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domingo, 19 de diciembre de 2021

 Tik Tak, Tik Tak

A finales de noviembre de èste año se estrenò el track Tik Tak perteneciente a la creaciòn conjunta de Erika Krall y Lian Gold, al que yo lleguè a escuchar por primera vez por pura casualidad en un mix de Miss Monique (tema demàs interesante, que dejo a propòsito para otro dìa) y sin saber el nombre de la canciòn, la tuve que rastrear "incansable" por la Red y al fin despuès de horas de bùsqueda la encontrè. 

Tik Tak en mi opiniòn es todo un acontecimiento. Es, a la vez un sonido joven, fresco, sensual sin dejar de ser melòdico, vibrante y a la vez muy Progressiv-House. El diseño (de los relojes) a lo "Salvador Dalì", es un detalle que tampoco pasa desapercibido. A ver, dìganme que les parece: Erika Krall & Lian Gold - Tik Tak - YouTube


domingo, 5 de diciembre de 2021

The Last Duel

Hoy por la mañana leì una entrevista que le hicieron al Director Ridley Scott sobre el aparente fracaso de la pelìcula en su desempeño en la taquilla. En ella, Scott sin haber podido encontrar otra razòn, porque quizàs no exista, culpa de aquello, al hecho de habèrsela destinado al pùblico equivocado. Sin duda es un razonamiento correcto, porque en mi opiniòn el largometraje del que hablamos posse todas las dotes de ser un clàsico, pero màs importante aùn, la temàtica, aunque estè situada en el Siglo XIV (y se trate de una historia real), es tan actual que dan escalofrìos. 

El Guiòn: Tres narradores contando cada cual desde su perspectiva, no es algo que se haga mucho en el cine, pero es un atributo muy conocido del cuento y la novela, pero claro, en una estructura diferente, en papel y palabra escrita. Y aunque los pocos malos comentarios que le dejan a la cinta en los "Rotten Tomatoes" se deba a èste hecho, a mì gustò el trabajo que hicieron Holofcener, Affleck y Damon.

Las actuaciones: Jodie Comer con su espectacular puesta en escena y belleza (preciosìmos y envidiables cabellos) se roba toda la pantalla, hasta dirìa yo: se carga toda la pelìcula. Ya la habìamos visto en "Killing Eve", pero aquì su maestrìa se hace notar aùn màs, dejando en segundo plano a Damon y Affleck, que no obstante tambièn hacen lo suyo, y hasta incluso para entrar en papel, se alejan y despojan de aquellos atributos fìsicos ya tan explotados. A Driver se lo llega a odiar "un poco" (y por primera vez) por el personaje que interpreta, pero considero que el pelo largo y la armadura, que ya se lo habìamos visto en "El hombre que matò a Don Quijote", aquì le quedan de "pelìcula". 

El tema: No se trata simplemente de dos jinetes batièndose a duelo en càmara lenta, el transfondo es mucho, muchìsimo màs profundo. Entre otras cosas, se trata de la mujer vista como un "objeto mercancìa", de propiedad enteramente masculina, se trata de la extraña valentìa de Lady Marguerite, que se arriesga a morir en una forma horrible (tan horrible que no la puedo escribir aquì), del orgullo de dos hombres que estàn dispuestos a matarse con tal de no dar su brazo a torcer (y que no me vengan a decir que lo hacen por honor!), se trata de lo que ocupa todos los dìas los titulares de los diarios: Asalto Sexual. 

El pùblico: Naturalmente un pùblico Disney no es lo primero que se me viene a la mente cuanto pienso en ella, no. 

Scott "para reflexionar", al referirse a la pelìcula: " Aprendí muy temprano que debes ser tu propio crítico. La única cosa sobre la que deberías tener una opinión es sobre lo que acabas de hacer. Aléjate. Asegúrate de estar feliz. Y no mires atrás." 

Y que asì sea!


martes, 31 de agosto de 2021

 

León

 Bonn, Julio 2013

El delgado triángulo de masa aún está caliente y se dobla hacia su lado más puntiagudo, escapándose un poco de mis manos, derramando, sin que yo pudiera llegar a evitarlo, parte de su escaso relleno de atún al suelo. León, va por delante engullendo el suyo y toma asiento, como acostumbramos a ésta hora, en una de las escaleras de la placita, frente a la escuela de idiomas. Yo también me siento y ambos terminamos de comer en silencio. Las porciones de pizza no nos llenan, pero sólo cuestan cincuenta centavos y en el último mes, han sido cada día nuestro almuerzo.

León es mi compañero en el curso de alemán destinado al personal de salud y de tantas charlas juntos, sé que viene de Ucrania, tiene 32 años y es médico terapista y anestesiólogo. Su nombre se lo debe a Tolstoi, del cual su padre era tremendo admirador. De los sólo cuatro alumnos inscritos, él y yo somos los que más congeniamos y nos la buscamos para hacernos entender en nuestro alemán roto.

Mientras las palomas y los niños revolotean en el centro de la plaza, León y yo guardamos silencio. Llevamos preocupaciones encima, sobre todo él, a quien la Visa ya se le acaba, y aún no ha conseguido trabajo. Durante el último mes fue invitado a dos entrevistas, pero ningún ofrecimiento. Cuando vino la primera invitación, León se había ilusionado tanto que cuando no le dieron el puesto, fue un bajón. Quizás por ello, ahora que es viernes, guarda silencio con respecto a la que deberá asistir el próximo lunes.

Llevamos así unos instantes, hasta que él de pronto dice: No es en vano, pero creo que ésta vez, sí que el puesto será mío. Y al ver que yo no agrego nada, pues ya habíamos estado en éste mismo punto la última vez, continúa. Yo sé por qué te lo digo y lo puedo demostrar, añade sacando de uno de los bolsillos de su pantalón un papel doblado y me lo entrega. Se trata de una hoja de ruta de la Deutsche Bahn, que muestra el recorrido que deberá hacer el tren para llegar desde Bonn, hacia un pueblo bien adentro de Rheinland Westfalen, cuyo nombre largo aún no lo puedo pronunciar. Mientras voy observando el papel, León añade: ¿Te das cuenta de lo que estoy hablando? Yo la verdad no me doy cuenta y sigo mirando, intentando averiguar qué es lo que está tratando de decirme. Pero sí está claro, dice él. ¿Ves las veces que hay que cambiar de tren para llegar a destino? Y ya que él lo menciona, son cuatro veces, la última se deberá ir en bus. Ahí es cuando me largo a reír, León también ríe, ambos sabemos la razón.

Como ya es la hora de volver a clases, nos levantamos y caminamos en dirección al Instituto. Nuestra aula está ubicada en el cuarto piso y antes que nosotros, ya habían llegado nuestras otras dos compañeras. Mona, tiene 30 años, va vestida siempre de Burka, es ginecóloga, de Arabia Saudita. Ha llegado a Alemania ya con un puesto “ad Honorem” en un Hospital Universitario para subespecializarse en Urología femenina. La otra, es Olena, y de los cuatro alumnos, es la más destacada, también la más mayor y las más uraña. León y yo creemos que deberá tener como 40 o 42 años, viene también de Ucrania, es neurocirujana y no hay signo clínico que ella no sepa.

Tomamos asiento y abrimos nuestros libros. La profesora, que había estado haciendo anotaciones en la pizarra, se da la vuelta y nos dice, como tantas veces: Meine Lieben, die Pause ist vorbei, jetzt an die Arbeit!


sábado, 21 de agosto de 2021

 

Tan cerca

 

¿Se puede dejar morir al amor,

antes de que haya comenzado siquiera a nacer?

¿No sería, acaso, como arrancar una flor,

antes de que comenzara a florecer?

¿Pero entonces se llamaría amor al amor

y flor a la flor que nunca han de ser?

 

Tú te vas, ya te estás yendo

Si algo debo decir, será mejor hacerlo

Abrigo, maleta, llaves, libro, pasaje

celular, audífonos, guitarra...

¿Cómo puede uno decir tanto,

sin en verdad, llegar a decir nada?


martes, 3 de agosto de 2021

 

La reina de belleza

Fue durante los últimos años de colegio, que yo comencé a trabajar en la radio. Aquello no era de conocimiento público y tampoco se podría decir que era “realmente” un trabajo. Recibí la oferta, luego de mi corta participación en la presentación de la obra “Una libra de carne”, donde había estado presente el dueño de la única radio local, que solía prestar el equipo de sonido para los acontecimientos escolares.

¿Ha escuchado alguna vez los comerciales en la radio? Pues yo era una de ésas voces y mi jefe, solía contínuamente recordarme: “Clara, un comercial de radio es una pieza de teatro para los oídos”. Él se ocupaba personalmente de escribir los guiones, en los que yo debía decir algo más o menos así: ¡Oh, llevo un mes de casada y no sé como hacer el arroz! A lo que él, con su magnífica voz, contestaba: Con “Arroz del Valle” usted no necesita saber nada. “Arroz del Valle” ¡el arroz que se cocina solo!

No recibía dinero como remuneración a mi trabajo, sino que se me pagaba en especie, por ejemplo, el dueño del almacén de abarrotes podía pagarme con un par de kilos de arroz, claro no “del Valle”, sino algún otro que sí había que saber cocinar.

Así, inmersa en el mundo de los comerciales, al menos me era más liviano soportar especialmente aquel último año. Aunque yo siempre había sido solitaria y procuraba no meterme con nadie, ni siquiera a mí, me fue posible escapar de las bromas y desagradables sorpresas que Alberto, un compañero de curso, y sus compinches ideaban en forma constante.

Aquella vez, como se acercaba el día del estudiante, se debía elegir la reina de la primavera. Todo el mundo sabía que la más hermosa del colegio estaba en nuestro curso, se llamaba Ivanka. Ella salía reina todos los años y no había, quien pudiera hacerle competencia; incluso aquella vez en la que se fracturó la pierna al caerse de su bicicleta, le bastó cubrir su pierna enyesada y listo. Y al tratarse de nuestro último año, era de conocimiento público que su madre, anticipándose a la elección, ya le había mandado a confeccionar un hermoso vestido.

Alberto, me imagino, habrá pensando que no podía desperdiciar semejante oportunidad y cuando llegó el momento de dar los nombres de las tres chicas para dar comienzo a la elección de curso, decidió postularme. Quizás deba aclarar aquí, que yo, en aquel entonces, era flaca como una tabla y hace años venía dándole lucha al acné, que se había adueñado masivamente de mi cara.

La elección se hizo en presencia de nuestra tutora, que era la profesora de historia y al terminar, Ivanka y yo lloramos. Yo lloré más que ella, le pedí a la profesora que hiciera algo, que anule la elección, pero ella, que era una persona sensata dijo: “Clara, el mundo es como lo acabas de ver, ésta es una lección que deberás aprender y enfrentar. Más vale hacerlo ahora que más tarde”.

Ni siquiera cuando mis padres fueron a quejarse a la dirección pudieron hacer nada. “Señores”, les dijo el director, “fueron veinticinco votos a favor, en este colegio ante todo, tratamos de inculcarle a los jóvenes el valor de vivir en democracia”.

