Tiago,
la Gorda y la mortadela
Tiago era un inquilino más en
aquella casa de habitaciones oscuras y paredes húmedas. Los que vivíamos allá, carecíamos
de medios para conseguir algo mejor. Éramos todos estudiantes del interior, estábamos
dividimos por nuestro lugar de procedencia en dos bandos: los cambas y los
collas. Tiago era un camba de un pueblito perdido en algún lugar de Pando, le
decían el Decano de la Facultad, pues ya estaba más de diez años cursando la
carrera y aún iba en el tercer año, arrastrando materias del segundo. Hacía
mucho que sus padres habían dejado de enviarle dinero y él se mantenía a flote
pintando siempre el mismo cuadro. Se plantaba con su caballete al lado de los
lavaderos comunes de ropa y pintaba sin apuro mientras conversaba con aquel que
en ése momento estaba lavando o simplemente se había sentado allí para
verlo trabajar. Todos los nuevos inquilinos se quedaban admirados de cómo, aquel
lienzo anónimo iba evolucionando hasta dejar plasmado un bello paisaje oriental,
con sus verdes ombúes frondosos y un río tranquilo, del cual venía una cambita vestida
de tipoy, portando al hombro un cántaro de agua.
Era un tipo amigable e inofensivo.
Nadie podía explicarse cómo, había ido a parar con la Gorda. Él repetía, para
defenderse de las burlas que le hacíamos, que sólo había sido una única vez, resultado
de la cual tenía una hijita de unos cinco años, que vivía con la mamá. La Gorda
era todo un personaje en la Facultad, también era Decana. Era alta, maciza, de
carnes que se le desbordaban por donde uno la viera, tenía el pelo cortísimo y
por lo que decían, era mala con ganas. Estaba obscesionada con él y la encontrábamos
contínuamente merodeando la casa. Corría el rumor de que de tanto en tanto “le daba”
a Tiago y éste aparecía con rasguños y hematomas que trataba de explicar de
maneras ingeniosas, pero que nadie le creía. A veces, cuando íbamos saliendo
rumbo a la Facultad, lo encontrábamos detrás de la puerta, sin animarse del
todo a salir; nosotros, que ya conocíamos el motivo, salíamos a la calle,
examinábamos a derecha e izquierda y dábamos luz verde: Tiago, la Gorda se ha
ido, ya no está, le decíamos.
La mortadela me la habían envíado a mí en encomienda, la misma que yo iba cargando pesadamente al pasar por los lavaderos donde Tiago estaba pintando. Éste, al ver que yo traía una caja de gran tamaño, dejó lo suyo y se ofreció a ayudarme. Después de ponerla sobre la mesa de mi habitación, preguntó si se podía saber qué era. Al ver que en lugar de irse, se había sentado, me puse a abrir el paquete que constaba de galletas de agua, latas de picadillo y una enorme mortadela Calchaquí de dos kilos y medio. Al verla Tiago se humedeció un poco los labios y se acomodó más en la silla. Yo le invité a quedarse, pusimos agua para el té y nos zampamos sendos regordetes sandwiches. Le dije que podíamos repetir al día siguiente y él vino puntual trayendo pan fresco y se ofreció a preparar él mismo la merienda. Pude advertir que a pesar de que se había abotonado la camisa hasta el último botón, todavía se podía ver el surco de un rasguño reciente en su cuello. Él dijo enseguida: parece, que todavía no me sé afeitar... Después me habló de su nena, la cual la Gorda se empecinaba en no dejarla ver. Decía que ya había comenzado a ir a la escuela y que era muy inteligente, de grande quiere ser doctora. También contó que el motivo del cuadro era un lugar cerca de su pueblo y que la mujer que aparecía allí, era la novia que había tenido, antes de venirse a estudiar. Seguro que ya se habrá casado...
A la mañana siguiente iba saliendo
para la Facultad y la puerta principal estaba entreabierta; afuera se
escuchaba a dos personas discutiendo por lo bajo y forcejeos, me acerqué despacio
y era la voz de Tiago que rogaba: dejá..., andate, por favor, dejame de
una vez en paz... A lo que una voz femenina insistía: Pero decime ¿por qué? ¡eh!
Tiago ¿por qué? ¿por qué no puedes quererme?