Translate

sábado, 23 de marzo de 2013


23 de marzo, día del mar boliviano


Las aguas azules a lo lejos se agitan, el cielo también
Hoy es un día más que mi pueblo enclaustrado vive
Pues nuestro mar continúa prisionero
Pero hoy y siempre sus aguas flamearan en nuestros corazones.


"El mar nos pertenece, recuperarlo en un deber"


sábado, 2 de marzo de 2013


Cuando llueve en Buenos Aires

By Pseudomona

Una de las cosas más tristes de quien ya no tiene consultorio pero que tampoco se ha ido como había planificado, es pasar las tardes mientras se está pensando como estarán evolucionando los pacientes, especialmente aquellos más ancianos, aquellos que uno conoce de muchos años.

Entonces puede que a veces suene el teléfono:
-          ¿Dra? ¿Sigue aún en la ciudad?
-          Sí, es que…
-          ¡Que contrariedad para Ud! Pero para nosotros un alivio, verá yo la llamaba porque algo me decía que quizás la podía encontrar…y es que mi marido ha estado con mucha fiebre estos días…
-          ¿Lo ha llevado a la guardia?
-          Sí, le han hecho estudios y todo estaba bien, le dijeron que capaz tenía un virus, que tome Tafirol, pero la verdad que yo lo veo cada vez peor. ¡Hace un ratito tenía 39 grados!
-          Bueno, mire, entonces sería bueno volverlo a examinar.
-          Sí, estoy de acuerdo… pero con el anuncio de la lluvia yo no quiero sacarlo, pero Ud. quizás pueda revisarlo.
-          Me temo que no va a ser posible Sra. Herrmann, es que yo ya no tengo consultorio.
-          Pero quizás podría venir a la casa. ¡El se sentiría tan bien! Por favor.
-          Mmm está bien, déjeme ver…son casi las cuatro. ¿Le parece bien a eso de las seis?
-          Si. Ay muchas gracias Dra. yo le voy preparando un café con leche.
-          Ja, ja, gracias, hasta dentro de un rato Sra. Herrmann.

¡Qué alegría! ¡De nuevo al oficio! Busco rápidamente mi pequeño maletín que aún lo tengo perfectamente acomodado: guantes, gasas, tensiómetro, estetoscopio, otoscopio…recetario, sello y claro, lo más importante: la lapicera, la que nos otorga el poder de decidir sobre la vida del otro. Y de inmediato me acuerdo de aquel colega cirujano, que sin embargo tenía razón, cuando se burlaba de los clínicos durante nuestros años de residencia y decía que lo peor que nos pudiera pasar es que algún día nos faltase la lapicera.

Las cinco y media de la tarde, voy a ir caminando, calculo que serán 25 minutos, salgo de casa y despacio avanzo maletín en mano por la calle Laprida rumbo a la casa de los Herrmann.

Cinco minutos más tarde observo el cielo, aunque tiene unas grandes nubes negras y hay alerta metereológico, creo que otra vez se equivocaron, porque hace como 35 grados, menos mal que no traje paragüas. Me detengo en un kiosco para comprarme un helado y después retomo lentamente ni camino.

Apenas he terminado el helado cuando siento caer unas gruesas gotas de lluvia, pero el sol sigue brillando. ¡Qué tiempo loco! Apresuro el paso, no he alcanzado siquiera la cuadra siguiente cuando la lluvia arrecia de repente, las gotas son tan grandes que sólo una me empapa toda la cara. Estoy justo en la esquina del parque de Anchorena y Cabrera, la gente levanta rápidamente el campamento de verano, las sombrillas, mantas, heladeras. Adultos, nenes y mascotas todos corren apurados.

Yo busco un taxi, pero como siempre que llueve no hay uno sólo disponible. En unos minutos nada más, la lluvia de repente se ha transformado en una tormenta, caen rayos que hacen temblar la vereda y el cielo ahora sí que se ha puesto completamente negro. Yo, que me he quedado bajo un techito de la esquina, miro el reloj, diez minutos para las seis. ¿Llamo o no llamo a la Sra. Herrmann? Mejor no, seguro que se preocuparía aún más. Además ¿Cuánto tiempo puede durar una tormenta así? Así que me acomodo lo mejor que puedo debajo de mi resguardo y espero. 

Un muchacho con una remera deportiva verde llega corriendo en sentido contrario, logra cruzar la calle que ya se ha convertido en un pequeño río y se queda al otro lado de la vereda, protegiéndose debajo de un balcón. No sé porqué se queda, porque del otro lado la cosa parecería estar mejor, porque todos habían escapado en dirección a la avenida Santa Fe. Pero el no lo hace, se queda, quizás pienso yo, porque le da pena que una chica sola, se quede en la otra vereda cuando el agua ya le ha alcanzado los tobillos, a pesar de que se ha subido al punto más elevado de la vía.

La tormenta entonces sobreviene con todas sus fuerzas, se agitan los árboles que en vano alargan sus ramas oponiendo resistencia. Cabrera se ha convertido en un enorme río urbano arrastra bolsas y botellas de plástico, pañales, envases descartables y miles de porquerías más. ¡Cómo no va a estar el cielo enojado!

No hay un solo colectivo, ni un taxi, nada. Sólo autos particulares que transitan con las luces encendidas, haciendo extrañas maniobras a riesgo de estar inundados. La visibilidad es tenue, estamos sólo yo y cruzando la calle el muchacho de la remera verde, que tampoco se mueve. El agua me llega ahora hasta las rodillas, todo el vestido se me ha empapado, sostengo apenas pasando de mano en mano mi maletín que recién me doy cuenta lo mucho que pesa.

No hay mal que dure cien años, me digo. La tormenta debe parar, pero no para, el agua desborda a mares. Yo miro a mi derecha y observo un edificio en construcción y pido porque no quede un cable suelto.

No sólo la lluvia no para, sino que empeora, es ahora o nunca me digo, debo cruzar al lado norte de Cabrera, pero cómo hacerlo, el agua ha crecido muchísimo, veo que ahora arrastra cosas más grandes: sillas, sombrillas, cartones. Cómo no aprendí a nadar, me arrepiento. Ahora es muy tarde, seguro me llevaría a mí también. El río salvaje me llega hasta el pecho y me empuja con todas sus fuerzas, quiere que me suelte del solitario poste al que me he arrimado.

El muchacho que hasta entonces se había mantenido calmo, comienza a gritarme algo mientras agita los brazos y me hace señas desesperadamente, pero yo nada puedo escuchar. Casi no consigo sujetarme, mi maletín pesa demasiado, así que decido soltarlo de una vez, y allá va, triste lo veo alejarse como veo alejarse con el mis años pasados.

Cierro los ojos, mientras me abrazo al poste con los dos brazos, ha llegado mi hora. He sido muy feliz me digo y comienzo a tararear gotas de lluvia veo caer, pero la voz no me sale…

Diez, quince, veinte, dos minutos, no sé el tiempo que pasé aferrada al poste salvador, de a poco siento que el agua fluye pero no empuja y va descendiendo despacito, ya puedo ver mis pequeños pies sin zapatos. Miro al frente y el muchacho de remera verde también deja su esquina y se despide mientras me agita la mano.

Yo pienso, uyyyy que tarde se ha hecho, y la fiebre del Sr. Herrmann todavía sin tratamiento.