Los días transcurrieron hasta que finalmente llegó el día de la elección general. Una compañera me prestó el vestido, la madre de otra se animó a hacerme un peinado imposible y puso todo su empeño en cubrirme los granos, hasta llegó a pintarme las cejas con un lapiz negro y dijo “haría resaltar mis ojos”.

Las participantes debían salir cuando escuchaban su nombre, saludar al jurado y luego dar la vuelta sobre una plataforma armada para la efecto, después retornar y ubicarse en el escenario. Yo estaba escondida y me negaba a salir, pues me había enterado que el plan que Alberto había organizado, consistía además en un abucheo general.

De todas maneras, me obligaron a salir y yo comencé a caminar con la cabeza baja, cuando para mi sorpresa, empecé a escuchar aplausos. Levanté la cabeza y ví que todos los profesores aplaudían de pie y mi jefe, que ése día también había sido el encargado de amenizar la elección, había puesto la grabación de unos aplausos en los altoparlantes, que efectivamente, daban la impresión de ser en vivo.

Alberto y sus compinches no aparecieron por ningún lado. Después me enteré que la maestra de historia los había tenido encerrados en clase, escribiendo un ensayo sobre la primera guerra mundial.


sábado, 31 de julio de 2021

 

Hacia el Norte

Son casi las seis de la mañana, cuando Lucía llega corriendo a la terminal de autobuses. Ella sabe que a ésta hora, alguno que otro partirá. Va vestida ligera y como único equipaje carga una mochila pequeña. Observa detenidamente los vehículos, alguno de los cuales van cargando mercadería. A un costado, divisa un autobús que parece estar disponiéndose a partir. Se acerca rápidamente a él, justo cuando un muchacho está retirando el letrero que decía: “A la Zafra en Santa Cruz” y que hasta entonces, colgaba a un lado del bus.

Lucía se aproxima a la ventanilla abierta, donde el chofer se está frotando las manos sentado frente al volante.

- Señor ¿me lleva? Dice ella.

- Sólo si vas a la Zafra…, responde aquel sin prestarle mucha atención.

- Sí..., lo que pasa es que no tengo con qué pagarle...

- Veamos…, dice el hombre, volviéndose a ella, mirándola bien, achinando los ojos ¿Cuántos años tienes?

- Dieciocho, miente Lucía.

- Hmmm ¿Sabes cocinar?

- Sí señor.

- Entonces subí, dice el chofer, a tiempo de encender el motor.

El bus se pone lentamente en marcha y va repleto. Los pasajeros, en su gran mayoría varones, ya están dormitando en sus asientos. Lucía busca algún lugar donde ubicarse, mientras el autobús se sacude a tiempo de abandonar la terminal.

La voz de una mujer se escucha desde el fondo y parece estar hablándole.

-¡Ey! Tú, niña... ¡Vení! Aquí hay lugar...

Ella se acerca despacio, se quita la mochila y se sienta al lado de la mujer.

-Tomá, dice aquella, ofreciéndole una parte de su manta. Trata de dormir, éste será un largo viaje.


martes, 27 de julio de 2021

 

La Mariquita de la suerte

Parte II

Era jueves de madrugada y nuestra guardia había estado transcurriendo sin sobresaltos, aparte del 10-15 en un parque del centro, cuyos infractores apenas nos vieron bajar del patrullero, supieron enseguida comportarse, no habíamos tenido otro inconveniente. Nicholas y yo nos dirigíamos a la comisaría, cuando a las 02:35 avisaron de un 10-31 en un domicilio particular, pocas cuadras más adelante. Las calles estaban totalmente desiertas y no nos hizo falta siquiera encender la sirena.

Mientras llegábamos a la dirección que se nos había proporcionado, un masculino joven se nos acercó haciendo señas con ambos brazos, corriendo desde la parada del tranvía ubicada unos cien metros más adelante. Yo los llamé, dijo jadeando, aquella señora, señalando a los asientos de la parada, dice que dos extraños entraron en su departamento, en el quinto piso..., ella no sabe decir nada más y no para de llorar, mi amigo está con ella, tratando de tranquilizarla...

Nicholas confirmó el 10-31 por la radio, pidiendo refuerzos y una ambulancia. La puerta principal del edificio estaba entreabierta y desde el interior se podía escuchar un ruido agudo, monótono y constante de algo que parecía ser una alarma de autos. Él y yo rápidamente nos pusimos los chalecos antibalas, los cascos, comprobamos nuestras armas y decidimos no esperar a los refuerzos y entrar de inmediato. Comenzamos a subir lentamente por las escaleras y a medida que lo hacíamos, una que otra de las unidades se entreabría y alguien asomaba la cabeza, pero al vernos, se volvía a meter rápidamente.

La puerta de uno de los departamentos del quinto piso estaba abierta de par en par y a oscuras. Nicholas, que tenía más experiencia que yo, entró primero, alumbrándose al mismo tiempo con una linterna, la alarma era aquí ensordecedora, casi no dejaba pensar y provenía de algún lugar desde el interior de la vivienda. Inspeccionamos con cuidado las habitaciones del piso inferior, luego subimos lentamente a la planta alta sin encontrar ni rastro de los delincuentes. El departamento en cuestión, era uno común y corriente, lucía bien ordenado, aunque con una increíble cantidad de ropa, zapatos y libros. En ése momento arribaron los refuerzos, aunque, quienes hubieron estado allí, ya se habían dado a la fuga antes de que nosotros llegáramos.

Uno de los colegas logró dar con el origen de la alarma y consiguió desactivarla, ésta había sido ingeniosamente instalada en uno de los peldaños de la escalera, lo cual provocó la hilaridad general. Otros dos comenzaron de inmediato con la recolección de las huellas dactilares en la puerta, que a simple vista, no parecía haber sido forzada. Los demás nos organizamos en dos grupos, uno comenzaría la búsqueda de los intrusos en todos los departamentos del edificio y el otro en los aledaños, dado que éste poseía una puerta trasera que conectaba con el corazón de la manzana.

Nicholas y yo, luego de haber concluido la revisión de cada uno de los diez departamentos que conformaban aquel inmueble y no haber encontrado nada sospechoso, nos acercamos al fin a la ambulancia, donde un paramédico acompañaba a una mujer en sus cuarentas que permanecía inmóvil sentada en la camilla. Era delgada y pequeña, lucía calmada, con notorios signos de haber llorado y miraba llanamente al suelo. Como única indumentaria traía una camiseta desgastada y ropa interior, sostenía entre sus manos una bata descartable de color azul.

Nicholas tomó la palabra y nos presentó; la mujer apenas se movió. Seguro que querrá cubrirse..., continuó Nicholas. Ella entonces levantó la cabeza y dirigió una mirada primero a él, luego a mí, después a sí misma y comenzó lentamente a colocarse la bata. Me pregunto si le gustaría llamar a alguien, añadió él, alcanzándole un celular, su domicilio deberá ser examinado minuciosamente y por el momento no podrá volver a él, no sé si lo comprende... La mujer asintió y tomó enseguida el celular. Lamento mucho lo que pasó..., dijo Nicholas en tono de disculpa, mi compañero y yo llegamos tan pronto como pudimos... Avísenos cuando esté lista, quisiéramos hacerle un par de preguntas, si nos lo permite. La mujer asintió de nuevo. Y nosotros nos hicimos a un lado y fuimos por un café, que una de las colegas iba repartiendo, mientras la mujer se comunicaba con alguien.

Minutos más tarde, volvimos a la ambulancia y escuchamos por parte de la mujer, la inverosímil historia de unas Mariquitas, de por qué había instalado la alarma de autos en la escalera, de cómo la puerta del departamento se abrió silenciosamente, del modo en que ella, tendida en el piso, había visto entrar a los intrusos y finalmente cómo se había arrastrado por el suelo hasta lograr huir, justo cuando la alarma se hubo activado. En un primer momento, creí que la mujer no se encontraba bien de la cabeza, a menudo tropezamos con personajes así, que padecen algo que nosotros llamamos: “Efecto CSI”; pero aparte de aquel relato, la mujer parecía coherente y negó tajantemente que hubiera ingerido drogas o alcohol. Dijo trabajar como Lectora para una editorial, lo cual casi me produjo risa. Para ganarse la vida, no hacía más que ponerse cómoda y leer un libro. Éso sí que había sido, en mi opinión, haber sabido elegir una buena carrera.

Nicholas preguntó entonces: ¿Tenía dinero, joyas o algo de valor guardado en el departamento? ¿Sospechaba de alguien que pudiera hacerle daño? ¿Enemigos?¿Algún ex-novio o ex-marido enojado? ¿Hay alguien que posea una copia de la llave? La mujer negó todo vehementemente. Nicholas se plantó aquí seriamente y dijo: Mire señora, sabemos que la está pasando mal, pero recuerde, nosotros no somos el fisco, así que le repito: ¿Posse dinero, joyas o algún objeto valioso guardado en su departamento? La mujer volvió a negar. En ése momento, un colega avisó por la radio que la persona a quien la mujer había llamado, acababa de llegar y pedía permiso de dejarla ingresar al perímetro que había sido marcado. Nicholas dió el visto bueno.

Instantes más tarde se acercó corriendo una pareja: una mujer y un hombre, que parecían de la misma edad que la víctima. Se presentaron como la mejor amiga y su marido. La mejor amiga, preguntó si no era posible, dejar para otro momento el interrogatorio, mientras que el marido preguntó si se había logrado dar con los sospechosos. La respuesta a la primera pregunta fue sí y a la segunda no. Quedamos de realizar un nuevo interrogatorio, por la tarde, en la comisaría. Nos despedimos, la mujer había comenzado a llorar de nuevo y se abrazaba sollozando a la amiga.

Acabábamos de subirnos al patrullero cuando Nicholas exclamó: ¡Maldición! Pero si está claro... y bajándose rápidamente se acercó corriendo de nuevo a la mujer, yo lo seguí de cerca, sin comprender del todo. Disculpe, señora ¿Está Ud. segura que la puerta se abrió sin hacer ruido? ¿Puede que los intrusos utilizaran una llave, cierto? La mujer asintió. Le repito, entonces ¿Hay alguien que posea una copia aparte de Ud.? La mujer negó. ¿Cambió Ud. recientemente la cerradura? La mujer dijo al fin que sí, que la cambió justo hace unos seis meses. ¿Se acuerda el nombre del cerrajero? La mujer no se acordaba, pero dijo que su taller se encontraba frente a la parada del tranvía de Herrenstrasse, el cerrajero también vive allí, añadió la mujer.

Nicholas ni siquiera agradeció, como es su costumbre y volvió corriendo al patrullero; yo no me desprendía de él, ni por un instante. Ya adentro, sentado al volante, me ordenó: Abróchate y acto seguido puso la baliza, encendió la sirena y arrancó el auto. Velozmente tomó la vía Norte rumbo a Herrenstrasse.

Un gran letrero de luces rojas tintileantes, anunciaba: Cerrajero, atención de urgencias las 24 horas. Era un local con un gran ventanal a la calle, cuya puerta, dada la hora, estaba naturalmente cerrada. Enseguida pude notar que a Nicholas se le había metido algo inusual en la cabeza, porque ante mi sorpresa, comenzó a acometer a patadas la puerta. ¡Policía, salga con las manos en alto! Pateó repetidas veces hasta que la puerta crujió, luego no paró de dar empujones hasta que cedió finalmente. ¡Policía! Gritaba Nicholas, apuntando con el arma, yo iba detrás. ¡Policía!

