Un viejo amor
“¿Curándose de una pena de amor?” Me pregunta alguien, una voz que me llega inesperada, cuya respuesta no puedo emitir en enseguida, pues acabo
de darle una mordida a mi Reibekuchen, una especie de tortilla frita de papa,
típica de la comida alemana y más de los mercadillos de navidad y en la otra
mano sostengo mi Glühwein, bien caliente, a pesar de las bajas temperaturas a
las que nos somete Diciembre, al que naturalmente un rato antes le he dado un
par de tragos.
Al principio no entiendo cómo aquella voz, que después se
hace una agradable cara masculina, se ha atrevido a hacerme semejante pregunta;
luego me doy cuenta que toda la culpa la tiene la revista que he comprado a un
vendedor ambulante, que aquí en Mannheim, como en todas las ciudades que he
visitado, he llegado a ver de pie en cualquier esquina. La revista, que yace sobre una especie de
mesa, construida con el tronco rústico de un árbol, efectivamente tiene el
título: Curándose de una pena de amor, con un gran corazón rojo dibujado en la
portada.
Día miércoles catorce, para el que suele tener una semana del mes libre, significa vacaciones. Entonces hay que pensar en qué
cosas nuevas, o no, se puede hacer, pensar en ésos pequeños placeres que hacen volátil
y a la vez perdurable nuestra vida. Y uno de ellos, en mi caso: visitar una
tienda de artículos femeninos llamada & other..., para lo cual con
mucho gusto he llegado a recorrer distancias relativamente grandes, como una escapada a
Zurich o a Berlín. Pero por suerte para mí, recién han abierto una sucursal en Mannheim, ¡increíble!, nada más veintitrés minutos de viaje desde
Karlsruhe. Aquello, lo de la apertura de la tienda, lo descubro el martes por
la noche, y el miércoles a las nueve en punto ya estoy en la estación de
trenes, sin ninguna clase de equipaje, sólo yo y una diminuta cartera.
Me acuerdo, en éste momento de una entrevista que Joaquin Soler Serrano le
hiciera a Julio Cortázar, en la televisión española de los años setenta;
en la cual él, Cortázar, decía que las ciudades son como amores, los hay grandes y
pequeños. No pudo haberse equivocado, pues Mannheim para mí es un gran, grande
amor, no solamente porque es la primera ciudad que conocí en Alemania (el
aeropuerto de Frankfurt no cuenta, precisamente porque se encuentra afuera de
la ciudad) sino porque fué el lugar donde aprendí alemán, en el Goethe Institut,
hice mis primeras experiencias en una cultura diferente y sobre todo porque un
año más tarde en la Clínica de la Universidad, vestida en un traje azul, subida
en unos tacones altos, para no parecer tan pequeña y el pelo recogido, aparentando
seguridad, cuando no tenía certeza de nada, me presenté a los Profesores Doctores
de la Universidad, jurado que me tomó el examen de Medicina y al final me
otorgó la autorización para ejercer en éste país. Por todo eso, Mannheim para
mí aparte de ser un gran amor, significa el comienzo de una nueva vida.
Apenas llego ésta mañana, me pongo a pasear por Planken, la calle principal.
Transcurrieron ya tres años, pero aún se mantienen frescos los recuerdos. Me
siento en aquel cafecito, cerca del cine y para no cambiar el ritual me bebo un
café cargado con un pedazo gigante de torta del Bosque Negro. Me pregunto que
será de la vida de mis compañeros del curso de idioma. ¿Habrán cumplido con lo
que se propusieron en Alemania? ¡Ey! ¿Lo hicieron?
Después a poco de las diez, me encamino a la dirección donde
el internet situaba la tienda, objeto de mi visita. En el camino, me encuentro
con el vendedor ambulante de revistas, tiene esa edad entre finales de los cuarenta, lo cual me produce tristeza, por el hecho de aún en esta parte de su vida, deba depender de un ingreso tan mínimo. Él me desea un lindo día y me comenta que es lo que
pensaba hacer por la tarde, ir al cine, pues están dando la película de Marie
Curie y de paso pregunta, si yo sabía que ella era la única persona en ganar un
premio nobel por dos disciplinas: Física y Química ¡Sorprendente lo que se
puede aprender de una conversación callejera! Por supuesto que le compro una revista.
Las siguientes dos horas, me entretengo con la colección
invierno y el adelanto de primavera de 2017. Salgo del lugar recién al medio
día, ya con equipaje. Decido, infaltable, visitar el mercadillo de navidad, en Wasserturm,
¡ah si ella hablara! Allí está, sólida y orgullosa, rodeada de muchas
casillas que suelen acompañarla en éstas fechas. Las casillas, todas de madera, lucen sus esforzados adornos navideños en rojo, verde y dorado, y como todavía no ha nevado, algunas llevan una especie de cubierta blanquecina, simulando una gruesa nevada sobre sus techos, desde donde cuelgan luces de todos los colores. Un frágil cordón
de metal, rodea sospechosamente la plaza y unos cuantos policías patrullan
tranquilamente el perimétro de dos en dos. El mercadillo es un lugar de reunión por excelencia
en éstas fechas, se venden alimentos, bebidas y objetos típicos de la navidad e
invierno. Un quiosko en forma de locomotora antigua de tren, emite un pitido y ofrece a
la venta unos heiße maroni (castañas calientes). Los niños y los colegiales hacen bulla y corretean, porque ya casi están de vacaciones. Elegantísimos y guapos señores de negocios
vestidos de traje impecable y corbata, han salido de las oficinas y disfrutan
de la pausa de medio día, nada mejor que tomando un Glühwein. Y en medio de
todos ellos estoy yo, que apoyo mi nuevo equipaje en el suelo y deposito el
ejemplar de la revista en la mesa.
“¿Si?”, le digo al hombre, que se ha quedado esperando mi
respuesta, mientras sus compañeros han comenzado a burlarse de él, por haber
sido tan valiente, de haber entablado una conversación con una mujer, sin
conocerla, cosa rarísima, seguro resultado del vino caliente. El hombre, me señala la revista que yace sobre la mesa. Yo le dirijo una mirada
breve, pienso y me pregunto, ya acostumbrada de obtener la misma dolorosa afirmación: ¿tengo aún una pena de amor?, e inexplicablemente, como en un sueño, me acuerdo de tí, mi viejo amigo, de tu nariz enrojecida por haberte pasado
tantas veces el pañuelo por estar resfríado, de tu uniforme bien planchado...,
después de años de conocerte, precisamente en éste momento, en el cual tu no estás conmigo, miro la claridad de tus ojos profundos, tu porte inclinado mientras escuchas
las novedades de mi guardia no tan exitosa, tu voz relajada, tus dedos largos, tus bromas que
intentan alegrarme, cuando en realidad hubiera sólo llorado, la forma que tienes de montarte en la bicicleta y haces graciosas maniobras para no caerte, con tal de seguime el paso, mientras vamos por la vereda camino a casa..., pienso
nada más que en tí mi querido y viejo amigo, y parece que de repente el mundo girara en sentido contrario, y del pecho me brotara un calorcito capaz de convertir ya mismo en mar, la pista de hielo del mercadillo.
Me bebo de un sólo trago el contenido de mi vaso, y decido
que debo volver de inmediato a Karlsruhe; tomo la revista, y antes de irme,
le respondo a aquel amable señor, lo hubiera abrazado e incluso besado, por haberme hecho dar cuenta: “No, ¿sabe?, definitivamente ya no tengo una
pena de amor...”, y corro hacia la parada del tranvía, sin parar, en dirección a la estación de trenes.