Translate

domingo, 21 de febrero de 2021

 

El grupo de ayuda

Después de que mi última psicóloga me aconsejara vehementemente, intuyo en parte porque ya no podía tolerar mis repetitivas sesiones, que además durante meses no mostraron las más mínima mejoría; me ví obligada, a falta de otra alternativa, y ante la clara imposibilidad de mejorarme yo sola, a ingresar al grupo de ayuda GANDA: Grupo de adictos no drogo o alcoholdependientes.

El grupo admitía a un máximo de veinte personas de ambos sexos pero edades un tanto similares. El punto de reunión era los martes y jueves de 19 a 20 en un Colegio que quedaba cerca de la Kolpingplatz, a metros de la parada del tranvía. Durante la primera reunión, permitieron que sólo dijera lo que yo quisiera. Yo dije: buenas noches, luego mi nombre de pila. A lo cual todos al unísono aplaudieron.

La patología más común era la adicción al juego, que iba desde jugar videojuegos en internet, de ésos que no implican dinero de por medio, hasta apostadores de casino que estaban a punto, o estuvieron en bancarrota. Luego estaban otras adiciones varias, por ej.: a las redes sociales a menudo relacionada con la obsesión de sacarse selfies; a compras compulsivas online, a las series de televisión, a conducir con el acelerador a fondo, etc. En la ronda de confesiones se festejaban con gusto los progresos, las recaídas recibían expresiones de aliento y a los que aún estaban en proceso de aceptación, se nos animaba a seguir adelante.

Al cabo de un mes se me dijo que no podía seguir guardando silencio, que tenía que empezar a abrirme al resto. Sólo así podría iniciar el proceso de mi sanamiento. Entonces yo comencé a hablar de sopetón y hablé del pasado, de mis años de estudiante, de la soledad, de la escapatoria a la realidad. Hablé de las letras de la canciones, de sus títulos, lo que ello representa para mí. De alcanzar lo inalcanzable, de la absoluta felicidad. Hablé de la emoción, el éxtasis, la sublimación. Hablé del desdoblamiento, de la transformación en otro, de transportarse en el tiempo, de sentirse amado y ser enteramente correspondido. Hablé de los recitales en Buenos Aires, de saltar en la cancha, del olé olé de las multitudes. Hablé de los problemas con mis vecinos debido al volumen, hablé del trabajo, de la incapacidad para concentrarme en otra cosa. Hablé de Persiana Americana, Primavera Cero, Sobredosis de TV, Juegos de Seducción, Música Ligera..., hablé y hablé sin querer parar, hablé de Cerati y su guitarra..., hablé de Soda Stereo. E iba a seguir hablando, pero la coordinadora hizo un gesto rotundo con las manos, luego de reiteradas señas hace un rato. Cuando me detuve, nadie aplaudió. Se quedaron mirándome extrañamente en silencio.

Al terminar la sesión, justo cuando iba saliendo, Michael me alcanzó corriendo. Él era un muchacho que apenas había entrado en los treintas, pero cuyo aspecto lo hacía parecerse una persona mayor. Era adicto a las camas solares. Era difícil imaginar el verdadero color de su piel. Sus ojos azules y su larga melena rubia casi amarilla hacían suponer una tez clara. Me felicitó por haber sido valiente. Me dijo, dejando relucir sus dientes blanquísimos en contraste con su piel finamente arrugada, tostada, casi negra: Ich verstehe dich vollkommen!

Luego de aquella reunión, Michael no se presentó más a las sesiones. Si bien yo volví a guardar silencio, algo en mí había comenzado a transformarse. Un martes, justo antes de dar comienzo, la coordinadora me pidió hablar en privado. Me dijo que lo sentía mucho, pero que yo ya no tenía permitido asistir, que ella no me consideraba una buena influencia para el grupo. Me contó que Michael había sido detenido por “alteración del órden público y resistencia a la autoridad ”. Dijo que la policía lo arrestó en la Kolpingplatz donde él se había instalado tarde a tarde a tomar el sol, escuchando a todo volumen a una banda de Rock en español.

Fue cuando el grupo de ayuda me cerró las puertas, remitiéndome de nuevo a mi psicóloga, que yo comencé a darme cuenta del impacto de aquella reuniones. Si bien hace tiempo sólo escuchaba a Soda por auriculares, ahora dejé completamente de hacerlo. Pero no por ello me quedé sin música, ésta se había instaladado tan profundamente en mi cabeza, que el disco giraba y giraba, virtual, continuamente. No sé si parase mientras dormía, lo cierto es que en las noches, aquellas en las que me veía obligada por cualquier motivo a despertarme, por ejemplo para ir al baño, alguna canción seguía sonando agradablemente en el trasfondo.