Habíamos avanzado apenas unos pasos cuando tropezamos con los pies descalzos e inmóviles de un hombre, que vestía pijama. No nos hizo falta controlar su pulso, pues una mancha oscura se extendía por el piso, partiendo desde su cabeza. Al alumbrar sobre su cara, sus ojos fijos, permanecían abiertos mirando a la nada. En medio de la frente, era visible el orificio de entrada, de una única bala.

Continuará...

 

sábado, 24 de julio de 2021

 

La Mariquita de la suerte

Parte I

Ésos pequeños insectos, que se dice traen la suerte, pueden parecer a simple vista muy tiernos, incluso queribles. Yo misma, en mis años de estudiante, solía disfrazarme de uno y me paseaba por ahí con una gran toalla de color rojo atada a la espalda, dos pelotitas de plástico sujetas a una vincha en forma de antenas y varios puntitos negros dibujados en mi cara. Así que aquella noche de verano, cuando hubo de ser necesario dejar las ventanas abiertas y a éso de las diez se metiera volando un insecto; me sorprendí de que se tratase de una Mariquita, pues no sabía que podían hacerlo. Le resté importancia hasta que se metió un segundo, luego un tercero. Al ver que no se espantaban con el sonido de la voz o con el agitar de un trapo, ideé una especie de cucurucho con una hoja de papel, así podía tomar al insecto sin lastimarlo y depositarlo sobre el tejado, ya que el departamento se encontraba en el último piso. En más o menos media hora había sacado con éste método unas siete Mariquitas, constatando con creciente preocupación que se habían metido, en ése mismo período, el doble número de insectos.

Definitivamente mi método no estaba resultando, entonces decidí buscar ayuda en la Web. Las fotos que allí se exhibían, no hicieron más que ahondar el temor de estar sufriendo una infestación masiva. Con suma atención leí las recomendaciones que se tildaban de infalibles y a la media noche me encontraba cortando afanosamente todos los limones que tenía en la heladera y en lugar de preparar la dilución de vinagre blanco que recomendaban, metí vinagre puro en un vaporizador y armada con ello declaré la guerra a los insectos. Resultó. Éstos rápidamente se fueron y yo aseguré las ventanas de inmediato. Lo que en aquel artículo no se mencionaba, era que después de haber depositado por doquier recipientes con rodajas de limón y hacer espolvoreado aquí y allá la solución de vinagre, uno mismo se vería en la necesidad de abandonar la habitación, en éste caso el dormitorio, pues era imposible permanecer allí debido al insoportable y penetrante olor.

Resignada, agarré mi almohada y bajé al living, acomodándome en el sillón. Estuve ahí largo rato, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, pero no pude conciliar el sueño. Probé entonces de escuchar música suave por medio de auriculares y nada. Luego me incorporé, encendí las luces y leí sin comprender, una página cualquiera de una revista que cayó en mis manos, pero el sueño no vino. Cerré la revista, apagué las luces y decidí acostarme de nuevo, ésta vez, sobre la alfombra, boca abajo en el piso, colocándome entre el sillón y la mesita de vidrio. Al poco tiempo comencé a notar, al fin, que aquello parecía estar dando efecto. Calculé que debían ser más o menos las dos de la madrugada.

Ya entre sueños, me pareció escuchar pasos, que sonaban lejanos en la escalera principal del edificio y continuaron subiendo hasta llegar al último piso y ya que allí sólo vivíamos el vecino y yo, no dejé de extrañarme de las actividades nocturnas de aquel. Pero los pasos no se detuvieron en aquella puerta, sino que siguieron de largo en dirección a la mía. En pocos segundos, sin poder discernir todavía si estaba dormida o despierta, escuché, estremeciéndome de horror, cómo unas llaves se introducían simultáneamente en la doble cerradura, hacían el ruido característico de girar y la puerta de mi departamento silenciosamente se abría.

Me imagino que ésta situación o alguna parecida, es la pesadilla de cualquier persona, que como yo, viva sola. Y más aún si aquella es adicta a las series de crímenes verdaderos, en las que ha visto morir a individuos asesinados en su propia casa. Por ejemplo, está aquella estudiante que vivía en un primer piso con balcón y dejó abierta la puerta mientras dormía, aquella otra que habitaba en la planta baja, cuya ventana fue forzada y ella atacada mientras se duchaba, o el caso increíble de aquel hombre, que al parecer lo último que vió, fue salir a un encapuchado desde un armario empotrado en la pared, el mismo, como se supo más tarde, contenía un pasadizo escondido que comunicaba con el departamento contiguo, etc. Yo había tomado en cuenta todas estas experiencias, al momento de decidirme por el mío. Éste, se encontraba en el quinto y último piso y aunque tenía balcón, era imposible acceder a él desde la calle o desde el piso inferior; no ofrecía ningún otro tipo de ingreso, salvo la maciza puerta principal de doble cerradura. Era espacioso, construido como una casa y constaba de dos plantas, en la primera se ubicaban la cocina-comedor, sala de estar, balcón y baño de las visitas, en el medio estaba dispuesta una escalera caracol de madera, que permitía acceder al piso superior, donde se encontraba el estudio, otro baño y la habitación más grande de todas: el dormitorio, con ventanas amplias y de fácil acceso al techo.

Como primera opción, en el hipotético caso de producirse una intrusión, me habría propuesto, nunca enfrentarlo; consciente de la fragilidad de todas mis estructuras anatómicas, sólo podría salir perdiendo. Llamar a la policía tampoco consideré una posible alternativa, estaba convencida de que jamás podrían llegar a rescatarme a tiempo. Menos conectarme a un servicio privado de alarmas, que siempre me sonó a patrañas. Por lo cual lo mío fue proveerme de una vía rápida de escape. Y en uno de los primeros días, luego de haberme mudado, concluí que la mejor forma era escapar por el techo. Y dado que la mayoría de los casos presentados en crímenes verdaderos, habían sucedido de noche, cuando la víctima ya se encontraba durmiendo, construí un mecanismo casero, oculto en uno de los peldaños de la escalera, con la esperanza de que me alertarse a tiempo. El mismo se activaría nada más al ser pisado y provocaría un ruido suficientemente estruendoso, que no sólo sería escuchado desde el interior del dormitorio sino en todo el edificio, dándome tiempo de sobra para abrir una de las ventanas y conseguir escapar, en caso de ser necesario.

Claro está, siempre cabía la posibilidad de no poder hacerlo a tiempo, en cuyo caso sí que me defendería, patearía, mordería, arañaría y me aseguraría de retener la mayor cantidad de tejidos biológicos, fibras de ropa, cabellos, etc., para ayudar a que la policía pudiera resolver aquello que me hubiera sucedido, aunque yo, ya no pudiera contarlo.

No obstante, en todas las variantes que habían pasado por mi cabeza, jamás se me había ocurrido lo que estaba aconteciendo aquella noche. Yo estaba tendida en el piso y observaba a través de la mesita de vidrio, cómo dos sombras, ingresaban sigilosamente por la puerta. La primera tropezó de inmediato con la cantidad obscena de zapatos de tacón alineados en la entrada. De inmediato ambas sombras permanecieron quietas, como congeladas, una de ellas, la que me pareció era quien daba las órdenes, le hizo a la otra el ademán de shhhhh y momentos más tarde, dió la órden de avanzar, señalando el piso superior. Muy despacio, caminaron, tanteando en la oscuridad en dirección a la escalera y comenzaron el ascenso.

Continuará...


domingo, 13 de junio de 2021

 

Doktora en el Diario de Prusia del Este

¿Por qué Doktora se quedó en Königsberg? ¿Por qué no abandonó la ciudad cuando el bombardeo recién había comenzado? Conocedora de que el ejército rojo se iba acercando, que miles de hombres aguantaban las ganas, preparándose para caer con saña, especialmente sobre las mujeres; ¿no hubiera sido mejor escapar y hacerlo rápido? Son éstas las preguntas que me asaltan en las noches, en las que su recuerdo me escarba en la memoria y me impide dormir. Quizás no era alentador para la marcha, saber que al Este no se podía ir, porque de allá venía el enemigo, hacia el mar era imposible, pues los puertos ya habían caído, sólo quedaba dirigirse al Oeste y cruzar Polonia, que era tierra hostil. ¿Fueron éstas reflexiones las que le hicieron quedarse? ¿Fueron éstas? Poco antes de que la ciudad fuera tomada, el comunicado hubo anunciado: “A todas las mujeres que se desempeñen en el hospital, se les concede abandonar sus puestos de trabajo y marchar, por cuenta propia”. ¿Fue ésa “cuenta propia” la que les hizo quedarse? ¿A ella y a las demás mujeres? No lo sé, pero lo hiceron. Doktora se quedó..., las enfermeras se quedaron.

Hans Graf von Lehndorff era un médico cirujano de 35 años cuando las tropas rusas atacaron Königsberg en el año 1944. En su “Diario de Prusia del Este” nos lleva de la mano a través de los meses que sucedieron a ésa invasión y nosotros avanzamos sin querer, resistiéndonos, porque él nos obliga a mirar aquello que no queremos ver y hubiéramos preferido ignorar y nos va contando éso, de lo que no se suele hablar.

Prusia del Este, en aquel entonces, era un enclave alemán ubicado entre Polonia, Lituania y el mar del Este; separado sólo unos 600 kilómetros de Berlin. El Diario se deja leer con todos los músculos contraídos, haciendo largas pausas para ponerse a llorar. Y si aún quedaba algo de inocencia en nosotros, sentimos cómo ésta se termina de marchar, sin dejarnos nada con qué consolarnos. Por sus hojas desfilan personas que existieron de verdad, que tienen nombres definidos, algunos son sólo abreviaciones o palabras afines a la labor que realizaban: Doktora, es uno de ellos. Graf von Lehndorff no hace una descripción física de ella, pero se la puede ver, como si estuviera ahí, de pie con su guardapolvo blanco, ante nuestros mismísimos ojos. Ella era una médica residente de cirugía, se puede inferir que era muy joven, entre los 25-30 años, que es la edad en la que más no menos se suele comenzar la Residencia. Por algún motivo pareciera que intenta permanecer cerca del autor del diario. Pero ni él, ni ningún otro, pudo hacer nada para defenderla, ni a ella, ni a las demás mujeres del hospital. A veces, en ésas oscuras noches de insomnio, donde toda explicación resulta imposible, puedo ver a Doktora, todavía de pie frente a la mesa de operaciones, pese a todo, con sus pantalones desgarrados y su mirada evadiza. Anoche lo volví a pensar y entonces lo supe, supe por qué se quedó: la respuesta estuvo todo el tiempo en los que necesitaron de las manos de ella. Por eso se quedó, aunque significase quedarse del todo. Soportar, callar, deshacerse de a poco hasta diluirse y desaparecer, confundida con el suelo mismo de Prusia del Este.

