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miércoles, 15 de febrero de 2012


Tityus Trivittatus

By Pseudomona

Él era un hombre rutinario, solía levantarse todos los días antes de las 7, cepillaba largamente sus dientes a los que cuidaba más que a su escaso pelo, luego se vestía prolijamente y se dirigía a la terraza donde habitualmente se le servía el desayuno. Ese día sintió un electrizante y profundo pinchazo en el dedo gordo del pie derecho en el momento en que se estaba calzando. La putísima madre que te parió, gritó, retirando con rapidez el pie y lanzando el zapato contra la pared, que fue a dar en el interruptor de la luz, justo al lado de la puerta del baño, dejando la habitación en penumbras.
Mientras se quitaba rápidamente la media a rayas para examinar el dedo en cuestión, notó que el dolor iba disminuyendo hasta desaparecer dando lugar a un zigzagueante hormigueo. Casi no podía sentir sus dedos; el pie, luego la pierna, comenzaron a pesarle. Si no hubiera sentido el pinchazo primero, quizá habría pensado que se trataba de algún ataque cerebral como lo había visto tantas veces en Dicovery Channel. Pero no, había visitado hacía poco a su médico de cabecera para su chequeo anual y este le había dicho: Roberto, usted goza de una salud envidiable para su edad. Por lo tanto el cerebro no podía ser. Fijó la vista con atención en su zapato ¿tendría acaso algún clavo, de esos pequeños que se colocan cuando uno los lleva a arreglar? Pero este era nuevo, aunque quizás lo traía de fábrica. Se acercó lentamente avanzando con sus antebrazos y arrastrando la pierna derecha, casi reptando. Observó detenidamente el calzado extendiendo la mano para tomarlo cuando notó que por debajo se asomaba algo que se movía con dificultad. Parecía ser la patita de algún insecto, se acercó aún más, aguzando la vista en la oscuridad de la habitación, para comprobar que se trataba de la puntiaguda cola de un alacrán.

Como te digo, mi querido Andrés, Holmberg era un visionario. Mirá que cuando le encomendaron la organización del zoológico, El mismo eligió a los animales y les mandó a construir un hábitat acorde con su lugar de procedencia. Fijate que  a los osos panda, por ejemplo, les levantó una pagoda china que la podés apreciar inclusive ahora que es de noche. Vení, acercate a la ventana ¿la ves?, mirá, allá está, magnífica. Lo que nunca se hubiera imaginado es que a tantos años, ¿cuántos son?, sí, poco más de 120, el zoológico quedaría en medio de tantos edificios y nosotros tendríamos que vivir con el olor a mierda de elefante todos los días. No me lo digas otra vez, sí…yo lo sabía y aún así decidí quedarme. Cómo despreciar la casa donde mi padre creció y hasta yo mismo pasé los primeros años de mi vida. Bueno, antes de irme a París cuando terminamos la secundaria. Qué tiempos aquellos… Pero volví, volví para quedarme. De todas maneras, alguna vez tenés que darme la razón, esto…los malos olores y ruidos a toda hora es realmente insoportable. Que son los años, decís. Qué te hacés si vos tampoco sos un pendejo. Vení, traé tu copa, bajemos al comedor, veamos si la muchacha al fin terminó de poner la mesa.

De pronto escuchó el ruido de unos pasos en el corredor al tiempo que la puerta de su dormitorio se abría lentamente. Se volvió: Ay Marga, no me lo va a creer, había un alacrán en mi zapato y el maldito me picó. Por qué se queda ahí, vamos, haga algo, llame a una ambulancia, casi no siento mi pierna y mire: no la puedo ni mover.
La silueta recortada en la puerta era la figura de una esbelta mujer joven. Llevaba el pelo castaño prolijamente recogido en un rodete atrás de la cabeza y un enjuto uniforme azul de doméstica la cubría hasta por debajo de las rodillas. Sostenía entre sus manos un recipiente vacío de vidrio y se quedó en el umbral, inmóvil y en silencio; después pareció decidirse y caminó hasta detenerse a su lado, cerca de la pared donde había ido a parar el zapato. Luego se agachó y con un rápido movimiento encerró al insecto en el interior del frasco, justo en el momento en que este había logrado liberarse del collarín del calzado.
Poco a poco sentía que su cuerpo se adormecía. Pero qué diablos, rápido, llame a la ambulancia, dígales que es urgente, que me picó un alacrán, se lamentaba Roberto tratando con sumo esfuerzo de tomarse del tobillo derecho y empujarlo para atrás, hasta que con un complejo agregado de movimientos quedó boca arriba. Qué pasa, Marga, no se quede ahí parada, haga algo. Alcánceme mi celular, lo dejé anoche cargando allí, allí sobre la mesita de luz, señalaba con un dedo mientras intentaba incorporarse sosteniéndose sobre sus codos. Maldita sea, no siento nada de la cintura para abajo. Todavía no sé cómo logró meterse ese bicho acá.
La habitación estaba en penumbras, las persianas aún no habían sido corridas y solo una vertical franja de luz se colaba por la entrecerrada puerta. La silueta continuaba inmóvil, sosteniendo el frasco transparente donde el acaramelado insecto se contorsionaba tratando de liberarse de su mortal prisión. La mujer parecía estar observando sus vanos intentos de ponerse de pie.
Entonces a él le pareció que hizo la señal de la cruz y caminó con aire resuelto, se acercó a la mesita de luz, tomó el celular que en efecto estaba ahí, lo retiró del cargador, se lo puso en el bolsillo de su delantal y veloz abandonó el lugar. Al cerrarse la puerta se escuchó un crujido seco, metálico, como cuando alguien la asegura con llave.
Los brazos ya no pudieron sostenerlo y se rindieron ante el peso de su cuerpo. Golpeó el occipital contra la suavidad de la costosa alfombra importada. Abrió tanto los ojos que parecían salírsele de sus cuencas. Su rubicunda cara era surcada por amplias gotas de transpiración; los maseteros se contraían espasmódicamente dejando ver su singular dentadura blanquecina. En la oscuridad solo se podía escuchar su respiración jadeante: Pero qué hace, Marga, no se vaya, déme mi celular, necesito ayuda. No estaba seguro de si estaba articulando las palabras o las decía en su pensamiento. Auxilio, que alguien venga, ayuda por favor, alguien…

¿A qué hora llegué anoche? A eso de las 11, no te quería despertar querida. La cena…, y qué te puedo decir, unos solomillos a la mostaza que no tenían gusto a nada, eran incomibles, tan duros estaban que la mandíbula me quedó doliendo hasta después del postre. Qué rico te salió el café, servime otro por favor. Nada, Roberto está muy sólo, bueno con la criada, pude verla en el cuarto de servicio, le estaba lustrando los zapatos.