Poco después vino la pandemia, no sólo que GANDA no se reunió más, sino que yo no pude asistir a las consultas con mi nuevo psicólogo. En ése tiempo fue que caí en cuenta, ya no de mi adicción, sino del extraño don de poseer por siempre una banda sonora en la cabeza, la banda sonora de mi vida...

La semana pasada tuve que salir del aislamiento e ir al correo, a la sucursal de la Post Galerie en Europaplatz. Justo al salir del tranvía, sobre uno de los asientos del andén, era imposible, como muchos otros, no reparar en aquella pareja. La chica vestía un abrigo largo y botas altas con la cuales llevaba el ritmo. El hombre de melena rubia casi amarilla, cuyo rostro a pesar del barbijo reglamentario, dejaba ver una tez intensamente bronceada, portaba una music box que a todo volumen reproducía: “Cuando pase el Temblor” de Soda Stereo en concierto.


lunes, 15 de febrero de 2021

 Los gordos

Nunca hice más deporte en mi vida que durante mis años de Facultad, aunque paradójicamente, tampoco fuí tan gorda cómo en aquella oscura época. Si bien se cree que los gordos siempre estamos de buen humor y carecemos de penas, lo cierto es que tenemos muchas y quizás comemos tanto sólo para olvidar.

Robert era en ése entonces mi mejor amigo, el más grande y fiel amigo que he tenido. Juntos éramos uña y mugre. O como nuestros compañeros peruanos nos decían, si uno era la pata derecha, el otro era la izquierda. Nos unía un lazo muy fuerte: la absoluta no felicidad. El sabernos feos. Y gordos.

Gordos.

Yo vivía en aquel entonces en un cuartucho semioscuro que sólo tenía una ventanita diminuta donde no se colaba sol, ni siquiera cuando era verano. Ahora que voy analizando retrospectivamente aquellos años, estoy convencida que ése encierro era lo que me hacía tener el ánimo siempre caído.

Cursábamos el segundo año de la Facultad y habíamos subido más de peso que cuando estámos en el primero. A Robert le pareció que no había que dejarnos, y la única manera de combatirlo era comenzar a hacer ejercicio intenso. Así que nos organizamos, decidimos faltar a diario a la clase de 18 a 20, que tocaba Bacteriología, (lo cual explica ahora otras tantas cosas) para poner en marcha el plan. Yo me dejé llevar, como dije, tenía el ánimo subterráneo. Así que fue él quien tomó riendas del asunto. Primero dijo que necesitábamos inspiración e hizo que nos juntáramos en su casa y miráramos durante el fin de semana previo al comienzo del proyecto, todas las películas de Rocky (Robert era profundo admirador).

Después fuímos al mercado negro y compramos dos trajes deportivos plateados de plástico (no había de otro color), de ésos que prometen adelgazar si uno los lleva puesto mientras hace ejercicio. Elegimos como nuestra base al parque Bolivar, que no quedaba lejos de casa. Así que Robert pasaba por mí, y hacíamos estiramiento, ahí no más en la puerta de calle. Luego nos íbamos pesadamente, con pasitos cortos trotando en dirección al parque, al cual llegábamos ya con la lengua protruyendo para adelante. Durante la primera y la segunda semana ni siquiera conseguimos darle una vuelta completa. Antes de ello caíamos al pasto, bañados en sudor, jadeando.

Al comienzo de la tercera semana, Robert anunció así no más sobre la marcha, que ya no volveríamos al parque Bolivar. Había decidido que era mejor hacer ejercicio en un lugar menos frecuentado. Quizás, porque en la Facultad ya se andaba comentando, que por las noches habían dos gordos ridículos, con trajes plateados intentando sin éxito dar una simple vuelta al parque.   

No sólo nuestra base cambió, en lugar del parque, nos decidimos por las vías abandonadas del ferrocarril que había unido en su tiempo Sucre-El Tejar. Sino que como a Robert le pareció que nos faltaba algo; ahora trotábamos a diario, siempre despacio, procurando no abandonar las vías del tren, mientras escuchábamos una y otra vez Gonna Fly Now en un reproductor de CD portátil, que junto a una botella de agua, cargábamos alternándonos, en una pequeña mochila en la espalda.  


domingo, 14 de febrero de 2021

La taza de café

-          Angela...

Digo, cuando ya no puedo aguantar más, cuando me doy cuenta que por poco estuve a punto de mandar las muestras de médula ósea de la señora Sparn con el rótulo del señor Speck.

-          Por favor ¿Me podrías dar un chip para la máquina de café?  