Y entonces dormí, dormí y soñé. Soñé que en 1947 cuando al fin Hans Graf von Lehndorff descendía del tren en Berlin, no llegaba solo, sino que ella, Doktora, también venía... 


sábado, 5 de junio de 2021

 

La otra familia

El E-mail lo comenzó a escribir después de haber llorado tanto, que no podía pensar bien. Se sorprendía, ella misma, de estar escribiéndolo. Pero, en ése momento, lo único importante que se le venía a la cabeza, era la imagen de dos, tres o quizás más, criaturas hambrientas, quizás hasta enfermas y la posibilidad de ella, “la otra”, desesperada, completamente sola y condenada por todos, hasta por ella misma, después de haber tocado ya, la mayoría de las puertas.

Por favor, dime, decía el mail, ¿es que mi marido tiene niños con ésa mujer? No es para reprochárselo, no ahora, en el estado en que él está, pero lo que no soportaría, sería, que aquellos niños estuvieran sufriendo... o padeciendo hambre. No sé si me entiendes, quizá no, pero te imploro me lo digas, porque no tengo a nadie más, a quien preguntarle.

El correo iba dirigido al mejor amigo de su marido, al compañero fiel de parranda, a su más cercano compinche, a quien solía darle los Alibis más improbables, cada vez que su marido, no sabía cómo justificar, ésas prolongadas y sospechosas ausencias.

Ella se avergonzaba de estar escribiendo el E-mail, se avergonzaba tanto, en el fondo de sí misma, porque no lo hacía espontáneamente, motivada por su buen corazón. Pero los recuerdos de su propia niñez volvían. Aquellos recuerdos que parecía que se iban, siempre volvían, más nítidos que nunca. El delantal de la escuela, arrugado y amarillo. Los pies cansados, el dolor, pesándole en los brazos, la bandeja repleta de magdalenas que nadie quería comprar. Su voz gastada de tanto gritar: madalenas, madalenas, fresquitas de hoy, madaleeeeenaaaaaaas.

No supo que más escribir. Tuvo que levantarse a cerrar la ventana, pues la lluvia había comenzado recién. Al volver a sentarse se sonó fuertemente las narices y pensó bien en las palabras propicias para convencerle a decir la verdad: que ella no pensaba hacerles nada mal. Quiso concentrarse, pero no pudo, sus recuerdos volaron otra vez, décadas atrás y pudo ver, como si estuviera ahí no más, metros más adelante de ella, a su hermano pequeño, un año menor, que gritaba también: ma-daleeeeenaaaaas, ma-daleeeeenaaaas. Iban los dos por una feria, se veían a derecha e izquierda puestos improvisados de ropa, zapatos y abarrotes, extendidos en el suelo. A pesar de que ellos eran, los dos, niños milagrosamente sanos, dadas las circunstancias, tenían una voz alta y firme, nadie parecía reparar en ellos, ni en sus bandejas.

Por favor, dime, sólo dime si marido tuvo hijos con ella..., prometo no hacerles daño, al contrario, me gustaría darles una mano. Terminó de teclear sobre la computadora y como si temiera arrepentirse, puso su nombre al pie del mail y pulso rápidamente: ENVIAR.


jueves, 3 de junio de 2021

 

Nada que decir

Nunca llegamos a decir realmente, cómo nos habíamos conocido. A los amigos más cercanos, que eran pocos, les hicimos creer que fue amor a primera vista, en una panadería. Lo sé, si la historia era de por sí inventada, deberíamos haber puesto más empeño, pero como fue idea de Nick, yo se la respeté. Lo cierto es que lo nuestro había hecho clic, en una conocida página de citas de internet, ésa del slogan: el que no busca, no encuentra; cuyo anuncio se puede ver, en casi todas las paradas de tranvía. Su perfil me había parecido interesante: soltero, IT senior expert, gusta de viajar, no fuma y especialmente, no tiene hijos. Y era uno de los pocos que también había marcado ésa casilla, como yo, ubicada un poco más abajo: no tiene hijos y no quiere tenerlos.

Tuvimos un lindo noviazgo, muy tranquilo. Nick, no era de hablar mucho, según él, para evitar el riesgo de repetirse. Y no había mentido en su perfil. Gustábamos de viajar, aunque fuera por trayectos cortos. Solíamos detener el auto en el camino, al pie de cualquier cerro, que nos pareciera lindo y marchábamos en silencio por el bosque, tomados del brazo como dos viejitos. Nick era un excelente nadador, pero respetaba mi miedo al agua. Aún así íbamos a menudo a la piscina, él se metía. Yo me acomodaba en un sillón con mi libro y ambos éramos felices. Le encantaba cocinar y cuando lo hacía, utilizaba su alter ego, a quien terminó llamando Luigi (un chef italiano de renombre mundial, también inventado por él). Bastaba el hecho de ponerse el delantal y había que llamarlo Luigi. Y él hacía honor a su fama. Fue la época en la que comí mejor que nunca, sin tener que ir a un restaurante. De hecho los visitábamos raramente, para ahorrarnos el desencanto, pues sabíamos de antemano que lo que terminarían sirviendo allí, no podía competir con lo que Luigi pudiera prepararnos. Éso sí, éramos de ir mucho a bares, de preferencia a aquellos que se especializaban en cocteles. Entonces yo, para hacerle la competencia a Luigi, me compré varios libros de coctelería, e inclusive tomé un curso y con el tiempo no estuvo nada mal, lo mío.

Al comenzar el segundo año, Nick acostumbraba quedarse en mi casa durante los fines de semana. Solía venir los viernes al salir del trabajo, ya con una pequeña maleta. Sábado y domingo pasaban volando. Los lunes por la mañana nos subíamos a su auto, me dejaba en mi trabajo y luego se iba al suyo. Lo nuestro marchaba aceitado, sin contratiempos. En uno de ésos lunes por la tarde, cuando lo normal era que no se presentara, Nick lo hizo. Ambos comprendimos que era mejor mudarnos juntos. Y lo hicimos. Decidimos quedarnos en mi casa, que era más grande en comparación al departamento de él. No podría decir que la convivencia nos hubiera cambiado, no, éramos los mismos. Comenzamos a tener pequeñas rutinas, como por ejemplo pasar por la biblioteca los sábados por la mañana. Él solía ir a la sección de audiovisuales y elegía para nosotros las películas que en su opinión, era imprescindible ver. Yo por mi parte me hacía de libros de cuentos y ambos salíamos ganando. En una de ésas idas, trajimos a casa la cinta Moon con Sam Rockwell. Aquella película terminaría convirtiéndose en mi favorita de todos los tiempos, tanto que la compré y pude verla, a mi antojo, docenas de veces. El protagonista también se llama Sam y está solo en la luna. Bueno, no está completamente sólo, lo asiste y acompaña un robot llamado GERTY (que vendría a ser, en mi opinión una versión mejorada de HAL 9000 de Odisea en el Espacio). Entonces cuando Nick se retraía tanto que terminaba ignorándome o se encerraba a trabajar en el estudio, yo me convertía en Sam y pretendía que GERTY estaba a mi lado y me daba charla.

Al comenzar el tercer año, continuábamos yendo regularmente a la piscina, él a nadar, yo a leer. En una de aquellas tardes, cuando Nick se hallaba descansado de su rutina, en el sillón de al lado, pude advertir que se quedó mirando detenidamente a una pareja que ocupaba las reposeras, metros más allá. Una pareja más joven que nosotros, el padre acomodaba en ése momento, unos inflables al rededor de los bracitos de un niño pequeño. Yo, que creía conocer a Nick, aún no había visto ésa mirada infinitamente melancólica en su cara. De igual manera comenzó a cambiar el tono y tema de la películas que él solía elegir. Pasaron a gustarle de pronto los documentales y los dramas familiares. En uno de ésos fines de semana, cuando los dos estábamos recostados en el sillón, comenzó la película que él había colocado en el reproductor. Era un documental desgarrador sobre probabilidad de malformaciones congénitas, atribuídas en gran medida a la avazanda edad de la madre. Cuando terminamos de verla, Nick preguntó qué me había parecido, (lo cual era extraño, como ya dije, él era de hablar lo extrictamente necesario) yo moví la cabeza pensativa y dije: triste. Acto seguido dije que tenía hambre y le pedí a Luigi que me ayudara a preparar la cena. Ése día, por primera vez, tuve que cocinar sola, Luigi se negó a salir.

Al día siguiente, que por cierto también era lunes, al volver del trabajo, encontré sobre la mesa una nota de Nick que decía: “Lo siento, pero debemos separarnos. Mandaré a mi hermano por mis cosas. Por favor, te ruego, no intentes contactarme, mi decisión no habrá de cambiar”. No niego que aquello me tomó completamente desprevenida. Aún incrédula, decidí prepararme un coctel y me lo tomé de un sorbo, luego otro, no dejé de admirarme de lo bien que me salían ahora. Cuando ya me había tomado tantos que dejé de hacer la cuenta, me tiré en el sillón y me puse en la piel de Sam y le pregunté a GERTY. ¿Puedes creerlo? Le dije, se fue, me dejó... GERTY, respondió con su voz robotizada ¿Quieres que te prepare algo de comer? En ése momento, como por milagro, apareció el “otro Sam” (el último en ser clonado) que dijo: No es para tanto Sam, ¿qué tal si bailamos? Y puso el tema (como en la película) Walking on Sunshine de Katrina & the Waves. Y nos pusimos a bailar como locos, moviendo nuestros traseros exageradamente, cantando a viva voz: “I just want you back and I want you to stay...”


sábado, 29 de mayo de 2021

La vía

Era la una de la mañana cuando la enfermera llamó y dijo que el paciente de la habitación 214 había perdido la vía. Yo le dije que iría apenas pudiera. Es de suceder que los sábados de madrugada, la guardia se nos llena y no damos abasto. Un elevado porcentaje de ésas urgencias son intoxicaciones agudas: de alcohol, de alcohol con benzodiazepinas, de alcohol con opíaceos, de sólo opíaceos o muchas sustancias desconocidas a la vez. Los pacientes suelen ser tan jóvenes, que a veces incluso hay que avisar a los padres y a la policía. La ambulancia los trae en situaciones extremas, muchas veces en coma, por lo que hay que actuar rápido: intubarlos, sacarles sangre, ponerles una vía y trasladarlos de inmediato a la terapia intensiva. Pero lo peor de todo es cuando vienen de dos en dos, entonces corremos de aquí para allá y nos olvidamos por completo, de que por ejemplo el señor de la habitación 214 necesita una vía.

Cuando la enfermera volvió a llamar, ya eran pasadas las dos y ésta vez, pidió que fuera cuanto antes. Lo hice. Subí corriendo las escaleras hasta el segundo piso, para amainar también el adormecimiento, que a ésas horas suele apoderarse de mí. Pasé por la enfermería, donde no había nadie y me hice del set de venoclisis. Durante la noche, los pasillos del hospital están tan callados, que se puede escuchar hasta lo no dicho y el más mínimo ruido, se presenta magnificado. Al acercarme a la habitación del paciente, se oían leves gemidos. Toqué despacio y empujé la puerta, que estaba entreabierta. Sólo la luz de la mesita estaba encendida. El paciente estaba tendido en la cama, boca arriba, la cabeza completamente calva, los ojos abiertos, las cuencas hundidas, movía los labios casi imperceptiblemente, sin lograr decir nada. Aquel cuerpo tenía más muerte que vida. Al lado de la cama yacía una bomba apagada de morfina. El temor de que estuviese padeciendo dolor, me hizo sentir culpable y me avergonzé, de no haber venido antes.

