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sábado, 29 de mayo de 2021

La vía

Era la una de la mañana cuando la enfermera llamó y dijo que el paciente de la habitación 214 había perdido la vía. Yo le dije que iría apenas pudiera. Es de suceder que los sábados de madrugada, la guardia se nos llena y no damos abasto. Un elevado porcentaje de ésas urgencias son intoxicaciones agudas: de alcohol, de alcohol con benzodiazepinas, de alcohol con opíaceos, de sólo opíaceos o muchas sustancias desconocidas a la vez. Los pacientes suelen ser tan jóvenes, que a veces incluso hay que avisar a los padres y a la policía. La ambulancia los trae en situaciones extremas, muchas veces en coma, por lo que hay que actuar rápido: intubarlos, sacarles sangre, ponerles una vía y trasladarlos de inmediato a la terapia intensiva. Pero lo peor de todo es cuando vienen de dos en dos, entonces corremos de aquí para allá y nos olvidamos por completo, de que por ejemplo el señor de la habitación 214 necesita una vía.

Cuando la enfermera volvió a llamar, ya eran pasadas las dos y ésta vez, pidió que fuera cuanto antes. Lo hice. Subí corriendo las escaleras hasta el segundo piso, para amainar también el adormecimiento, que a ésas horas suele apoderarse de mí. Pasé por la enfermería, donde no había nadie y me hice del set de venoclisis. Durante la noche, los pasillos del hospital están tan callados, que se puede escuchar hasta lo no dicho y el más mínimo ruido, se presenta magnificado. Al acercarme a la habitación del paciente, se oían leves gemidos. Toqué despacio y empujé la puerta, que estaba entreabierta. Sólo la luz de la mesita estaba encendida. El paciente estaba tendido en la cama, boca arriba, la cabeza completamente calva, los ojos abiertos, las cuencas hundidas, movía los labios casi imperceptiblemente, sin lograr decir nada. Aquel cuerpo tenía más muerte que vida. Al lado de la cama yacía una bomba apagada de morfina. El temor de que estuviese padeciendo dolor, me hizo sentir culpable y me avergonzé, de no haber venido antes.

Sentado en una silla, a su lado, un hombre lloraba con la cabeza hundida, sosteniéndole la mano. Al sentir que había entrado en la habitación, levantó la cabeza, su cara me hizo imaginar la cara que debió tener el paciente, cuando era joven y estaba sano.

Disculpe, le dije al muchacho, quien supuse era el hijo, es que la guardia está llena...

Hace días que está así..., dijo él, limpiándose las lágrimas con la manga de su pullover. Costó mucho ponerle la vía durante el día...

Permítame, dije suavemente acercándome a la cama. El muchacho se levantó, acomodando cuidadosamente la silla para que yo pudiera sentarme. Me senté.

En ése momento sonó mi teléfono, tan fuerte, que el ruido hizo que el paciente parpadeara un poco, pero ni siquiera se giró para mirarme. Disculpe, le dije al hijo, vuelvo en seguida. Salí de la habitación. Acaba de llegar otra ambulancia, dijo la voz al teléfono. EPOC reagudizado, continuó. Vayan sacándole sangre y háganle nebulizaciones, dije, yo bajaré enseguida.

Volví a entrar en la habitación, pero antes puse el teléfono en vibrador. Lo siento, volví a decir, sentándome. A simple vista, el paciente no ofrecía ninguna posibilidad para una vía periférica. Se notaban los intentos de varias venoclisis fallidas en los brazos. Sus músculos se habían atrofiado tanto y sólo la piel parecía cubrirle los huesos. Por ello yo no me animaba a ponerle una vía subcutánea, porque al carecer de materia adiposa, no estaba segura si la bomba de morfina que se le venía administrando, tendría efecto.

Nos dijeron que estaba cerca..., dijo el hijo, pero hace días que está así...

Yo no supe qué contestar, seguí buscando con mis ojos una vena, palpando en sus brazos.

Parece que él no se quisiera ir..., dijo el muchacho.

