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sábado, 18 de febrero de 2012


Milímetros de mercurio

By Pseudomona

Una tibia sensación viaja desde la parte posterior de mi cráneo hasta la columna dorsal, palpitante, pegajosa, extiendo mi mano derecha hacia el occipital y palpo una gruesa capa de sangre coagulada, dolorosa. Me pesa la cabeza, la siento enorme, apenas puedo sostenerla y me arrastro a ciegas en la húmeda irregularidad del piso. Lo último que recuerdo es haberme subido al ascensor, estoy segura que toqué el botón a planta baja o talvez no, me distraje mandando el mensaje, finalizando la visita. Grito por ayuda una y otra vez, la expresión me suena débil, como un susurro. El hueco negro en el que me encuentro devuelve el sonido distorsionado de mi voz, en vano intento distinguir alguna forma en la oscuridad completa.
Busco en el bolsillo de mi abrigo y me aferro al celular, fiel compañero. La tenue luz se enciende, parece no haberse lastimado, que suerte pienso mientras busco una señal, la pantalla titila sólo emergencias, intento llamar y nada. Alumbro lentamente las paredes oscuras y lúgubres, quisiera no mirar pero debo hacerlo. Siento el frío estremecedor del miedo y la fuerza extraordinaria de una mano invisible me presiona la garganta, dificultándome hasta respirar. Me aflige no saber donde estoy, talvez soñando, quizás esto realmente no está pasando, no obstante la conmoción penetrante en mi cabeza me recuerda el despiadado dolor de mi caída y ni siquiera el peor mal sueño puede doler de ésta forma. Tengo que concentrarme, intentar pensar claramente, elaborar un plan y volver al ascensor.

Sólo hace un par de horas cumplía mi rutina habitual. Recibir un mensaje texto y partir. Parera 150, 5to B. Femenina 24 años, consulta por fiebre. Llegar al edificio, saludar, un corto interrogatorio, escueto examen físico, prescripción, apretón de manos, deseos de mejoría y luego salir hacia otro domicilio. Sí, los tiempos han cambiado, los pacientes no quieren ir más a la guardia y esperan al delivery del servicio médico en la comodidad de su hogar. Es cierto que parece una tontería eso de buscárselas en la calle, pero la costumbre de tantos años de trabajo hace que parezca lo más normal, sólo ahora puedo ver que es una locura, ir a lo desconocido, a casa ajena, jugar siempre en el terreno del otro. Ahora que todo está oscuro, lo veo claramente. La idea de la muerte me atormenta, morir ahora, de ésta forma tan absurda, o lo que es peor, permanecer encerrada en éste lugar.

Hongos y ácaros que fermentan los lugares donde abunda la pestilencia contaminan el ambiente. La idea de haber ido a parar al subsuelo del edificio me consuela, sin duda hay una puerta sólo tengo que encontrarla; además dejé mi auto estacionado en frente y tenía pendientes 2 visitas, se darán cuenta que no salí y me buscarán. Pronto estaré afuera y podré contar mi aventura, eso sí, no pienso trabajar más de ésta manera.
Transito por un gran túnel de techos altos, arcos de medio punto y paredes carcomidas por el olvido. Esta parte de Recoleta es añeja, afuera, Parera es hermosa, aunque sólo tenga 2 cuadras. Avanzo lentamente, un pie después el otro, tanteando en las tinieblas. Oigo el sonido característico de la batería que pronto se acaba en medio de ruidos extraños que parecen ser chillidos acaso de ratas, muchas de ellas pululando en la oscuridad; recuerdo haberlas estudiado en el laboratorio de la facultad y sé que si están aquí, hay una salida.
Cómo pesa mi maletín, me duelen los brazos hasta el adormecimiento, sin embargo continúo sin dirección. La mortuoria luminosidad me abandona, completamente a ciegas creo percibir la presencia de alguien más conmigo. Qué hacer ahora, siento el llanto en mis mejillas, me acurruco hasta que mis ojos se habitúan a las sombras, desearía formar un río de lágrimas y escurrirme. De pronto diviso una sombra que cruza rauda por el túnel, veloz con una agilidad extraordinaria, me estrecho aún más contra la pared y siento formas anatómicas, la valentía morbosa de no tener nada que perder me hace alargar la mano, primero un zapato, un pantalón luego una pierna, la sacudo, sólo para darme cuenta que carece de vida, los gemelos se han pegado tanto a la tibia que debieron pasar varios meses desde que éste cuerpo sintió el pulso en las sienes.
Otra vez la sombra pasa vertiginosa en sentido contrario, contengo la respiración, tengo la certeza que jamás saldré de aquí, quedaré momificada en éste subterráneo, trato de distraerme de la muerte que se aproxima pero tiemblo sin poder controlarme.
Aliento nauseabundo oliéndome la espalda, justo sobre la herida luego un roce espinoso en mi oreja izquierda, cierro los ojos con fuerza, imagino el cafecito en la esquina de casa, medialunas de manteca y un gran tazón de café con leche…

El ruido ensordecedor de una sirena lacera mis oídos, quiero moverme pero estoy sujeta. Me cuesta tanto abrir los ojos, que parece que los tuviera pegados.
- ¿Qué me pasó? pregunto, aunque sé que no pude articular nada. Un muchacho joven de uniforme blanco me mira sonriente.
- No se asuste señora, parece que le bajó la presión y se cayó. No, no se mueva, ya estamos llegando al hospital.