Sentado en una silla, a su lado, un hombre lloraba con la cabeza hundida, sosteniéndole la mano. Al sentir que había entrado en la habitación, levantó la cabeza, su cara me hizo imaginar la cara que debió tener el paciente, cuando era joven y estaba sano.

Disculpe, le dije al muchacho, quien supuse era el hijo, es que la guardia está llena...

Hace días que está así..., dijo él, limpiándose las lágrimas con la manga de su pullover. Costó mucho ponerle la vía durante el día...

Permítame, dije suavemente acercándome a la cama. El muchacho se levantó, acomodando cuidadosamente la silla para que yo pudiera sentarme. Me senté.

En ése momento sonó mi teléfono, tan fuerte, que el ruido hizo que el paciente parpadeara un poco, pero ni siquiera se giró para mirarme. Disculpe, le dije al hijo, vuelvo en seguida. Salí de la habitación. Acaba de llegar otra ambulancia, dijo la voz al teléfono. EPOC reagudizado, continuó. Vayan sacándole sangre y háganle nebulizaciones, dije, yo bajaré enseguida.

Volví a entrar en la habitación, pero antes puse el teléfono en vibrador. Lo siento, volví a decir, sentándome. A simple vista, el paciente no ofrecía ninguna posibilidad para una vía periférica. Se notaban los intentos de varias venoclisis fallidas en los brazos. Sus músculos se habían atrofiado tanto y sólo la piel parecía cubrirle los huesos. Por ello yo no me animaba a ponerle una vía subcutánea, porque al carecer de materia adiposa, no estaba segura si la bomba de morfina que se le venía administrando, tendría efecto.

Nos dijeron que estaba cerca..., dijo el hijo, pero hace días que está así...

Yo no supe qué contestar, seguí buscando con mis ojos una vena, palpando en sus brazos.

Parece que él no se quisiera ir..., dijo el muchacho.

Me volví a mirarlo y él continuó. Hace poco se volvió a casar, dijo, tiene un bebito... Parece mayor, mi papá, dijo señalándolo, pero sólo tiene cincuenta y dos años...

Arremangué cuidadosamente la bata del paciente y en el nacimiento de su brazo derecho se insinuaba apenas una vena, puse el torniquete, desinfecté y deslizé la vía. Con gran alivio ví fluir la sangre. Fijé la vía con un parche y vendé el brazo. Después encendí la bomba de morfina. El muchacho también suspiró aliviado y me tomó enseguida de la mano. Gracias, murmuró. Yo hice un gesto con la cabeza, me hice del set que había llevado y salí despacio.

Mientras desinfectaba mis manos fuera de la habitación, pude escuchar que el muchacho ya no lloraba, sino decía: Te puedes ir tranquilo, papá... Si es por el bebé... te puedes ir tranquilo...


martes, 25 de mayo de 2021

 

Después del feriado

¡Nada de ésto estuviera pasando si prestaras más atención! ¡Más atención! ¿Es tan difícil anotar los días feriados? ¡Eh! ¿Es tan difícil? Si lo hubieras hecho, no habríamos tenido un fin de semana así. Anotar los feriados, los feriados... ¿Y a qué hora piensan abrir éstos? Si son las siete, ¡ya son la siete! ¿No se dan cuenta que hay clientes esperando? ¡Qué suerte que llevo el barbijo! Somos los mismos de siempre, los que van sólos, los que no miran, los que han esperado, los que esperan, los que seguirán esperando, los que se olvidan de anotar los feriados... Ahí, ahí vienen. Sí, ríete, ríete no más de nosotros. ¡Tú! ¿Qué se puede saber a tu edad? ¡Mocosa! A tu edad también creía que me metería el mundo en el bolsillo, pero espera y verás, a dónde llegas con tu sueldo de supermercado. Así que ríete no más, tranquila, ríete, que tarda, pero llega. ¡Pero éstos están cada vez peores! ¿Acaso no piensan respetar la fila? Si yo llegué antes que aquel de abrigo gris. ¡Dí algo, reclama, tú llegaste antes que él! Pero mira cómo está, mira sus manos, su frente ¡cómo traspira, cómo tiembla! mejor no, no digas nada, cállate, que te puede salir caro el chiste. No te olvides que es mejor tomar una canastilla al entrar, hay que hacer como si nada. Al supermercado se viene a comprar. Mira si hoy justo te encuentras con alguien de tu edificio. Sí, mejor lleva una canastilla. Pero ésta vez mejor compra enlatados, ya ves si llevas fruta, termina siempre en el tacho de basura, como si te andara sobrando el dinero. Rápido, rápido, a ver, a la góndola de enlatados, sí, un par de latas de atún, una de salchichas y listo. Ahora a los estantes de atrás, a lo que hemos venido. ¡Ahí están, mis amores! Agarralos bien rápido. ¡Ah, qué bien se siente, sólo con tocarlos! Lleva de una vez dos..., o tres, mejor cuatro, no, no, sólo dos, sólo dos. Ahora rápido, a la caja. Sí, no hay duda, siempre somos los mismos. Solo que estamos peor. Mira aquella, no puede contar siquiera las monedas... Y de nuevo el del abrigo gris, pero ¿qué es lo que está llevando? ¡Ah, nada! ¿Así que eres de los cortos? ¡Eh! ¡Por eso estás tan mal! Pero, ¿qué le pasa a éste? Mira cómo ni siquiera espera que la cajera abra la vitrina, que se abra..., ¡espera que se abra la vitrina! Cómo se llena de ellos las manos. ¡Qué! ¡No, no lo hagas por favor! Te lo dije, con éste es mejor no meterse. Mira cómo no espera que se los cobren y ahí no más los abre, si tuviera que tragarlos con botella y todo, seguro lo haría. ¿Pero que no entiende que está prohibido hacer eso? Bueno, bueno paga de una vez y ándate. Ahórranos a todos ésta verguenza. ¿Quieres pagar con tarjeta de crédito? ¡Y no sabes que aquí no aceptan! Son sólo cuatro euros, dos por botellita. No, no tienes nada. ¿Que venga seguridad? Pero si son sólo cuatro euros... Déjelo, suéltelo ¡No, no llame a la policía! No te metas, te dije, quedate afuera. Demasiado tarde, ya lo agarraron..., pero si son sólo cuatro euros... 

¿Qué dice señorita? Sí, cóbreme los Jägermeister también..., pero yo, en principio, vine sólo por los enlatados ¿sabe? Como ayer era feriado... Pero ya que estoy aquí, me dije, ¡por qué no aprovechar!


sábado, 22 de mayo de 2021

 

Si usted tuviera hijos, lo entendería

Rahel vestida con su uniforme azul marino, la credencial balanceándose al cuello, salió apresuradamente de la oficina del jefe. En lugar de tomar las escaleras rumbo al subsuelo, donde debería continuar su trabajo en el archivo, siguió de largo por el pasillo hasta alcanzar el ascensor. Bajó de él en el cuarto piso y fue de inmediato a la sala de audiovisuales, encontrándola completamente vacía. Buscó también en la sala de música, que estaba concurrida con un trajín inusual, pero lo que buscaba, tampoco se encontraba ahí. Luego caminó en dirección de la sala de estar, donde algunas personas yacían despreocupadamente sentadas en torno a la mesa y parloteaban con camaradería. Se acercó decidida a una de ellas, que en ése momento estaba distraída hablando con la vecina, mientras le mostraba fotos en un celular. Sin ningún tipo de anticipación, se abalanzó sobre ella, agarrándola violentamente de los cabellos a la altura de la nuca y con una fuerza tal, le estampó la cabeza contra la mesa. La mesa crujió, las conversaciones cesaron. Y antes de que la otra pudiera quejarse siquiera del dolor terrible que le desgarraba la cara o reparar apenas en el líquido viscoso y caliente corríendole por la nariz. Rahel gritó completamente fuera de sí: ¡Ahora... ahora es cuando recién te puedes ir a quejar... ladilla! Luego se acomodó el flequillo que le había caído sobre la cara, rectificó la credencial que se había ladeado, dió la vuelta y salió dando un portazo.

La noticia del incidente se vendió como pan caliente en la biblioteca. La versión original fue modificada de maneras diferentes, siempre con exageraciones, como si la verdad no fuera suficiente. No obstante, sobre lo que más se especuló, fue el motivo que había conducido a aquello, las malas lenguas no tuvieron reparo en decir que la cosa parecía involucrar a un tercero.

Literatura clásica: Bien merecido se lo tenía fulanita, en mi opinión...

Germanística: ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Algo así es intolerable, no se puede aceptar ése tipo de violencia...

Comics and more: Hablas de aceptar, sí, y qué dices de nosotros, que aceptamos tanto de fulanita... yo creo que lo hizo Rahel, está mal, sí, pero de alguna manera tiene una justificación.

Germanística: ¿Es que no comprenden que fulanita es madre soltera? ¡Por Dios!

Comics and more: Por si no te has enterado, existen niñeras querida...

Germanística: Yo soy una convencida de que hay otras formas para resolver los problemas además de...

Literatura clásica: ¡Pero qué dices! Con fulanita no se puede, yo estuve allí el viernes, cuando Rahel intentó razonar con ella. ¿Pero qué hizo la otra? Mira que ir con el jefe y decirle que fue agredida verbalmente, definitivamente fue un acto de mala fé...

Comics and more: Éste es un trabajo como cualquier otro, no puedes esconderte en el hecho de ser madre soltera, creo yo...

Literatura clásica: ¡Exacto! Nos tuvimos que hacer cargo, sin chistar, de sus turnos de fin de semana, pero de ahí, a que tengas que suspender tu vacación..., yo le doy a Rahel todo mi apoyo.

Germanística: Ustedes opinan así porque son hombres, si fueran madres, ya los vería yo, pasándose al otro bando.

Literatura clásica: Igual, yo creo que parte de la culpa también la tiene el jefe. Según lo que la secretaria contó, le dijo a Rahel, precisamente a ella, que por supuesto fulanita tenía preferencia. Y aquí debo citarlo textualmente, le dijo: Si usted tuviera hijos, lo entendería.