Me volví a mirarlo y él continuó. Hace poco se volvió a casar, dijo, tiene un bebito... Parece mayor, mi papá, dijo señalándolo, pero sólo tiene cincuenta y dos años...

Arremangué cuidadosamente la bata del paciente y en el nacimiento de su brazo derecho se insinuaba apenas una vena, puse el torniquete, desinfecté y deslizé la vía. Con gran alivio ví fluir la sangre. Fijé la vía con un parche y vendé el brazo. Después encendí la bomba de morfina. El muchacho también suspiró aliviado y me tomó enseguida de la mano. Gracias, murmuró. Yo hice un gesto con la cabeza, me hice del set que había llevado y salí despacio.

Mientras desinfectaba mis manos fuera de la habitación, pude escuchar que el muchacho ya no lloraba, sino decía: Te puedes ir tranquilo, papá... Si es por el bebé... te puedes ir tranquilo...


martes, 25 de mayo de 2021

 

Después del feriado

¡Nada de ésto estuviera pasando si prestaras más atención! ¡Más atención! ¿Es tan difícil anotar los días feriados? ¡Eh! ¿Es tan difícil? Si lo hubieras hecho, no habríamos tenido un fin de semana así. Anotar los feriados, los feriados... ¿Y a qué hora piensan abrir éstos? Si son las siete, ¡ya son la siete! ¿No se dan cuenta que hay clientes esperando? ¡Qué suerte que llevo el barbijo! Somos los mismos de siempre, los que van sólos, los que no miran, los que han esperado, los que esperan, los que seguirán esperando, los que se olvidan de anotar los feriados... Ahí, ahí vienen. Sí, ríete, ríete no más de nosotros. ¡Tú! ¿Qué se puede saber a tu edad? ¡Mocosa! A tu edad también creía que me metería el mundo en el bolsillo, pero espera y verás, a dónde llegas con tu sueldo de supermercado. Así que ríete no más, tranquila, ríete, que tarda, pero llega. ¡Pero éstos están cada vez peores! ¿Acaso no piensan respetar la fila? Si yo llegué antes que aquel de abrigo gris. ¡Dí algo, reclama, tú llegaste antes que él! Pero mira cómo está, mira sus manos, su frente ¡cómo traspira, cómo tiembla! mejor no, no digas nada, cállate, que te puede salir caro el chiste. No te olvides que es mejor tomar una canastilla al entrar, hay que hacer como si nada. Al supermercado se viene a comprar. Mira si hoy justo te encuentras con alguien de tu edificio. Sí, mejor lleva una canastilla. Pero ésta vez mejor compra enlatados, ya ves si llevas fruta, termina siempre en el tacho de basura, como si te andara sobrando el dinero. Rápido, rápido, a ver, a la góndola de enlatados, sí, un par de latas de atún, una de salchichas y listo. Ahora a los estantes de atrás, a lo que hemos venido. ¡Ahí están, mis amores! Agarralos bien rápido. ¡Ah, qué bien se siente, sólo con tocarlos! Lleva de una vez dos..., o tres, mejor cuatro, no, no, sólo dos, sólo dos. Ahora rápido, a la caja. Sí, no hay duda, siempre somos los mismos. Solo que estamos peor. Mira aquella, no puede contar siquiera las monedas... Y de nuevo el del abrigo gris, pero ¿qué es lo que está llevando? ¡Ah, nada! ¿Así que eres de los cortos? ¡Eh! ¡Por eso estás tan mal! Pero, ¿qué le pasa a éste? Mira cómo ni siquiera espera que la cajera abra la vitrina, que se abra..., ¡espera que se abra la vitrina! Cómo se llena de ellos las manos. ¡Qué! ¡No, no lo hagas por favor! Te lo dije, con éste es mejor no meterse. Mira cómo no espera que se los cobren y ahí no más los abre, si tuviera que tragarlos con botella y todo, seguro lo haría. ¿Pero que no entiende que está prohibido hacer eso? Bueno, bueno paga de una vez y ándate. Ahórranos a todos ésta verguenza. ¿Quieres pagar con tarjeta de crédito? ¡Y no sabes que aquí no aceptan! Son sólo cuatro euros, dos por botellita. No, no tienes nada. ¿Que venga seguridad? Pero si son sólo cuatro euros... Déjelo, suéltelo ¡No, no llame a la policía! No te metas, te dije, quedate afuera. Demasiado tarde, ya lo agarraron..., pero si son sólo cuatro euros... 

