Tityus
Trivittatus
By Pseudomona
Él era un hombre rutinario, solía levantarse todos los días antes de las
7, cepillaba largamente sus dientes a los que cuidaba más que a su escaso pelo,
luego se vestía prolijamente y se dirigía a la terraza donde habitualmente se
le servía el desayuno. Ese día sintió un electrizante y profundo pinchazo en el
dedo gordo del pie derecho en el momento en que se estaba calzando. La putísima
madre que te parió, gritó, retirando con rapidez el pie y lanzando el zapato
contra la pared, que fue a dar en el interruptor de la luz, justo al lado de la
puerta del baño, dejando la habitación en penumbras.
Mientras se quitaba rápidamente la media a rayas para examinar el dedo en
cuestión, notó que el dolor iba disminuyendo hasta desaparecer dando lugar a un
zigzagueante hormigueo. Casi no podía sentir sus dedos; el pie, luego la pierna,
comenzaron a pesarle. Si no hubiera sentido el pinchazo primero, quizá habría
pensado que se trataba de algún ataque cerebral como lo había visto tantas
veces en Dicovery Channel. Pero no, había visitado hacía poco a su médico de
cabecera para su chequeo anual y este le había dicho: Roberto, usted goza de
una salud envidiable para su edad. Por lo tanto el cerebro no podía ser. Fijó la
vista con atención en su zapato ¿tendría acaso algún clavo, de esos pequeños
que se colocan cuando uno los lleva a arreglar? Pero este era nuevo, aunque quizás
lo traía de fábrica. Se acercó lentamente avanzando con sus antebrazos y
arrastrando la pierna derecha, casi reptando. Observó detenidamente el calzado
extendiendo la mano para tomarlo cuando notó que por debajo se asomaba algo que
se movía con dificultad. Parecía ser la patita de algún insecto, se acercó aún
más, aguzando la vista en la oscuridad de la habitación, para comprobar que se
trataba de la puntiaguda cola de un alacrán.
Como te digo, mi querido Andrés, Holmberg era un visionario. Mirá que
cuando le encomendaron la organización del zoológico, El mismo eligió a los
animales y les mandó a construir un hábitat acorde con su lugar de procedencia.
Fijate que a los osos panda, por ejemplo,
les levantó una pagoda china que la podés apreciar inclusive ahora que es de
noche. Vení, acercate a la ventana ¿la ves?, mirá, allá está, magnífica. Lo que
nunca se hubiera imaginado es que a tantos años, ¿cuántos son?, sí, poco más de
120, el zoológico quedaría en medio de tantos edificios y nosotros tendríamos
que vivir con el olor a mierda de elefante todos los días. No me lo digas otra
vez, sí…yo lo sabía y aún así decidí quedarme. Cómo despreciar la casa donde mi
padre creció y hasta yo mismo pasé los primeros años de mi vida. Bueno, antes
de irme a París cuando terminamos la secundaria. Qué tiempos aquellos… Pero
volví, volví para quedarme. De todas maneras, alguna vez tenés que darme la
razón, esto…los malos olores y ruidos a toda hora es realmente insoportable.
Que son los años, decís. Qué te hacés si vos tampoco sos un pendejo. Vení, traé
tu copa, bajemos al comedor, veamos si la muchacha al fin terminó de poner la
mesa.
De pronto escuchó el ruido de unos pasos en el corredor al tiempo que la
puerta de su dormitorio se abría lentamente. Se volvió: Ay Marga, no me lo va a
creer, había un alacrán en mi zapato y el maldito me picó. Por qué se queda
ahí, vamos, haga algo, llame a una ambulancia, casi no siento mi pierna y mire:
no la puedo ni mover.
La silueta recortada en la puerta era la figura de una esbelta mujer
joven. Llevaba el pelo castaño prolijamente recogido en un rodete atrás de la
cabeza y un enjuto uniforme azul de doméstica la cubría hasta por debajo de las
rodillas. Sostenía entre sus manos un recipiente vacío de vidrio y se quedó en
el umbral, inmóvil y en silencio; después pareció decidirse y caminó hasta
detenerse a su lado, cerca de la pared donde había ido a parar el zapato. Luego
se agachó y con un rápido movimiento encerró al insecto en el interior del
frasco, justo en el momento en que este había logrado liberarse del collarín
del calzado.
Poco a poco sentía que su cuerpo se adormecía. Pero qué diablos, rápido,
llame a la ambulancia, dígales que es urgente, que me picó un alacrán, se
lamentaba Roberto tratando con sumo esfuerzo de tomarse del tobillo derecho y
empujarlo para atrás, hasta que con un complejo agregado de movimientos quedó
boca arriba. Qué pasa, Marga, no se quede ahí parada, haga algo. Alcánceme mi
celular, lo dejé anoche cargando allí, allí sobre la mesita de luz, señalaba
con un dedo mientras intentaba incorporarse sosteniéndose sobre sus codos.
Maldita sea, no siento nada de la cintura para abajo. Todavía no sé cómo logró
meterse ese bicho acá.
La habitación estaba en penumbras, las persianas aún no habían sido
corridas y solo una vertical franja de luz se colaba por la entrecerrada
puerta. La silueta continuaba inmóvil, sosteniendo el frasco transparente donde
el acaramelado insecto se contorsionaba tratando de liberarse de su mortal
prisión. La mujer parecía estar observando sus vanos intentos de ponerse de
pie.
Entonces a él le pareció que hizo la señal de la cruz y caminó con aire
resuelto, se acercó a la mesita de luz, tomó el celular que en efecto estaba ahí,
lo retiró del cargador, se lo puso en el bolsillo de su delantal y veloz abandonó
el lugar. Al cerrarse la puerta se escuchó un crujido seco, metálico, como cuando
alguien la asegura con llave.
Los brazos ya no pudieron sostenerlo y se rindieron ante el peso de su
cuerpo. Golpeó el occipital contra la suavidad de la costosa alfombra importada.
Abrió tanto los ojos que parecían salírsele de sus cuencas. Su rubicunda cara era
surcada por amplias gotas de transpiración; los maseteros se contraían
espasmódicamente dejando ver su singular dentadura blanquecina. En la oscuridad
solo se podía escuchar su respiración jadeante: Pero qué hace, Marga, no se
vaya, déme mi celular, necesito ayuda. No estaba seguro de si estaba
articulando las palabras o las decía en su pensamiento. Auxilio, que alguien
venga, ayuda por favor, alguien…
¿A qué hora llegué anoche? A eso de las 11, no te quería despertar
querida. La cena…, y qué te puedo decir, unos solomillos a la mostaza que no
tenían gusto a nada, eran incomibles, tan duros estaban que la mandíbula me
quedó doliendo hasta después del postre. Qué rico te salió el café, servime
otro por favor. Nada, Roberto está muy sólo, bueno con la criada, pude verla en
el cuarto de servicio, le estaba lustrando los zapatos.