 

domingo, 16 de mayo de 2021

 

El helado

Las chicas y yo nos habíamos bajado del tren en Frauenalb y desde allí decidimos avanzar a pie por medio del bosque hasta llegar a Herrenalb. Íbamos ligeras por el sendero que corría paralelo al río. Aunque apenas era media mañana y recién acabábamos de desayunar, ya íbamos hablando sobre lo que nos apetecería comer. Ana decía: Yo, de comer aún no sé, pero eso sí, voy a tomar un gran helado. Excelente idea, añadió Lina, uno de amarena y stracciatella, mmm se me hace agua la boca. Yo permanecí en silencio. ¿Y tú? me preguntó Ana. Lina, que llevaba más tiempo de conocerme, respondió por mí: No, a ella no le gustan los helados. ¿Y eso? Observó Ana. Yo meneé la cabeza y me encogí de hombros. Yo me acuerdo, recordó Lina dirigiéndose a mí, que antes te encantaban. ¿Te acuerdas que íbamos a lo de Nemo y pedíamos el banana split gigante? Añadió. ¿Recuerdas nuestro viaje a Sofía? Dije en respuesta. ¿Viajaron a Sofía? ¡Qué curioso! Yo ni siquiera la tengo en mi lista, exclamó Ana. Fuimos, hace..., serán unos tres años, ¿no? Dijo Lina. Sí, ya son tres años, respondí. Sofía y el helado, que alguien me explique, no estoy entendiendo nada, se rió Ana. ¿Te acuerdas del penúltimo día? Pregunté mirando a Lina. Aquel día, en que me tuve que ir sola ¿te acuerdas? Ella asintió.

Cerca del hotel en pleno centro de Sofía, estaba ubicada una hermosa construcción de color amarillo: el edificio de baños minerales y a un costado la fuente pública de agua mineral. Era domingo y parecía que toda la ciudad se encontraba allí, habían familias enteras llenando recipientes de todas formas y tamaños. Incluso había un gran camión cisterna estacionado a un lado de la calle, en el cual trabajaba un grupo de hombres, que formaban una larga fila desde la fuente y se pasaban de mano en mano baldes repletos de agua, haciéndolos llegar de ésa manera hasta la cisterna. Yo llevaba aquel día un vestido de verano, una chaqueta, mi bandolera de cuero y unas sandalias de tacón. Me había comprado un helado en barquillo, uno de bochas grandes y como ya el sol estaba bien arriba, me saqué la chaqueta, la puse sobre la escalinata de un local que estaba cerrado y me senté, precisamente frente a la fuente. El afanoso trajinar de aquellas gentes, me hacía imaginar estar observando una colmena, con abejas de todos colores. Llevaba recién unos minutos allí, cuando dos hombres, abandonando aquella fila se aproximaron. Hello, hello! saludó uno de ellos. El reflejo del sol al levantar la cabeza y dado que yo estaba sentada mucho más abajo en relación a ellos, que estaban de pie, me impidió ver sus caras. Me dispuse a levantarme tomando mi chaqueta, pero uno de los hombres puso su bota encima de ella, aprisionándola y apoyó uno de sus brazos sobre la pared. How much? Le oí decir. De un salto me puse pie, pero aquel hombre insistió: You know exactly what I mean, sweety. So, how much? Quise irme sin importarme la chaqueta, pero el otro que había venido con él, comenzó a moverse de un lado al otro cortándome el paso, mientras decía algo en un idioma, que me imagino era búlgaro, gemía lascivamente, lamiéndose la palma extendida de su mano una y otra vez. Yo dejé caer el helado, quise abrirme paso e irme. El hombre que hasta ése momento estuvo pisando mi chaqueta, la levantó y sacudiéndola se la puso al hombro; con una de sus manos, comenzó a acariciar una esquina de la bandolera, que yo llevaba cruzada en el pecho... 

¡Basta por Dios! Exclamó Lina, que de improviso se había detenido y después dió la vuelta, alejándose despacio en dirección al río. La seguí hasta ubicarme a unos metros de ella, observé su mirada fija en algún punto en la distancia, tenía el rostro pálido y ví que le temblaban las manos. Se quitó la mochila y se sentó sobre la hierba; encendió un cigarrillo que aspiró profundamente. El humo formó una leve estela que se diluyó, confundiéndose con la corriente de agua que llevaba el río.


miércoles, 12 de mayo de 2021

 

El vecino

Yo me había mudado recién al departamento de la calle Nordstrasse, cuando en una de ésas primeras tardes tocaron insistentemente el timbre. Dos policías uniformados se dejaban ver por el rabillo de la puerta. Abrí alarmada de inmediato. Buenas tardes señora, dijo uno de ellos, venimos por la denuncia de violencia doméstica. ¿Podemos pasar? Yo no hablaba muy bien alemán en aquel entonces e hice el gesto de no estar entendiendo el asunto del todo. A lo que el otro añadió: Ud. llamó para hacer una denuncia, ¿cierto? Una denuncia, éso sí que lo entendí y moví la cabeza diciendo que no, que yo no había llamado. Entonces el policía señaló el rótulo vacío del timbre en mi puerta, donde yo aún no había colocado mi nombre y preguntó. ¿Entonces Ud. no es la señora...? (Y mencionó un nombre que ahora no recuerdo). No, no soy... respondí. Disculpe la molestia, añadió, tocamos el timbre equivocado. En ése momento se abrió la puerta del departamento de al lado y una mujer joven, vestida con una bata, salió al pasillo invitando a pasar a los dos policías.

Durante ésa primera semana me arrepentí de haberme mudado. Si bien el departamento estaba ubicado en la última planta y tenía una gran terraza con vista al jardín. Poseía, no obstante, paredes demasiado finas, de ésas que dejan escuchar todo lo que pasa al lado. Pude advertir que dos personas, un hombre y una mujer, se hablaban constantemente a gritos y no paraban de tirarse cosas; yo podía escuchar el estruendo de ellas al romperse contra la pared o el piso, además del caótico ruido de una guitarra eléctrica y en repetidas veces a una mujer llorando. 

Una tarde mientras volvía del trabajo, me encontré en el pasillo con un hombre que aseguraba la puerta de al lado. Era joven, enorme y barbudo, tenía el pelo rubio, largo, atado en una cola de caballo. Vestía una chaqueta de color naranja fluorescente, de ésas que suelen usar los operarios de las construcciones y en sus manos sostenía un casco. Su aspecto entero me intimidó de inmediato. Apenas improvisé un saludo cuando pasé por su lado y aquel respondió con un leve movimiento de cabeza. A partir de aquel momento, cada vez que salía o volvía a casa, vigilaba bien, procurando no tener que encontrarme con él de nuevo.

Una actualización obligatoria en el trabajo vino a mí como un gran alivio y me obligó a ausentarme por una semana, lastimosamente aquellos siete días pasaron tan rápido como suelen pasar las cosas buenas y al terminar yo estaba de vuelta en la Nordstrasse. Aparte del lazo negro que alguien había colgado en el umbral de la puerta principal, todo parecía igual a simple vista. Al ir subiendo la escalera me encontré con la vecina, la de la bata, que iba cargada de una bolsa de supermercado y había decidido hacer un descanzo en el tercer piso, depositando la bolsa en el suelo. Por un instante, los ojos hinchados, enrojecidos y huidizos de ella se cruzaron con los míos; yo no pude evitar estremecerme al reparar en su brazo derecho enyesado y sujeto a un cabestrillo. La saludé y me ofrecí a ayudarla, ella en principio dijo que no era necesario, pero como yo ya me había acercado a la bolsa con ademán de agarrarla, aceptó. Sólo faltaban dos pisos para llegar al nuestro y subimos peldaño tras peldaño, despacio y en completo silencio. 

Cuando llegamos le entregué la bolsa, ella me dió las gracias y se dispuso a abrir la puerta. Si necesitas ayuda... le dije y sin saber por qué, me atreví a poner suavemente mi mano en su hombro izquierdo. Ay... dijo ella, como si sólo hubiera estado esperando un gesto para echarse a llorar. Lloraba con la cabeza hundida, sacudiendo levemente los hombros. Intentaba en vano secarse las lágrimas con el dorso de la mano izquierda, pero de nuevo irrumpía en sollozos. Él no era malo, ¿sabes? comenzó a decir, no, él no era malo... En ése momento recién caí en cuenta, que sobre el umbral, colgaba también un listón negro. 


martes, 4 de mayo de 2021

 

El cepillo de dientes

En la escuelita rural primaria, el maestro enseñaba las profesiones. Cuando tocó hablar del dentista, destacó imprescindiblemente la importancia del cepillado dental. ¿Cuántas veces por día hay que lavarse los dientes? Preguntó él. Los niños se miraron unos a otros y callaron, alguno dijo dos veces, otro, una vez. El maestro aclaró que era mejor hacerlo después de las comidas principales y al acostarse, o sea más o menos 3 veces al día. Levanten la mano los que se cepillan tres veces por día, continúo, nadie levantó la mano; ¿dos veces?, algunas manitos se levantaron. ¡Muy bien! Dijo el maestro. Después dibujó en el pizarrón un cepillo dental, los niños debían copiarlo en sus cuadernos y después pintarlo. Mientras el maestro veía cómo trabajaban, se le ocurrió una idea que después discutió con el director. Y luego de varias semanas haciendo las gestiones necesarias, anunció muy contento a los alumnos, que se esperaba para el próximo lunes, la visita del dentista para llevar a cabo la fluorización dental. Después se largó a explicar el procedimiento, que en principio había atraído toda la atención de los niños, pero al ver que no se trataba de algo comestible o una golosina, lo escucharon sin emoción. Al terminar la clase, hizo que los alumnos escribieran en sus cuadernos una nota a los padres. Estimados: El próximo lunes, se llevará a cabo en nuestra escuela la fluorización dental. Ése día asegúrense por favor, que su niño asista con su respectivo cepillo dental. Muchas gracias.

Fidelia y Lucía eran compañeritas de asiento; como vivían cerca la una de la otra, siempre iban y venían juntas. Fidelia ya había pegado el estirón, tenía unas trenzas larguísimas y era de dientes fuertes y blancos. Lucía en cambio era chiquitita, llevaba siempre cola de caballo y conservaba aún, uno que otro diente de leche. Las dos iban preocupadas aquella tarde al salir de la escuela, ambas sabían, para sí mismas el por qué. Fue Lucía la que se animó y dijo: yo no voy a poder venir a eso de la fluor... dental. Fidelia la miró y dijo: yo creo que tampoco... Siguieron caminando como solían hacerlo, pasito a paso sobre las rieles del tren, con los zapatitos uno detrás de otro y los brazos extendidos a los lados para hacer equilibrio. Lucía, entonces se animó más y dijo que no iba a venir, porque en realidad no tenía un cepillo dental. Al escucharla, Fidelia le confesó que a ella justo le pasaba igual. Se bajaron de las rieles y marcharon lado a lado en silencio. Al llegar a casa, se sentaron en la vereda. Lucía agarró un palito y se puso a hacer garabatos en el suelo.

El lunes siguiente, el director y el maestro estaban consternados. Cuarta parte de los niños había faltado a la escuela. Tomaron a los que habían asistido y les hicieron hacer una gran ronda. En el medio se ubicó el dentista que había venido con una enfermera y explicó que todos debían recibir de ella, un pequeño vasito descartable donde había un líquido con un tinte azulino. Después debían darle un sorbo, teniendo cuidado de no tragarlo y con la ayuda del cepillo, esparcirlo por toda la superficie dental.

La enfermera fue pasando por la ronda despacio; sonriente y con paciencia iba entregando uno a uno el vasito. Cuando llegó a donde se encontraban Fidelia y Lucía, hizo como que no vió nada, les dió lo suyo y continuó. Las niñas portaban, cada una en la mano, un palito en cuyo extremo habían amarrado un pequeño trapito.