¿Qué dice señorita? Sí, cóbreme los Jägermeister también..., pero yo, en principio, vine sólo por los enlatados ¿sabe? Como ayer era feriado... Pero ya que estoy aquí, me dije, ¡por qué no aprovechar!


sábado, 22 de mayo de 2021

 

Si usted tuviera hijos, lo entendería

Rahel vestida con su uniforme azul marino, la credencial balanceándose al cuello, salió apresuradamente de la oficina del jefe. En lugar de tomar las escaleras rumbo al subsuelo, donde debería continuar su trabajo en el archivo, siguió de largo por el pasillo hasta alcanzar el ascensor. Bajó de él en el cuarto piso y fue de inmediato a la sala de audiovisuales, encontrándola completamente vacía. Buscó también en la sala de música, que estaba concurrida con un trajín inusual, pero lo que buscaba, tampoco se encontraba ahí. Luego caminó en dirección de la sala de estar, donde algunas personas yacían despreocupadamente sentadas en torno a la mesa y parloteaban con camaradería. Se acercó decidida a una de ellas, que en ése momento estaba distraída hablando con la vecina, mientras le mostraba fotos en un celular. Sin ningún tipo de anticipación, se abalanzó sobre ella, agarrándola violentamente de los cabellos a la altura de la nuca y con una fuerza tal, le estampó la cabeza contra la mesa. La mesa crujió, las conversaciones cesaron. Y antes de que la otra pudiera quejarse siquiera del dolor terrible que le desgarraba la cara o reparar apenas en el líquido viscoso y caliente corríendole por la nariz. Rahel gritó completamente fuera de sí: ¡Ahora... ahora es cuando recién te puedes ir a quejar... ladilla! Luego se acomodó el flequillo que le había caído sobre la cara, rectificó la credencial que se había ladeado, dió la vuelta y salió dando un portazo.

La noticia del incidente se vendió como pan caliente en la biblioteca. La versión original fue modificada de maneras diferentes, siempre con exageraciones, como si la verdad no fuera suficiente. No obstante, sobre lo que más se especuló, fue el motivo que había conducido a aquello, las malas lenguas no tuvieron reparo en decir que la cosa parecía involucrar a un tercero.

Literatura clásica: Bien merecido se lo tenía fulanita, en mi opinión...

Germanística: ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Algo así es intolerable, no se puede aceptar ése tipo de violencia...

Comics and more: Hablas de aceptar, sí, y qué dices de nosotros, que aceptamos tanto de fulanita... yo creo que lo hizo Rahel, está mal, sí, pero de alguna manera tiene una justificación.

Germanística: ¿Es que no comprenden que fulanita es madre soltera? ¡Por Dios!

Comics and more: Por si no te has enterado, existen niñeras querida...

Germanística: Yo soy una convencida de que hay otras formas para resolver los problemas además de...

Literatura clásica: ¡Pero qué dices! Con fulanita no se puede, yo estuve allí el viernes, cuando Rahel intentó razonar con ella. ¿Pero qué hizo la otra? Mira que ir con el jefe y decirle que fue agredida verbalmente, definitivamente fue un acto de mala fé...

Comics and more: Éste es un trabajo como cualquier otro, no puedes esconderte en el hecho de ser madre soltera, creo yo...

Literatura clásica: ¡Exacto! Nos tuvimos que hacer cargo, sin chistar, de sus turnos de fin de semana, pero de ahí, a que tengas que suspender tu vacación..., yo le doy a Rahel todo mi apoyo.

Germanística: Ustedes opinan así porque son hombres, si fueran madres, ya los vería yo, pasándose al otro bando.

Literatura clásica: Igual, yo creo que parte de la culpa también la tiene el jefe. Según lo que la secretaria contó, le dijo a Rahel, precisamente a ella, que por supuesto fulanita tenía preferencia. Y aquí debo citarlo textualmente, le dijo: Si usted tuviera hijos, lo entendería.

