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martes, 21 de febrero de 2012


Azabache

By Pseudomona

La versión larga de ésta historia no se podría contar en pocas palabras por lo cual trataré de abreviar. Sixto nació en una familia de 6, como eran tantos fue difícil ubicarlos, uno a uno a sus hermanitos y finalmente a él, que por ser de color negro fue casi imposible, a tal punto que pensaron que deberían sacrificarlo.
Yo, recién me había divorciado, de un largo matrimonio de dos años, sí parece corto pero en realidad fue muy largo, largos los días y las distancias, largas las peleas y los silencios. Con la ayuda de mis padres estaba intentando mudarme a Chacarita, a dos cuadras del cementerio, tenía muchas ganas de comenzar una nueva vida en el barrio de toda mi familia.
Cuando me enteré lo de Sixto, al principio tuve mis dudas, pero al escuchar lo que podían hacer con él decidí adoptarlo, pensé que sería bueno tener un compañero, un amigo si bien no era un cachorro era también un animalito digno de recibir afecto.
Los dos nos instalamos en nuestro apartamento de una sola pieza con una ventanita circular que daba a un pequeñísimo balcón. Fue encontrarnos los dos, yo sin mi marido y el sin sus hermanitos. Comenzamos bien tengo que decirlo, a el le gustaba tomar la leche tibia que yo le preparaba por las mañanas y en la cena compartía conmigo mis galletas favoritas, las chocolatinas. Éramos muy unidos cuando era pequeño, jugábamos juntos y nos gustaba tendernos en el piso para soñar.
Las obligaciones de la vida, el comienzo de una nueva empresa exigen emplearse a fondo si se quiere ganar dinero suficiente para la renta, la cuota de la facultad y demás necesidades que ahora que lo pienso no son tan imprescindibles. Me vi obligada a salir mucho en aquel tiempo, casi no conseguía estar en casa, iba del trabajo a la facultad y luego a un segundo empleo que había conseguido. Apenas conseguía llegar a casa exhausta muy entrada la noche, tan rendida que sólo pensaba en dormir y en la rutina que al día siguiente esperaba por mí. El me aguardaba mimoso al principio deseoso de cariño, pero yo no podía darle nada de lo fatigada que me sentía.
Pasaron varias semanas de ignorarlo hasta que una noche cuando volví a casa sentí un ruido extraño al lado de la ventana, algo así como un aleteo desesperado, me acerqué intrigada en la obscuridad para ver que pasaba y era mi gato que tenía atrapada a una paloma entre sus garras, cuando conseguí soltarla la pobrecilla no pudo vivir más que unos instantes sin que yo pudiera hacer nada para curarla.
Esa noche me quedé espantada, clausuré la ventana, le grité a Sixto, le dije que era un mal gato, un mal bicho, que me había arrepentido de adoptarlo y un montón de cosas más que ya no recuerdo. El lejos de comprenderlo se ensañó conmigo, cuando yo llegaba el se alejaba y al final casi ya no nos queríamos, ya no éramos más amigos.
A veces me cuesta tomar una conducta, espero paciente a que las cosas retomen su rumbo habitual, que todo fluya en esa espera impasible. No fue así en este caso, el y yo no nos repusimos de aquella riña, de aquella pobre paloma.
Un día al volver del trabajo sentí un maullido detrás de la puerta, era Sixto que estaba todo henchido con el lomo encorvado como gran felino. Aprovechó la puerta abierta y salió resuelto como un feroz puma, rompiendo así el invisible lazo de nuestra convivencia.
Yo en el fondo sé que fue mi culpa, y ahora que llueve allá afuera, no dejo de pensar que hay un pobre gato que extraña su leche, sus galletas y sobre todo el cariño sobre sus orejas.

Para mi amiga Andrea.
Que alguna vez me habló de un gato negro.