Angela, la jefa de enfermeras, no deja de hacer lo que estaba haciendo; mientras con una mano sigue cliqueando en la computadora de la Sala de internación, con la otra busca en sus bolsillos y me responde.

-          No tengo la llave, pregúntale a Elke.

Elke es también enfermera. Si fuera otro día, no la hubiera buscado. Simplemente hubiera ido a mi casillero, sacado el frasco de café instantáneo, dando fin al asunto. Pero ayer terminé tomándome la última taza, dejando el frasco completamente vacío. Así que salgo al pasillo, pasando al lado de la imponente máquina de café. Ella es ahora, desde que la trajeron hacer un par de semanas, la reina de la Sala. Se parece mucho a la de los hoteles, de ésos que uno visita, cuando está de vacaciones. Y en los momentos más estresantes de la jornada, puesto que está ubicada justo en el medio, es imposible al verla, no recordar con nostalgia, aquellos otros días en los que uno yacía recostado en la playa, con un Aperol en la mano, mirando absorto a lo lejos, intentando adivinar hasta dónde se extiende el mar...

Delante de la máquina observo que ya se ha organizado, como casi todo el tiempo, desde que ella arribó a nosotros, una pequeña cola. Cola que está formada por la gente de limpieza, enfermeras de otras Salas y personal de seguridad. Todos ellos tienen algo que yo no y que se guarda bajo llave.

Ésta máquina es diferente a la que tuvimos durante años; aquella otra, era mucho más pequeña, más modesta y no sabía nada de chips. Por sólo 50 centavos arrojaba a cambio un café; si bien muy aguado y picante, nos permitía sentir al cabo de algunos instantes que aún teníamos fuerzas y éramos capaces de seguir empujando la rueda del trabajo para adelante.

En el pasillo me encuentro con Ivonne y le pregunto si ha visto a Elke. Ella me dice:

-          Sí, fue hace un rato a ecografía llevando un paciente, seguro ya vuelve..., mirá, señalando al otro extremo de la sala, allá está.

Efectivamente se la veía venir a lo lejos con una silla de ruedas vacía. Mientras me voy acercando, le voy haciendo señas con mis manos; el ademán de tomar algo, apuntando luego a la máquina de café. Elke, al cabo de algunos instantes está frente a mí y me dice:

-          Lo siento, dulce, pero la llave, se la dí hace un rato a Forstina. Forstina es otra de las enfermeras.

De persistir en mi intento y lograr dar con Forstina, existía la probabilidad de que ésta se la haya entregado a otra enfermera y así sucesivamente. O que incluso quizás la llave realmente no exista y sólo sea una excusa para negarnos el chip. ¿Existirán los chips?

Con éstos pensamientos me dirijo a la habitación 24, una de nuestras salas de estar. La que está ubicada bien al fondo, donde Martin, un nuevo compañero de trabajo, ha instalado una pequeña máquina de espresso. Máquina que el mismo compró y la trajo flamante cuando tomó su puesto con nosotros. Trajo incluso varios paquetitos rectangulares llenos de cápsulas de diferentes sabores: arábico, capuccino, colombiano y otros. Pero la verdad es que el espresso a mí no me gusta, me cae demasiado fuerte, quizás porque estoy acostumbraba al café instantáneo. Así que hasta ahora por lo menos, sólo la han utilizado Martin y Alex.

Alex es otro colega, él y yo comenzamos en el hospital el mismo día hace varios años, hecho de verdad importante, pues genera una complicidad entre nosotros, que no se puede decir que tenga con otra persona. Además, con excepción de Marina, nos hace ser los médicos residentes más veteranos de nuestro departamento.

Cuando me voy acercando a la 24, por el otro extremo del pasillo, el que dá al Laboratorio, viene Alex, viene frotándose el ojo derecho, mientras sostiene sus anteojos en la otra mano. Él tuvo que estar gran parte de la mañana analizando preparados al microscopio, diversas muestras que nos son derivadas de todo el hospital.

-          ¿Todo bien acá?, pregunta, mientras voy poniendo la clave en la puerta electrónica.

-          Si..., ahí va marchando, le respondo, sólo que necesito urgente hacer una pausa y tomarme un café...

-          Eso es justamente lo que yo venía pensando, responde Alex.

Entramos. Él enciende de inmediato la máquina, saca el recipiente vacío de agua que ésta carga en la parte posterior, se dirije al lavabo y lo llena, depositándolo de nuevo en su lugar.

