Milímetros de mercurio
By Pseudomona
Una tibia sensación viaja desde la parte
posterior de mi cráneo hasta la columna dorsal, palpitante, pegajosa, extiendo
mi mano derecha hacia el occipital y palpo una gruesa capa de sangre coagulada,
dolorosa. Me pesa la cabeza, la siento enorme, apenas puedo sostenerla y me
arrastro a ciegas en la húmeda irregularidad del piso. Lo último que recuerdo
es haberme subido al ascensor, estoy segura que toqué el botón a planta baja o talvez
no, me distraje mandando el mensaje, finalizando la visita. Grito por ayuda una
y otra vez, la expresión me suena débil, como un susurro. El hueco negro en el
que me encuentro devuelve el sonido distorsionado de mi voz, en vano intento distinguir
alguna forma en la oscuridad completa.
Busco en el bolsillo de mi abrigo y me
aferro al celular, fiel compañero. La tenue luz se enciende, parece no haberse
lastimado, que suerte pienso mientras busco una señal, la pantalla titila sólo
emergencias, intento llamar y nada. Alumbro lentamente las paredes oscuras y lúgubres,
quisiera no mirar pero debo hacerlo. Siento el frío estremecedor del miedo y la
fuerza extraordinaria de una mano invisible me presiona la garganta,
dificultándome hasta respirar. Me aflige no saber donde estoy, talvez soñando,
quizás esto realmente no está pasando, no obstante la conmoción penetrante en
mi cabeza me recuerda el despiadado dolor de mi caída y ni siquiera el peor mal
sueño puede doler de ésta forma. Tengo que concentrarme, intentar pensar
claramente, elaborar un plan y volver al ascensor.
Sólo hace un par de horas cumplía mi
rutina habitual. Recibir un mensaje texto y partir. Parera 150, 5to B. Femenina
24 años, consulta por fiebre. Llegar al edificio, saludar, un corto
interrogatorio, escueto examen físico, prescripción, apretón de manos, deseos
de mejoría y luego salir hacia otro domicilio. Sí, los tiempos han cambiado, los
pacientes no quieren ir más a la guardia y esperan al delivery del servicio médico
en la comodidad de su hogar. Es cierto que parece una tontería eso de buscárselas
en la calle, pero la costumbre de tantos años de trabajo hace que parezca lo
más normal, sólo ahora puedo ver que es una locura, ir a lo desconocido, a casa
ajena, jugar siempre en el terreno del otro. Ahora que todo está oscuro, lo veo
claramente. La idea de la muerte me atormenta, morir ahora, de ésta forma tan absurda,
o lo que es peor, permanecer encerrada en éste lugar.
Hongos y ácaros que fermentan los lugares
donde abunda la pestilencia contaminan el ambiente. La idea de haber ido a parar
al subsuelo del edificio me consuela, sin duda hay una puerta sólo tengo que
encontrarla; además dejé mi auto estacionado en frente y tenía pendientes 2
visitas, se darán cuenta que no salí y me buscarán. Pronto estaré afuera y podré
contar mi aventura, eso sí, no pienso trabajar más de ésta manera.
Transito por un gran túnel de techos
altos, arcos de medio punto y paredes carcomidas por el olvido. Esta parte de
Recoleta es añeja, afuera, Parera es hermosa, aunque sólo tenga 2 cuadras.
Avanzo lentamente, un pie después el otro, tanteando en las tinieblas. Oigo el
sonido característico de la batería que pronto se acaba en medio de ruidos
extraños que parecen ser chillidos acaso de ratas, muchas de ellas pululando en
la oscuridad; recuerdo haberlas estudiado en el laboratorio de la facultad y sé
que si están aquí, hay una salida.
Cómo pesa mi maletín, me duelen los
brazos hasta el adormecimiento, sin embargo continúo sin dirección. La
mortuoria luminosidad me abandona, completamente a ciegas creo percibir la
presencia de alguien más conmigo. Qué hacer ahora, siento el llanto en mis
mejillas, me acurruco hasta que mis ojos se habitúan a las sombras, desearía
formar un río de lágrimas y escurrirme. De pronto diviso una sombra que cruza rauda
por el túnel, veloz con una agilidad extraordinaria, me estrecho aún más contra
la pared y siento formas anatómicas, la valentía morbosa de no tener nada que
perder me hace alargar la mano, primero un zapato, un pantalón luego una
pierna, la sacudo, sólo para darme cuenta que carece de vida, los gemelos se
han pegado tanto a la tibia que debieron pasar varios meses desde que éste
cuerpo sintió el pulso en las sienes.
Otra vez la sombra pasa vertiginosa
en sentido contrario, contengo la respiración, tengo la certeza que jamás
saldré de aquí, quedaré momificada en éste subterráneo, trato de distraerme de
la muerte que se aproxima pero tiemblo sin poder controlarme.
Aliento nauseabundo oliéndome la
espalda, justo sobre la herida luego un roce espinoso en mi oreja izquierda,
cierro los ojos con fuerza, imagino el cafecito en la esquina de casa,
medialunas de manteca y un gran tazón de café con leche…
El ruido ensordecedor de una sirena
lacera mis oídos, quiero moverme pero estoy sujeta. Me cuesta tanto abrir los
ojos, que parece que los tuviera pegados.
- ¿Qué me pasó? pregunto, aunque sé
que no pude articular nada. Un muchacho joven de uniforme blanco me mira
sonriente.
- No se asuste señora, parece que le
bajó la presión y se cayó. No, no se mueva, ya estamos llegando al hospital.