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sábado, 2 de febrero de 2013


Un viaje en colectivo

By Pseudomona

Las seis de la mañana de un día de semana. Ni bien salgo de mi casa encuentro la parada del colectivo de la línea 60. Hoy es uno de ésos días de suerte porque apenas pongo el pie, enseguida veo venir al rodado amarillo y rojo, pero que viene repleto, a pesar de ser tan temprano. Lo abordo en seguida, SUBE en mano para realizar el pago. Me doy vuelta para buscar un lugar donde sentarme, pues el viaje será largo.

Me encuentro con un montón de pasajeros que pudieran tener el cuello de goma de tanto haberlo doblado a un costado, parecen un montón de muñecos, todos desmayados, quizás de sueño, quizás de cansancio, y se mueven cada tanto, con los saltos que pega el colectivo cuando pasa por un bache típico de las calles de Buenos Aires.
Me quedo cerca de los asientos de adelante mientras pienso que será duro viajar de pie y justo hoy que será un viaje largo.

El 60 marcha automático y al pasar las Heras y Pueyrredón ya casi no para en ningún lado porque nadie sube ni baja, entonces parece que tomara un impulso y corre libre a lo largo de la Avenida que justo le abre en verde todos los semáforos.

Yo que viajo de pie, me tengo que sujetar con ambas manos para no salir despedida con cada impulso y de rato en rato también atajar mi vestido que se me sube un poco caprichoso.

Pasando Plaza Italia, en puente Pacífico casi se vacía el colectivo, la mayoría de los pasajeros repentinamente abren los ojos como si tuvieran un despertador incorporado, se acomodan la ropa, el pelo, los bolsos, las mochilas y bajan rápidamente.

Afuera suena muy fuerte la cumbia desde un bar de choripanes que ocupa casi toda la esquina y que, para quien ha vivido en la ciudad los últimos años, es realmente extraño, que se horneen panes en medio de la calle. Una pequeña réplica de plaza Once que invade poco a poco a los Palermitanos.

Ahora que quedan casi todos los asientos vacíos, yo también me acomodo en uno muy mullido y como si una fuerza sobrehumana de repente me asaltara, siento que lentamente me adormezco mientras pasan veloces los árboles de Avenida Luis María Campos.

Una voz tierna y amable me despierta. Es una anciana:

-          Nena, nena. Debes bajar aquí…es la última parada.
-          ¡Cómo! ¿La última parada?
-          Si, ya llegamos a Escóbar…
-          ¡Ay no, me quedé dormida! Digo mientras me incorporo de un salto, me arreglo un poco el pelo y observo a través de la ventana cómo un paseador canino transita por la vereda con un montón de perros grandes y pequeños, que vienen atados a una cuerda cual si fueran globos…