 

domingo, 16 de mayo de 2021

 

El helado

Las chicas y yo nos habíamos bajado del tren en Frauenalb y desde allí decidimos avanzar a pie por medio del bosque hasta llegar a Herrenalb. Íbamos ligeras por el sendero que corría paralelo al río. Aunque apenas era media mañana y recién acabábamos de desayunar, ya íbamos hablando sobre lo que nos apetecería comer. Ana decía: Yo, de comer aún no sé, pero eso sí, voy a tomar un gran helado. Excelente idea, añadió Lina, uno de amarena y stracciatella, mmm se me hace agua la boca. Yo permanecí en silencio. ¿Y tú? me preguntó Ana. Lina, que llevaba más tiempo de conocerme, respondió por mí: No, a ella no le gustan los helados. ¿Y eso? Observó Ana. Yo meneé la cabeza y me encogí de hombros. Yo me acuerdo, recordó Lina dirigiéndose a mí, que antes te encantaban. ¿Te acuerdas que íbamos a lo de Nemo y pedíamos el banana split gigante? Añadió. ¿Recuerdas nuestro viaje a Sofía? Dije en respuesta. ¿Viajaron a Sofía? ¡Qué curioso! Yo ni siquiera la tengo en mi lista, exclamó Ana. Fuimos, hace..., serán unos tres años, ¿no? Dijo Lina. Sí, ya son tres años, respondí. Sofía y el helado, que alguien me explique, no estoy entendiendo nada, se rió Ana. ¿Te acuerdas del penúltimo día? Pregunté mirando a Lina. Aquel día, en que me tuve que ir sola ¿te acuerdas? Ella asintió.

Cerca del hotel en pleno centro de Sofía, estaba ubicada una hermosa construcción de color amarillo: el edificio de baños minerales y a un costado la fuente pública de agua mineral. Era domingo y parecía que toda la ciudad se encontraba allí, habían familias enteras llenando recipientes de todas formas y tamaños. Incluso había un gran camión cisterna estacionado a un lado de la calle, en el cual trabajaba un grupo de hombres, que formaban una larga fila desde la fuente y se pasaban de mano en mano baldes repletos de agua, haciéndolos llegar de ésa manera hasta la cisterna. Yo llevaba aquel día un vestido de verano, una chaqueta, mi bandolera de cuero y unas sandalias de tacón. Me había comprado un helado en barquillo, uno de bochas grandes y como ya el sol estaba bien arriba, me saqué la chaqueta, la puse sobre la escalinata de un local que estaba cerrado y me senté, precisamente frente a la fuente. El afanoso trajinar de aquellas gentes, me hacía imaginar estar observando una colmena, con abejas de todos colores. Llevaba recién unos minutos allí, cuando dos hombres, abandonando aquella fila se aproximaron. Hello, hello! saludó uno de ellos. El reflejo del sol al levantar la cabeza y dado que yo estaba sentada mucho más abajo en relación a ellos, que estaban de pie, me impidió ver sus caras. Me dispuse a levantarme tomando mi chaqueta, pero uno de los hombres puso su bota encima de ella, aprisionándola y apoyó uno de sus brazos sobre la pared. How much? Le oí decir. De un salto me puse pie, pero aquel hombre insistió: You know exactly what I mean, sweety. So, how much? Quise irme sin importarme la chaqueta, pero el otro que había venido con él, comenzó a moverse de un lado al otro cortándome el paso, mientras decía algo en un idioma, que me imagino era búlgaro, gemía lascivamente, lamiéndose la palma extendida de su mano una y otra vez. Yo dejé caer el helado, quise abrirme paso e irme. El hombre que hasta ése momento estuvo pisando mi chaqueta, la levantó y sacudiéndola se la puso al hombro; con una de sus manos, comenzó a acariciar una esquina de la bandolera, que yo llevaba cruzada en el pecho... 

