La
vía
Era la una de la mañana cuando la
enfermera llamó y dijo que el paciente de la habitación 214 había perdido la
vía. Yo le dije que iría apenas pudiera. Es de suceder que los sábados de madrugada,
la guardia se nos llena y no damos abasto. Un elevado porcentaje de ésas
urgencias son intoxicaciones agudas: de alcohol, de alcohol con benzodiazepinas,
de alcohol con opíaceos, de sólo opíaceos o muchas sustancias desconocidas a la
vez. Los pacientes suelen ser tan jóvenes, que a veces incluso hay que avisar a
los padres y a la policía. La ambulancia los trae en situaciones extremas, muchas
veces en coma, por lo que hay que actuar rápido: intubarlos, sacarles sangre, ponerles
una vía y trasladarlos de inmediato a la terapia intensiva. Pero lo peor de
todo es cuando vienen de dos en dos, entonces corremos de aquí para allá y nos
olvidamos por completo, de que por ejemplo el señor de la habitación 214
necesita una vía.
Cuando la enfermera volvió a llamar, ya eran pasadas las dos y ésta vez, pidió que fuera cuanto antes. Lo hice. Subí
corriendo las escaleras hasta el segundo piso, para amainar también el adormecimiento,
que a ésas horas suele apoderarse de mí. Pasé por la enfermería, donde no había
nadie y me hice del set de venoclisis. Durante la noche, los pasillos del
hospital están tan callados, que se puede escuchar hasta lo no dicho y el más
mínimo ruido, se presenta magnificado. Al acercarme a la habitación del paciente,
se oían leves gemidos. Toqué despacio y empujé la puerta, que estaba
entreabierta. Sólo la luz de la mesita estaba encendida. El paciente estaba
tendido en la cama, boca arriba, la cabeza completamente calva, los ojos abiertos,
las cuencas hundidas, movía los labios casi imperceptiblemente, sin lograr
decir nada. Aquel cuerpo tenía más muerte que vida. Al lado de la cama yacía una bomba apagada de morfina. El temor de que estuviese
padeciendo dolor, me hizo sentir culpable y me avergonzé, de no haber venido
antes.
Sentado en una silla, a su lado, un
hombre lloraba con la cabeza hundida, sosteniéndole la mano. Al sentir que había
entrado en la habitación, levantó la cabeza, su cara me hizo imaginar la cara que
debió tener el paciente, cuando era joven y estaba sano.
Disculpe, le dije al muchacho, quien
supuse era el hijo, es que la guardia está llena...
Hace días que está así..., dijo él,
limpiándose las lágrimas con la manga de su pullover. Costó mucho ponerle la
vía durante el día...
Permítame, dije suavemente acercándome
a la cama. El muchacho se levantó, acomodando cuidadosamente la silla para que yo
pudiera sentarme. Me senté.
En ése momento sonó mi teléfono,
tan fuerte, que el ruido hizo que el paciente parpadeara un poco, pero ni siquiera
se giró para mirarme. Disculpe, le dije al hijo, vuelvo en seguida. Salí de la
habitación. Acaba de llegar otra ambulancia, dijo la voz al teléfono. EPOC
reagudizado, continuó. Vayan sacándole sangre y háganle nebulizaciones, dije, yo bajaré
enseguida.
Volví a entrar en la habitación,
pero antes puse el teléfono en vibrador. Lo siento, volví a decir, sentándome.
A simple vista, el paciente no ofrecía ninguna posibilidad para una vía periférica.
Se notaban los intentos de varias venoclisis fallidas en los brazos. Sus músculos se habían atrofiado tanto y sólo la piel parecía cubrirle los huesos. Por ello yo no me animaba a ponerle una vía subcutánea, porque al carecer
de materia adiposa, no estaba segura si la bomba de morfina que se le venía
administrando, tendría efecto.
Nos dijeron que estaba cerca..., dijo
el hijo, pero hace días que está así...
Yo no supe qué contestar, seguí
buscando con mis ojos una vena, palpando en sus brazos.
Parece que él no se quisiera
ir..., dijo el muchacho.
Me volví a mirarlo y él continuó. Hace poco se volvió a casar, dijo, tiene un bebito... Parece mayor, mi papá,
dijo señalándolo, pero sólo tiene cincuenta y dos años...
Arremangué cuidadosamente la bata del
paciente y en el nacimiento de su brazo derecho se insinuaba apenas una vena,
puse el torniquete, desinfecté y deslizé la vía. Con gran alivio ví fluir la
sangre. Fijé la vía con un parche y vendé el brazo. Después encendí la bomba de
morfina. El muchacho también suspiró aliviado y me tomó enseguida de la mano.
Gracias, murmuró. Yo hice un gesto con la cabeza, me hice del set que había
llevado y salí despacio.
Mientras desinfectaba mis manos fuera
de la habitación, pude escuchar que el muchacho ya no lloraba, sino decía: Te
puedes ir tranquilo, papá... Si es por el bebé... te puedes ir tranquilo...