otros que quisimos comenzar una nueva vida aquí. ¡Y así lo hicimos!

Ahhh. El tiempo parece ser sólo un soplo, un día estás aquí, al otro día allá. Y cada tanto la vida te sorprende y jamás deja de ser un misterio, y se vuelve más incomprensible si te empeñas en descubrir su significado.

Se ha habilitado la pista de baile y en un rincón, tímidamente una pareja se mueve. Una mujer en un largo y escotado vestido, parece, como nosotros, no haber entendido nada aún y canta a lo Peggy Lee: Is That All There Is?