¡Basta por Dios! Exclamó Lina, que de improviso se había detenido y después dió la vuelta, alejándose despacio en dirección al río. La seguí hasta ubicarme a unos metros de ella, observé su mirada fija en algún punto en la distancia, tenía el rostro pálido y ví que le temblaban las manos. Se quitó la mochila y se sentó sobre la hierba; encendió un cigarrillo que aspiró profundamente. El humo formó una leve estela que se diluyó, confundiéndose con la corriente de agua que llevaba el río.


miércoles, 12 de mayo de 2021

 

El vecino

Yo me había mudado recién al departamento de la calle Nordstrasse, cuando en una de ésas primeras tardes tocaron insistentemente el timbre. Dos policías uniformados se dejaban ver por el rabillo de la puerta. Abrí alarmada de inmediato. Buenas tardes señora, dijo uno de ellos, venimos por la denuncia de violencia doméstica. ¿Podemos pasar? Yo no hablaba muy bien alemán en aquel entonces e hice el gesto de no estar entendiendo el asunto del todo. A lo que el otro añadió: Ud. llamó para hacer una denuncia, ¿cierto? Una denuncia, éso sí que lo entendí y moví la cabeza diciendo que no, que yo no había llamado. Entonces el policía señaló el rótulo vacío del timbre en mi puerta, donde yo aún no había colocado mi nombre y preguntó. ¿Entonces Ud. no es la señora...? (Y mencionó un nombre que ahora no recuerdo). No, no soy... respondí. Disculpe la molestia, añadió, tocamos el timbre equivocado. En ése momento se abrió la puerta del departamento de al lado y una mujer joven, vestida con una bata, salió al pasillo invitando a pasar a los dos policías.

Durante ésa primera semana me arrepentí de haberme mudado. Si bien el departamento estaba ubicado en la última planta y tenía una gran terraza con vista al jardín. Poseía, no obstante, paredes demasiado finas, de ésas que dejan escuchar todo lo que pasa al lado. Pude advertir que dos personas, un hombre y una mujer, se hablaban constantemente a gritos y no paraban de tirarse cosas; yo podía escuchar el estruendo de ellas al romperse contra la pared o el piso, además del caótico ruido de una guitarra eléctrica y en repetidas veces a una mujer llorando. 

Una tarde mientras volvía del trabajo, me encontré en el pasillo con un hombre que aseguraba la puerta de al lado. Era joven, enorme y barbudo, tenía el pelo rubio, largo, atado en una cola de caballo. Vestía una chaqueta de color naranja fluorescente, de ésas que suelen usar los operarios de las construcciones y en sus manos sostenía un casco. Su aspecto entero me intimidó de inmediato. Apenas improvisé un saludo cuando pasé por su lado y aquel respondió con un leve movimiento de cabeza. A partir de aquel momento, cada vez que salía o volvía a casa, vigilaba bien, procurando no tener que encontrarme con él de nuevo.

Una actualización obligatoria en el trabajo vino a mí como un gran alivio y me obligó a ausentarme por una semana, lastimosamente aquellos siete días pasaron tan rápido como suelen pasar las cosas buenas y al terminar yo estaba de vuelta en la Nordstrasse. Aparte del lazo negro que alguien había colgado en el umbral de la puerta principal, todo parecía igual a simple vista. Al ir subiendo la escalera me encontré con la vecina, la de la bata, que iba cargada de una bolsa de supermercado y había decidido hacer un descanzo en el tercer piso, depositando la bolsa en el suelo. Por un instante, los ojos hinchados, enrojecidos y huidizos de ella se cruzaron con los míos; yo no pude evitar estremecerme al reparar en su brazo derecho enyesado y sujeto a un cabestrillo. La saludé y me ofrecí a ayudarla, ella en principio dijo que no era necesario, pero como yo ya me había acercado a la bolsa con ademán de agarrarla, aceptó. Sólo faltaban dos pisos para llegar al nuestro y subimos peldaño tras peldaño, despacio y en completo silencio. 

