El grupo de ayuda
Después de que mi última psicóloga me aconsejara
vehementemente, intuyo en parte porque ya no podía tolerar mis repetitivas
sesiones, que además durante meses no mostraron las más mínima mejoría; me ví
obligada, a falta de otra alternativa, y ante la clara imposibilidad de
mejorarme yo sola, a ingresar al grupo de ayuda GANDA: Grupo de adictos no
drogo o alcoholdependientes.
El grupo admitía a un máximo de veinte personas de ambos
sexos pero edades un tanto similares. El punto de reunión era los martes y
jueves de 19 a 20 en un Colegio que quedaba cerca de la Kolpingplatz, a metros de
la parada del tranvía. Durante la primera reunión, permitieron que sólo dijera
lo que yo quisiera. Yo dije: buenas noches, luego mi nombre de pila. A lo cual
todos al unísono aplaudieron.
La patología más común era la adicción al juego, que iba
desde jugar videojuegos en internet, de ésos que no implican dinero de por
medio, hasta apostadores de casino que estaban a punto, o estuvieron en
bancarrota. Luego estaban otras adiciones varias, por ej.: a las redes sociales
a menudo relacionada con la obsesión de sacarse selfies; a compras compulsivas
online, a las series de televisión, a conducir con el acelerador a fondo, etc. En
la ronda de confesiones se festejaban con gusto los progresos, las recaídas
recibían expresiones de aliento y a los que aún estaban en proceso de
aceptación, se nos animaba a seguir adelante.
Al cabo de un mes se me dijo que no podía seguir guardando
silencio, que tenía que empezar a abrirme al resto. Sólo así podría iniciar el
proceso de mi sanamiento. Entonces yo comencé a hablar de sopetón y hablé del
pasado, de mis años de estudiante, de la soledad, de la escapatoria a la
realidad. Hablé de las letras de la canciones, de sus títulos, lo que ello
representa para mí. De alcanzar lo inalcanzable, de la absoluta felicidad.
Hablé de la emoción, el éxtasis, la sublimación. Hablé del desdoblamiento, de
la transformación en otro, de transportarse en el tiempo, de sentirse amado y ser
enteramente correspondido. Hablé de los recitales en Buenos Aires, de saltar en
la cancha, del olé olé de las multitudes. Hablé de los problemas con mis vecinos
debido al volumen, hablé del trabajo, de la incapacidad para concentrarme en
otra cosa. Hablé de Persiana Americana, Primavera Cero, Sobredosis de TV, Juegos
de Seducción, Música Ligera..., hablé y hablé sin querer parar, hablé de Cerati
y su guitarra..., hablé de Soda Stereo. E iba a seguir hablando, pero la
coordinadora hizo un gesto rotundo con las manos, luego de reiteradas señas
hace un rato. Cuando me detuve, nadie aplaudió. Se quedaron mirándome extrañamente
en silencio.
Al terminar la sesión, justo cuando iba saliendo, Michael me
alcanzó corriendo. Él era un muchacho que apenas había entrado en los treintas,
pero cuyo aspecto lo hacía parecerse una persona mayor. Era adicto a las camas
solares. Era difícil imaginar el verdadero color de su piel. Sus ojos azules y
su larga melena rubia casi amarilla hacían suponer una tez clara. Me felicitó
por haber sido valiente. Me dijo, dejando relucir sus dientes blanquísimos en
contraste con su piel finamente arrugada, tostada, casi negra: Ich verstehe dich
vollkommen!
Luego de aquella reunión, Michael no se presentó más a las
sesiones. Si bien yo volví a guardar silencio, algo en mí había comenzado a
transformarse. Un martes, justo antes de dar comienzo, la coordinadora me pidió
hablar en privado. Me dijo que lo sentía mucho, pero que yo ya no tenía
permitido asistir, que ella no me consideraba una buena influencia para el
grupo. Me contó que Michael había sido detenido por “alteración del órden público
y resistencia a la autoridad ”. Dijo que la policía lo arrestó en la Kolpingplatz
donde él se había instalado tarde a tarde a tomar el sol, escuchando a todo
volumen a una banda de Rock en español.
Fue cuando el grupo de ayuda me cerró las puertas, remitiéndome de nuevo a mi psicóloga, que yo comencé a darme cuenta del impacto de aquella reuniones.
Si bien hace tiempo sólo escuchaba a Soda por auriculares, ahora dejé completamente
de hacerlo. Pero no por ello me quedé sin música, ésta se había
instaladado tan profundamente en mi cabeza, que el disco giraba y giraba,
virtual, continuamente. No sé si parase mientras dormía, lo cierto es que en
las noches, aquellas en las que me veía obligada por cualquier motivo a
despertarme, por ejemplo para ir al baño, alguna canción seguía sonando agradablemente
en el trasfondo.
Poco después vino la pandemia, no sólo que GANDA no se
reunió más, sino que yo no pude asistir a las consultas con mi nuevo psicólogo.
En ése tiempo fue que caí en cuenta, ya no de mi adicción, sino del extraño don
de poseer por siempre una banda sonora en la cabeza, la banda sonora de mi vida...
La semana pasada tuve que salir del aislamiento e ir al correo, a la sucursal de la Post Galerie en Europaplatz. Justo al salir del tranvía, sobre uno de los asientos del andén, era imposible, como muchos otros, no reparar en aquella pareja. La chica vestía un abrigo largo y botas altas con la cuales llevaba el ritmo. El hombre de melena rubia casi amarilla, cuyo rostro a pesar del barbijo reglamentario, dejaba ver una tez intensamente bronceada, portaba una music box que a todo volumen reproducía: “Cuando pase el Temblor” de Soda Stereo en concierto.