 

domingo, 2 de mayo de 2021

 

Tiago, la Gorda y la mortadela

Tiago era un inquilino más en aquella casa de habitaciones oscuras y paredes húmedas. Los que vivíamos allá, carecíamos de medios para conseguir algo mejor. Éramos todos estudiantes del interior, estábamos dividimos por nuestro lugar de procedencia en dos bandos: los cambas y los collas. Tiago era un camba de un pueblito perdido en algún lugar de Pando, le decían el Decano de la Facultad, pues ya estaba más de diez años cursando la carrera y aún iba en el tercer año, arrastrando materias del segundo. Hacía mucho que sus padres habían dejado de enviarle dinero y él se mantenía a flote pintando siempre el mismo cuadro. Se plantaba con su caballete al lado de los lavaderos comunes de ropa y pintaba sin apuro mientras conversaba con aquel que en ése momento estaba lavando o simplemente se había sentado allí para verlo trabajar. Todos los nuevos inquilinos se quedaban admirados de cómo, aquel lienzo anónimo iba evolucionando hasta dejar plasmado un bello paisaje oriental, con sus verdes ombúes frondosos y un río tranquilo, del cual venía una cambita vestida de tipoy, portando al hombro un cántaro de agua.

Era un tipo amigable e inofensivo. Nadie podía explicarse cómo, había ido a parar con la Gorda. Él repetía, para defenderse de las burlas que le hacíamos, que sólo había sido una única vez, resultado de la cual tenía una hijita de unos cinco años, que vivía con la mamá. La Gorda era todo un personaje en la Facultad, también era Decana. Era alta, maciza, de carnes que se le desbordaban por donde uno la viera, tenía el pelo cortísimo y por lo que decían, era mala con ganas. Estaba obscesionada con él y la encontrábamos contínuamente merodeando la casa. Corría el rumor de que de tanto en tanto “le daba” a Tiago y éste aparecía con rasguños y hematomas que trataba de explicar de maneras ingeniosas, pero que nadie le creía. A veces, cuando íbamos saliendo rumbo a la Facultad, lo encontrábamos detrás de la puerta, sin animarse del todo a salir; nosotros, que ya conocíamos el motivo, salíamos a la calle, examinábamos a derecha e izquierda y dábamos luz verde: Tiago, la Gorda se ha ido, ya no está, le decíamos.  

La mortadela me la habían envíado a mí en encomienda, la misma que yo iba cargando pesadamente al pasar por los lavaderos donde Tiago estaba pintando. Éste, al ver que yo traía una caja de gran tamaño, dejó lo suyo y se ofreció a ayudarme. Después de ponerla sobre la mesa de mi habitación, preguntó si se podía saber qué era. Al ver que en lugar de irse, se había sentado, me puse a abrir el paquete que constaba de galletas de agua, latas de picadillo y una enorme mortadela Calchaquí de dos kilos y medio. Al verla Tiago se humedeció un poco los labios y se acomodó más en la silla. Yo le invité a quedarse, pusimos agua para el té y nos zampamos sendos regordetes sandwiches. Le dije que podíamos repetir al día siguiente y él vino puntual trayendo pan fresco y se ofreció a preparar él mismo la merienda. Pude advertir que a pesar de que se había abotonado la camisa hasta el último botón, todavía se podía ver el surco de un rasguño reciente en su cuello. Él dijo enseguida: parece, que todavía no me sé afeitar... Después me habló de su nena, la cual la Gorda se empecinaba en no dejarla ver. Decía que ya había comenzado a ir a la escuela y que era muy inteligente, de grande quiere ser doctora. También contó que el motivo del cuadro era un lugar cerca de su pueblo y que la mujer que aparecía allí, era la novia que había tenido, antes de venirse a estudiar. Seguro que ya se habrá casado... 

A la mañana siguiente iba saliendo para la Facultad y la puerta principal estaba entreabierta; afuera se escuchaba a dos personas discutiendo por lo bajo y forcejeos, me acerqué despacio y era la voz de Tiago que rogaba: dejá..., andate, por favor, dejame de una vez en paz... A lo que una voz femenina insistía: Pero decime ¿por qué? ¡eh! Tiago ¿por qué? ¿por qué no puedes quererme?


viernes, 30 de abril de 2021

 

El viaje

Sobre el mantel de cuadros rojos y blancos extendido sobre la hierba, Dominik iba colocando varios pequeños recipientes: espárragos frescos con salsa de queso aquí, hongos rellenos más allá, salchichitas blancas, pequeños wraps... Los iba sacando de una caja grande, ésa que había cargado cuidadosamente en la parte trasera de su automóvil. Tomaba cada uno en sus manos, me lo presentaba mirándome, con una satisfacción que trataba de ocultar y lo ponía sobre el mantel. Cuando él había dicho picnic, yo me había imaginado que iríamos al parque del Schloss, aquí nomás en la ciudad y había metido en mi bolsa dos bananas, dos manzanas y una gaseosa. Jamás hubiera pensado que él conduciría más o menos hora y media y que estuviéramos sentados allí, en lo alto de una pequeña colina desde donde se divisaba un lago que se extendía azul allá abajo, que empujaba manso barquitas de velas ágiles y colores alegres y botes de kayak moviéndose afanosamente. ¿Y bien? Preguntó él acomodando los cubiertos de metal y copas de vidrio que también había traído. Quise decirle: ¡Espectacular! ¡Nunca antes había tenido un picnic así! Pero como era una de nuestras primeras citas, le dije con disimulo, sonriéndole: No está mal. Ah, es porque aún falta algo, dijo él abriendo su mochila, desde donde sacó una botella de color café oscuro y dijo: Ésto, señorita, es un Château Lafite Barons de Rothschild, nada menos que 1997. Alargando los brazos mostrándomela. Me gustaría decir que lo compré yo mismo, pero no, continuó él, mi padre se hizo de un lote hace años y se reserva para las ocasiones especiales..., como ésta, dijo, descorchándola. Virtió un poco en una copa de boca ancha y me lo ofreció. Era un vino de color púrpura profundo, que al contacto con la lengua reproducía un ligero aroma a chocolate, vainilla y madera. Un vino inolvidable.

Aquella primavera parecía que siempre estábamos de viaje e íbamos todas las veces al campo, al aire libre, donde había cerca imprescindible, agua, ya sea un río o un lago. Viajábamos escuchando música, especialmente jazz y blues. Dominik se sabía como nadie, apenas escuchaba una melodía, el título de la canción, el grupo y muchas veces el año en el que la canción había salido. Era extraordinario escucharlo, para comprobarlo, cuando surgía alguna duda, dejábamos correr una App que reconocía las canciones y confirmaba que estaba en lo cierto. Cuando llegó el verano él comentó por primera vez que partiría en diciembre a un viaje que hace mucho tiempo venía organizando, tenía pensado recorrer Tailandia, Vietnam y Camboya. Se iría por ocho semanas. A principios del otoño él compartía conmigo la información sobre la ruta que había decidido seguir, me mostraba los mapas que había comprado, no se fíaba tanto del GPS, porque era seguro que en algunos lugares no habría Internet. Visitábamos juntos las embajadas para retirar las visas, comprábamos medicamentos necesarios en caso de alergia o enfermedad leve, una bolsa nueva para su cámara fotográfica y otros tantos detalles menores. Llegó el día en que cargado con una enorme mochila lo ví perderse en los controles del aeropuerto.

Era pleno invierno cuando él volvió. Llegó bien bronceado, había criado cuerpo, hasta parecía estar más alto. No obstante estaba callado, no quería dar detalles acerca del viaje que tanto nos había atareado. Cuando le pedí que me mostrara fotos dijo que le habían robado el celular y la cámara fotográfica. Ni siquiera la música obtuvo el interés que en él siempre había suscitado. Y ni qué decir del aire libre, lo detestaba. Si bien las personas suelen cambiar con la distancia y el tiempo, había algo en él, que ahora me era completamente extraño. Físicamente parecía ser Dominik, pero su mirada, sus maneras, sus detalles, todo aquello se había marchado. Parecía no recordar incluso aquel primer picnic junto al lago, es más, cuando le mencioné el vino de las ocasiones especiales, se me quedó mirando extrañado, como buscando algo sin poder encontrarlo.

Poco tiempo después, una tarde tocaron el timbre de casa, eran una pareja en sus cincuentas y una chica joven, en la cara del hombre se podía reconocer a un Dominik veinte años mayor. Eran sus padres y su hermana. Los invité a pasar. Le debe parecer extraño que estemos acá, comenzó el padre, pero decidimos venir porque algo no anda bien con Dominik. Desde que volvió..., comenzó la madre poniéndose a llorar, sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara y con ademán de reponerse, continuó, desde que volvió no parece ser el mismo. No sale de su departamento, ni siquiera se presentó a trabajar... agregó el padre. Yo no sabía qué decir, callé incluso el hecho de que él y yo ya nos habíamos separado. Fué la hermana que le sostenía la mano a la madre, que rompió el silencio y dijo: Pero si ése no es Dominik, ¿entonces quién es?


martes, 27 de abril de 2021

 

El pulpo ganador del Oscar

El regalo que el equipo de Craig Foster nos hizo es impagable. No sólo nos abrió una rendija a las profundidades del bosque acuático como yo jamás había visto, sino que nos hizo conocer a aquel ser entrañable que vivió allá abajo, cuya corta e inspiradora vida, supera de sobremanera a la que muchos de nosotros llevamos. Ése animal extraordinario llamado Octopus Vulgaris, que de vulgar no tiene absolutamente nada, consigue colarse en cada fibra del alma. Caminando en dos patas si se le antoja, navegando como un pez manta o partiendo veloz como una saeta bajo el agua. Ni hablar de su ingenuidad y confianza, ¡mira que alcanzarle unos de sus tentáculos nada menos que a un ser humano! Su increíble capacidad para mimetizarse le deja a uno boquiabierto y si de cambiar de colores se trata él es un maestro, por ello duele tanto, cuando herido por aquel tiburón pijama, se quedara tan blanquito, temblando como un pequeño fantasma, atisbando desprotegido por la rendija de sus tiernos ojillos. Completamente indefenso, herido y con un tentáculo menos, cualquiera pensaría: le ha llegado el fin. Pero él es un luchador nato, un valiente, capaz de curarse sólo y no sólo ésto: su cuerpo es capaz de re-ge-ne-rar-se. ¡Sí, en pocas semanas primero un muñón y luego un nuevo tentáculo! Después volver a jugar con los peces como si nada hubiera pasado. Ésto, de verlo agitar sus tentáculos (cual si fuera un niño travieso espantando a las palomas) y observar como el cardumen iba de un lado a otro desorientado, me hizo creer en la existencia de una alegría a otro nivel: una alegría plenamente pulpil. Pero si a la primera el tiburón pudo arrancarle un brazo, a la segunda nuestro amigo ya está preparado, es tan inteligente que sabiendo que aquel no podrá retorcerse sobre sí mismo para alcanzarlo, se sube a su lomo y vá montando en su depredador como si fuera un jinete y aquel otro, un manso caballo. ¿Habían visto Uds. semejante muestra de ingenio y valentía? Yo lo recordaré así, me imaginaré que sigue viviendo allá abajo, porque es imposible que ya no esté, seguro que aún estará allí, sólo que no logramos verlo pues se habrá camuflado bien, para despistarnos.