Cuando llegamos le entregué la bolsa, ella me dió las gracias y se dispuso a abrir la puerta. Si necesitas ayuda... le dije y sin saber por qué, me atreví a poner suavemente mi mano en su hombro izquierdo. Ay... dijo ella, como si sólo hubiera estado esperando un gesto para echarse a llorar. Lloraba con la cabeza hundida, sacudiendo levemente los hombros. Intentaba en vano secarse las lágrimas con el dorso de la mano izquierda, pero de nuevo irrumpía en sollozos. Él no era malo, ¿sabes? comenzó a decir, no, él no era malo... En ése momento recién caí en cuenta, que sobre el umbral, colgaba también un listón negro. 


martes, 4 de mayo de 2021

 

El cepillo de dientes

En la escuelita rural primaria, el maestro enseñaba las profesiones. Cuando tocó hablar del dentista, destacó imprescindiblemente la importancia del cepillado dental. ¿Cuántas veces por día hay que lavarse los dientes? Preguntó él. Los niños se miraron unos a otros y callaron, alguno dijo dos veces, otro, una vez. El maestro aclaró que era mejor hacerlo después de las comidas principales y al acostarse, o sea más o menos 3 veces al día. Levanten la mano los que se cepillan tres veces por día, continúo, nadie levantó la mano; ¿dos veces?, algunas manitos se levantaron. ¡Muy bien! Dijo el maestro. Después dibujó en el pizarrón un cepillo dental, los niños debían copiarlo en sus cuadernos y después pintarlo. Mientras el maestro veía cómo trabajaban, se le ocurrió una idea que después discutió con el director. Y luego de varias semanas haciendo las gestiones necesarias, anunció muy contento a los alumnos, que se esperaba para el próximo lunes, la visita del dentista para llevar a cabo la fluorización dental. Después se largó a explicar el procedimiento, que en principio había atraído toda la atención de los niños, pero al ver que no se trataba de algo comestible o una golosina, lo escucharon sin emoción. Al terminar la clase, hizo que los alumnos escribieran en sus cuadernos una nota a los padres. Estimados: El próximo lunes, se llevará a cabo en nuestra escuela la fluorización dental. Ése día asegúrense por favor, que su niño asista con su respectivo cepillo dental. Muchas gracias.

Fidelia y Lucía eran compañeritas de asiento; como vivían cerca la una de la otra, siempre iban y venían juntas. Fidelia ya había pegado el estirón, tenía unas trenzas larguísimas y era de dientes fuertes y blancos. Lucía en cambio era chiquitita, llevaba siempre cola de caballo y conservaba aún, uno que otro diente de leche. Las dos iban preocupadas aquella tarde al salir de la escuela, ambas sabían, para sí mismas el por qué. Fue Lucía la que se animó y dijo: yo no voy a poder venir a eso de la fluor... dental. Fidelia la miró y dijo: yo creo que tampoco... Siguieron caminando como solían hacerlo, pasito a paso sobre las rieles del tren, con los zapatitos uno detrás de otro y los brazos extendidos a los lados para hacer equilibrio. Lucía, entonces se animó más y dijo que no iba a venir, porque en realidad no tenía un cepillo dental. Al escucharla, Fidelia le confesó que a ella justo le pasaba igual. Se bajaron de las rieles y marcharon lado a lado en silencio. Al llegar a casa, se sentaron en la vereda. Lucía agarró un palito y se puso a hacer garabatos en el suelo.

El lunes siguiente, el director y el maestro estaban consternados. Cuarta parte de los niños había faltado a la escuela. Tomaron a los que habían asistido y les hicieron hacer una gran ronda. En el medio se ubicó el dentista que había venido con una enfermera y explicó que todos debían recibir de ella, un pequeño vasito descartable donde había un líquido con un tinte azulino. Después debían darle un sorbo, teniendo cuidado de no tragarlo y con la ayuda del cepillo, esparcirlo por toda la superficie dental.

La enfermera fue pasando por la ronda despacio; sonriente y con paciencia iba entregando uno a uno el vasito. Cuando llegó a donde se encontraban Fidelia y Lucía, hizo como que no vió nada, les dió lo suyo y continuó. Las niñas portaban, cada una en la mano, un palito en cuyo extremo habían amarrado un pequeño trapito.

