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miércoles, 20 de febrero de 2013


Nueve años

By Pseudomona

El taxi se detuvo justo en la esquina y el, que viaja en el asiento trasero mira a su derecha a través de la ventana. Rivadavia y Cerrito a medio día, no es precisamente un lugar tranquilo, todo lo contrario, el pleno ajetreo de microcentro pasa por ésta esquina…una esquina que le es del todo familiar. Hace tanto tiempo, si, serán unos años que ha dejado la pensión que está a la vuelta, donde se vio obligado a pasar sus días más miserables de recién llegado.

Buenos Aires siempre le había parecido fascinante, especialmente cuando la miraba de lejos, desde aquel país que está lindando al Norte, será por eso que cuando terminó la facultad se alistó en seguida para trabajar en el campo y algo poder ahorrar para después hacer el viaje, el que lo llevaría a la especialidad.

Sonríe de repente porque todavía está allí, con sus letras rojas y blancas: Ugi´s, el local de pizza, claro que sólo lo conoce quien ha sido pobre y enseguida le parece que el tiempo no ha pasado por ésta vereda, aunque sí mucho por su vida. Cómo han cambiado las cosas ¿Será que los recuerdos se endulzan conforme pasan los años?
Se vio de repente llegando exhausto del trabajo a la una de la mañana con el Ugi´s todavía abierto y listo para ofrecerle lo de siempre, la cuarta pizza que en aquel entonces costaba 1.50 centavos.

Es que en ésos días, dígase el año 2004, eran pocos los médicos que habían venido del extranjero y quizás por ello era muy difícil que las clínicas pudieran ofrecerles algún trabajo. Ni hablar de lo mucho que se tenía que esperar para conseguir primero el documento y después la habilitación para ejercer en un país, que después de otorgarles la homologación del título los llamaba despectivamente: médicos sudamericanos, cómo si Argentina no estuviera también en el mismo continente. Había que pasar largas horas en salas de espera de los consultorios y pequeñas clínicas donde para suavizar el rechazo simplemente decían que no estaban autorizados para contratar a ningún médico que hubiera terminado su preparación en el extranjero, independientemente de su nacionalidad. ¡Ja! Sí, tampoco en aquel tiempo existía aún el INADI.

Entonces había que salir de capital, donde ofrecían los trabajos despreciados, aquellos que no toman los locales, perderse allá en el Sur, desde Avellaneda a Long Champs, subirse a una destartalada ambulancia desde las 7 de la mañana a las 11 de la noche y de nuevo volver al día siguiente y así un día y otro, todos los días, con un salario que apenas alcanzaba. Entrar en el Dock Sud sólo en compañía de un chofer que hacía también de enfermero a veces con una patrulla policial, otras tantas no…

El coche se mueve nuevamente porque la luz del semáforo y los bocinazos avivan un poco al taxista que conduce distraído y a el también que mira su reloj: 13:15, va tan bien con el tiempo piensa, que seguro se tomará un cortado en jarrito antes de comenzar a asistir a sus pacientes en su consultorio de Quintana y Callao en Recoleta.

sábado, 2 de febrero de 2013


Un viaje en colectivo

By Pseudomona

Las seis de la mañana de un día de semana. Ni bien salgo de mi casa encuentro la parada del colectivo de la línea 60. Hoy es uno de ésos días de suerte porque apenas pongo el pie, enseguida veo venir al rodado amarillo y rojo, pero que viene repleto, a pesar de ser tan temprano. Lo abordo en seguida, SUBE en mano para realizar el pago. Me doy vuelta para buscar un lugar donde sentarme, pues el viaje será largo.

Me encuentro con un montón de pasajeros que pudieran tener el cuello de goma de tanto haberlo doblado a un costado, parecen un montón de muñecos, todos desmayados, quizás de sueño, quizás de cansancio, y se mueven cada tanto, con los saltos que pega el colectivo cuando pasa por un bache típico de las calles de Buenos Aires.
Me quedo cerca de los asientos de adelante mientras pienso que será duro viajar de pie y justo hoy que será un viaje largo.

El 60 marcha automático y al pasar las Heras y Pueyrredón ya casi no para en ningún lado porque nadie sube ni baja, entonces parece que tomara un impulso y corre libre a lo largo de la Avenida que justo le abre en verde todos los semáforos.

Yo que viajo de pie, me tengo que sujetar con ambas manos para no salir despedida con cada impulso y de rato en rato también atajar mi vestido que se me sube un poco caprichoso.

Pasando Plaza Italia, en puente Pacífico casi se vacía el colectivo, la mayoría de los pasajeros repentinamente abren los ojos como si tuvieran un despertador incorporado, se acomodan la ropa, el pelo, los bolsos, las mochilas y bajan rápidamente.

Afuera suena muy fuerte la cumbia desde un bar de choripanes que ocupa casi toda la esquina y que, para quien ha vivido en la ciudad los últimos años, es realmente extraño, que se horneen panes en medio de la calle. Una pequeña réplica de plaza Once que invade poco a poco a los Palermitanos.

Ahora que quedan casi todos los asientos vacíos, yo también me acomodo en uno muy mullido y como si una fuerza sobrehumana de repente me asaltara, siento que lentamente me adormezco mientras pasan veloces los árboles de Avenida Luis María Campos.

Una voz tierna y amable me despierta. Es una anciana:

-          Nena, nena. Debes bajar aquí…es la última parada.
-          ¡Cómo! ¿La última parada?
-          Si, ya llegamos a Escóbar…
-          ¡Ay no, me quedé dormida! Digo mientras me incorporo de un salto, me arreglo un poco el pelo y observo a través de la ventana cómo un paseador canino transita por la vereda con un montón de perros grandes y pequeños, que vienen atados a una cuerda cual si fueran globos…