En abril del 2021 el Oscar al mejor largometraje documental fue para: My Octopus Teacher (Pippa Ehrlich, James Reed y Craig Foster). ¡Bravo, bravísimo!


viernes, 23 de abril de 2021

 

Jelena

Hoy, sin ningún motivo en particular abrí la dirección de correo que hace años, voluntariamente, había abandonado y cuya contraseña consideré que ya no recordaba. Además de una inmensa cantidad de Spam, me encontré con cartas de gente con la cual por alguna razón u otra, todas justificadas, había dejado de tener contacto. Una de las cartas era de Jelena, fechada sólo hace unos meses, en ella me decía que ahora que había pasado el tiempo, recordaba con cariño la época que habíamos compartido juntas y me invitaba a visitarla en su residencia en Munich, dirección que también adjuntaba. No pude evitar pensar en ella y en la época que mencionaba.

Jelena era, hace unos años, una de las doctorantes del hospital. Tenía una belleza tan extraña y magnética que al conocerla uno no podía evitar quedarse un rato en silencio, extasiado, admirado de tal perfección. Por ello era amada y odiada a la vez con mucha intensidad. Yo descubriría más adelante, que no había hombre capaz de resistírsele y naturalmente mujer que no pudiera sentir celos de ella. Dueña además de unos modales finísimos, se movía con una calma y gracia, como si tuviera un aura que caracteriza a quienes tienen y siempre lo han tenido todo. Aparte de ruso, hablaba fluídamente varios idiomas, entre los cuales francés. En aquel entonces el alemán me era tan pesado por tener que hablarlo todo el día y fue un alivio, la primera vez que conversamos. Para ella no era raro; en su casa en las afueras de San Petersburgo, su familia tenía todavía la costumbre, heredada de épocas pasadas, de hablar aún en francés.

Como Jelena se desempeñaba en otro departamento del hospital y tenía un horario mucho más relajado que el mío, en parte debido a que el doctorado lo hacía “ad honorem”, solía pasar por mí a la hora del almuerzo o a retirarme al salir del trabajo. De ahí nos íbamos a la casa de la “niñera” que le cuidaba un diminuto perro Chihuahua de ojos negros como dos pepitas de carbón. Ella adoraba a aquel animalito, después de besarlo varias veces y decirle que era un bombón, lo más bello que le había pasado en la vida y otras tonterías más, lo metía en su bolso Louis Vuitton dejando libre sólo su pequeña cabeza y nos íbamos por un café o un vaso de vino al café-bar del hotel Maritim, donde yo ya era asídua, pues solía ir sola, antes que con Jelena, tarde a tarde a intentar escribir mis textos y cuando aquello fallaba, me ponía a leer. La consigna era que habláramos de lo que habláramos, no lo haríamos ni de familia ni del trabajo. Entonces conversábamos de literatura, de viajes, de idiomas, de moda, de cine, le conté de mi tradición personal de visitar la Berlinale todos los años, de lo mucho que me gustaba quedarme en aquel hotel en Postdamer Platz. Descubrimos que nos gustaba Anton Chéjov y fantanseábamos si alguna vez él habría pasado también por la ciudad, caminado por las calles de Mannheim, en su viaje rumbo a su rehabilitación en Badenweiler. Ella gustaba escuchar de mis avances en el guión que estaba escribiendo, pues en aquella época yo aún creía en la posibilidad de ver mi nombre en los créditos de una película famosa.

Durante los primeros meses fuimos casi inseparables, no sólo nos encontrábamos en el trabajo sino que nos íbamos juntas de fiesta o de bares. A mí me fascinaba observar lo que su presencia producía en la gente, especialmente en el sexo masculino: los camareros eran más atentos, cuán atentos eran, los hombres, hombres que jamás nos habían visto, nos sostenían ahora, con esmero, las puertas. Bastaba sentarnos en cualquier bar y nos llovían los tragos, que solíamos no aceptar. Para mí todo aquello era tan nuevo, pero ella ya estaba acostumbrada y hasta parecía fastidiarle.

A comienzos del verano, luego de volver de mis vacaciones la encontré cambiada, parecía estar más bella aún, más radiante. Me dijo que había conocido a alguien en el gimnasio; confieso que no dejé de sentir intriga por saber quién había sido el hombre aquel capaz de llamar su atención; hasta el día en que lo conocí, a él, cuando pasó a buscarla del trabajo. Mucho antes que ella dijera una palabra o se sonriera siquiera, apenas ví acercase a las puertas de nuestro hospital a aquel Ferrari intensamente rojo de ruedas plateadas, supe que era aquel.

Al verlos juntos, parecían tal para cual; Friedrich era un gentleman, poseedor también de ésa aura del que hablé hace rato. Vestía de un modo impecable, siempre de traje, sin corbata. Era de ésos hombres que suelen pasar hasta por la manicura, lo cual personalmente considero de lo más absurdo, aún tratándose de una mujer, ni qué decir de un hombre. Pero dejando de lado aquello, Friedrich era un hombre que sabía lo mismo de negocios como de artes y de ciencias, tema del habláramos él sabía y podía dar una opinión sólida, que yo a menudo compartía pero que me encantaba disentir, sólo para escuchar cómo él se debatía y encontraba nueva astucias para discutir con ahínco. Él hilvanava ideas que no podían ser sólo suyas, sino las de un hombre que había leído mucho o vivido personalmente. En el caso de él, era seguro que lo había leído, pues él tenía la misma edad que nosotras.

Con Friedrich se nos abrieron a Jelena y a mí las puertas de lugares que ni imaginaba que existían, íbamos a conciertos de jazz, cenas, cócteles y bailes en lugares increíblemente exclusivos, a menudo en Villas cerca de Baden-Baden o Heidelberg. Por ése tiempo a Jelena y Friedrich se les había metido en la cabeza la idea de emparejarme con uno de los muchos amigos que éste poseía. Y cuando al pasar el tiempo, nada de aquello diera resultado, yo comencé a alejarme de a poco y encontrar excusas para no asistir a las invitaciones que ellos me hacían, preferí no seguir haciendo de mal tercio y traté de concentrarme también en mis propios proyectos. Pasaron unos meses donde Jelena y yo sólo nos comunicábamos por mensajes de texto o compartíamos brevísimos encuentros a la hora del almuerzo, en los cuales hablábamos de cosas banales; algo entre nosotras se fue perdiendo irremediablemente.

En diciembre yo ya había vuelto a mi rutina y un par de veces por semana también a sentarme conmigo misma en el café-bar Maritim. Una de ésas tardes mientras estaba en mi rincón acostumbrado, concentrada en un Outline para ser admitida en un curso en el marco de la Berlinale, una voz conocida interrumpió mi trabajo: era Friedrich. Me dijo que había quedado con unos amigos, señalándolos en el otro extremo del bar, alguno de los cuales movió la mano para saludarme. Preguntó en qué andaba, ya que hace mucho tiempo no habíamos vuelto a juntarnos. Enseguida nos pusimos al tanto, conversamos largo, hablamos sobretodo de viajes, de las experiencias con los idiomas, de lugares que nos gustaría visitar, hablamos tanto que uno de sus amigos pasó a despedirse. Recién cuando ellos se fueron, caímos en cuenta de la hora que era, yo comencé despacio a empacar mis cosas, empezando por la notebook, a lo cual él preguntó, señalándola, qué era lo que estaba escribiendo. Le conté de mi proyecto para el curso de guión. El se acomodó aún más en su asiento y pareció estar realmente interesado en escucharme. El guión era sobre un hombre inconforme, que no obstante poseerlo todo, cada día se pregunta si no podría tener algo más, no en el sentido material, sino también espiritual: ¿Es ésto todo (en la vida), se pregunta, no hay más? Friedrich se quedó un momento pensativo y dijo: Interesante..., por cierto a menudo también me lo he preguntado yo. Es como si escribieras un guión precisamente sobre mí, concluyó sonriéndome. No, no de ninguna manera, me defendí, la idea original la tomé de una canción de Peggy Lee que se llama: is that all there is? Él me miró fijamente, como si yo de pronto hubiera dado en el clavo y preguntó si yo sabía donde yacía la inspiración de aquella canción. Por supuesto que sí, le dije. ¿A ver? Preguntó él. Pues en el hombre de plaza San Marcos..., respondí, acordándome de aquel cuento que había leído. ¡Exacto! Dijo él dando un brinco, chasqueando los dedos, fue Thomas Mann ¿pero cómo es que lo supiste? Volviendo a sentarse más cerca, a mi lado, tanto que yo pude sentir el olor cautivante de su piel, de sus cabellos, envolviéndome. Pues la Wikipedia..., respondí y comenzamos a reírnos; reíamos tanto que cuando queríamos parar, nos mirábamos y volvíamos a empezar. En ése momento noté por primera vez que sus ojos, que siempre me habían parecido verdes, eran más bien de un color azul claro.

Mi esbozo de guión pasó la prueba y me aceptaron como participante del curso. Así que la primera y segunda semana de febrero yo me encontraba en la Berlinale, en aquel hotel que yo siempre visitaba, el de Postdamer Platz. La primera semana me dediqué sólo al curso, que ocupó todo mi tiempo. Incluso durante las noches los coordinadores nos llevaban a ver las películas que habían elegido para reforzar los conocimientos obtenidos en las clases teóricas del día. Era un mundo realmente fascinante y nuevo, la gente que conocí era tan creativa, que lejos de animarme a seguir escribiendo, me hizo creer que mi escritura no tenía nada especial y lo que yo podría llegar a decir, no era realmente importante. A comienzos de la segunda semana, se me unió Friedrich. Juntos habíamos hecho una larga lista de todas las películas que veríamos. Nos parecíamos tanto, incluso en aquello. A mis reparos sobre si debía o no seguir, él decía: ¡tonterías! ¡fábulas! Yo sin duda tenía talento, es más yo era la persona más talentosa que él había conocido, de seguro era la más brillante del curso de guión y cosas por el estilo. Pero dijéramos lo que dijéramos siempre terminábamos por convencernos, persiguiéndonos hasta alcanzarnos o abrazándonos, matándonos de la risa.

Era el sábado por la mañana, un día antes de que la Berlinale se terminara y nosotros desayunábamos en el restaurante del hotel, cuando un pequeño rumor me hizo mirar en dirección de la puerta. La camarera había detenido a alguien en el umbral, y se la escuchaba decir que lamentablemente no está permitido el ingreso a los animales de compañía, por lo cual aquella persona debió quedarse en el umbral, a unos metros de donde estaba ubicada nuestra mesa. Era Jelena, estaba de pie allí, con el perrito dentro del bolso, dirigiéndonos una expresión de desprecio y rabia. Friedrich y yo nos miramos en silencio, él me tomó de la mano, apretándola suavemente, movió imperceptiblemente la cabeza evitando que fuera a levantarme. Jelena dió la vuelta y se fué. Nosotros permanecimos abrazados un largo rato, pensábamos que se había ido, pero en realidad nunca lo hizo, de alguna manera consiguió quedarse, por siempre, en medio de nosotros.