 

domingo, 2 de mayo de 2021

 

Tiago, la Gorda y la mortadela

Tiago era un inquilino más en aquella casa de habitaciones oscuras y paredes húmedas. Los que vivíamos allá, carecíamos de medios para conseguir algo mejor. Éramos todos estudiantes del interior, estábamos dividimos por nuestro lugar de procedencia en dos bandos: los cambas y los collas. Tiago era un camba de un pueblito perdido en algún lugar de Pando, le decían el Decano de la Facultad, pues ya estaba más de diez años cursando la carrera y aún iba en el tercer año, arrastrando materias del segundo. Hacía mucho que sus padres habían dejado de enviarle dinero y él se mantenía a flote pintando siempre el mismo cuadro. Se plantaba con su caballete al lado de los lavaderos comunes de ropa y pintaba sin apuro mientras conversaba con aquel que en ése momento estaba lavando o simplemente se había sentado allí para verlo trabajar. Todos los nuevos inquilinos se quedaban admirados de cómo, aquel lienzo anónimo iba evolucionando hasta dejar plasmado un bello paisaje oriental, con sus verdes ombúes frondosos y un río tranquilo, del cual venía una cambita vestida de tipoy, portando al hombro un cántaro de agua.

Era un tipo amigable e inofensivo. Nadie podía explicarse cómo, había ido a parar con la Gorda. Él repetía, para defenderse de las burlas que le hacíamos, que sólo había sido una única vez, resultado de la cual tenía una hijita de unos cinco años, que vivía con la mamá. La Gorda era todo un personaje en la Facultad, también era Decana. Era alta, maciza, de carnes que se le desbordaban por donde uno la viera, tenía el pelo cortísimo y por lo que decían, era mala con ganas. Estaba obscesionada con él y la encontrábamos contínuamente merodeando la casa. Corría el rumor de que de tanto en tanto “le daba” a Tiago y éste aparecía con rasguños y hematomas que trataba de explicar de maneras ingeniosas, pero que nadie le creía. A veces, cuando íbamos saliendo rumbo a la Facultad, lo encontrábamos detrás de la puerta, sin animarse del todo a salir; nosotros, que ya conocíamos el motivo, salíamos a la calle, examinábamos a derecha e izquierda y dábamos luz verde: Tiago, la Gorda se ha ido, ya no está, le decíamos.  

La mortadela me la habían envíado a mí en encomienda, la misma que yo iba cargando pesadamente al pasar por los lavaderos donde Tiago estaba pintando. Éste, al ver que yo traía una caja de gran tamaño, dejó lo suyo y se ofreció a ayudarme. Después de ponerla sobre la mesa de mi habitación, preguntó si se podía saber qué era. Al ver que en lugar de irse, se había sentado, me puse a abrir el paquete que constaba de galletas de agua, latas de picadillo y una enorme mortadela Calchaquí de dos kilos y medio. Al verla Tiago se humedeció un poco los labios y se acomodó más en la silla. Yo le invité a quedarse, pusimos agua para el té y nos zampamos sendos regordetes sandwiches. Le dije que podíamos repetir al día siguiente y él vino puntual trayendo pan fresco y se ofreció a preparar él mismo la merienda. Pude advertir que a pesar de que se había abotonado la camisa hasta el último botón, todavía se podía ver el surco de un rasguño reciente en su cuello. Él dijo enseguida: parece, que todavía no me sé afeitar... Después me habló de su nena, la cual la Gorda se empecinaba en no dejarla ver. Decía que ya había comenzado a ir a la escuela y que era muy inteligente, de grande quiere ser doctora. También contó que el motivo del cuadro era un lugar cerca de su pueblo y que la mujer que aparecía allí, era la novia que había tenido, antes de venirse a estudiar. Seguro que ya se habrá casado... 

A la mañana siguiente iba saliendo para la Facultad y la puerta principal estaba entreabierta; afuera se escuchaba a dos personas discutiendo por lo bajo y forcejeos, me acerqué despacio y era la voz de Tiago que rogaba: dejá..., andate, por favor, dejame de una vez en paz... A lo que una voz femenina insistía: Pero decime ¿por qué? ¡eh! Tiago ¿por qué? ¿por qué no puedes quererme?