-          Yo creo, dice señalando al recipiente de paredes ya no tan cristalinas, que ya le va haciendo falta una limpieza general..., pero como siempre me olvidé de nuevo traer el limpiador de cal que mi novia compró el otro día, uno especialmente para éste tipo de máquinas... No sé si te pasa a vos..., continúa, pero cuando llego a casa, estoy tan cansado que sólo quiero engullir cualquier cosa bien rápido e irme a dormir... y de repente, me encuentro de nuevo acá, dando vueltas y vueltas otra vez...

-          Sí, me pasa igual..., le digo, con decirte que ésta semana no he tenido tiempo de ir al supermercado y...

-          Yo no sé que haría sin mi novia, interrumpe Alex, ella se ocupa de ésas cosas, porque si fuera por mí...

Sobre la mesa donde Martin ha ubicado la cafetera yacen también los cartoncitos de cápsulas. Alex va tomándolos, comprobando el peso, sacudiéndolos uno a uno. A medida que vá cayendo en cuenta de que están vacíos, los va tirando en la papelera. Así hasta llegar al último cartón, lo agita a éste también a tiempo de ponerlo cerca de su oído. Ambos escuchamos atentamente, logrando oír un ligero ruidito. Entonces lo pone de cabeza, depositando su contenido sobre la mesa. Una sola cápsula sale de él rodando, un único ejemplar variedad colombiano. Alex y yo nos miramos...

El botón de la máquina que inicialmente había marcado rojo, titila ahora verde, anunciando que es el momento de introducir la cápsula.

-          Justo hoy vine sin desayunar..., dice Alex.

-          Yo tampoco tuve tiempo..., respondo.

-          Y encima tener que informar los preparados retrasados del fin de semana... añade él.

-          Hacer los ingresos es de lo más aburrido y no termina más..., replico yo.

-          Me toca quedarme de guardia... arremete Alex.

-          Justo hoy..., le suelto así no más, viene la señora Koch...

Ese fue un golpe bajo, lo sé, Alex no se lo esperaba.  Ambos sabemos que la señora Koch, si bien padece un cáncer de mama metastásico, tiene una capacidad infinita para hacer más difícil aún, nuestras ya miserables existencias.

Ella viene cada dos semanas a aplicarse una quimioterapia que dura 15 minutos, bien podría hacerlo en el hospital de día, pero prefiere venir a la Sala. Apenas va saliendo del ascensor, recostada por decisión propia en la camilla de ambulacia, anuncia al primero que encuentra: en sólo dos horas vendrán a retirarla para devolverla a su domicilio. Así que el que esté a su cargo, si no quiere tener problemas con el seguro médico o pagar personalmente el costo del traslado, deberá darse prisa pues sólo restan 1 hora y 59 minutos para colocarle el portal, sacarle sangre, telefonear a todos lados, cual se tratase de una urgencia: al laboratorio para que procesen la muestra de sangre de inmediato, a la farmacía citostática para que la quimio sea preparada tan pronto como sea posible, al ayudante de Sala para que vaya pronto a buscarla y administrarla ya no más sobre la marcha, casi corriendo. Ni decir que hay que escribir la carta médica, imprimir las recetas y conseguir darle el alta, justo cuando el personal de la ambulancia, que es el mismo que la ha traído desde su casa y ha estado esperando impaciente en el estacionamiento, arriba de nuevo a la sala. Esto supone retrasar el trabajo con los otros pacientes y por supuesto no poder irse a casa, sino hasta mucho, mucho más tarde.

Alex me mira de nuevo, frunciendo los labios. Sus ojos, resignados ahora, admiten claramente derrota.

-          Justo hoy viene la señora Koch..., murmura..., Okay, dice resuelto, no tengo otra cosa que darte el pésame, disponiéndose a salir de la habitación... te ganaste el café.

Justo cuando abre la puerta, aparece Martin, que actualmente está en Urgencias y viene jadeando, me imagino por haber tenido que subir corriendo las escaleras desde el subsuelo.

-          ¡La guardia está que re-vien-ta! Anuncia: Sólo vengo por un café. ¡Uyyy! exclama contento: Uds. ya pusieron el agua, y añade, si me disculpan chicos...

De un salto se acerca a la mesa, se hace de la última cápsula que yacía allí, y la mete de inmediato en la cafetera.

 

jueves, 11 de febrero de 2021

Comanchero

El camión iba cargado del todo, repleto de caña de azúcar; avanzaba lentamente por el camino de tierra,dando barquinazos de rato en rato que lo obligaban a uno a ladearse a la izquierda o derecha, o lo hacían golpearse repentinamente sobre sus nalgas. Al principio me pareció divertido, pero después con su monótona repetición, dejó de serlo. Al salir de Tupiza primero avanzó por un camino improvisado ganado al río y luego poco a poco fue subiendo a la montaña, saltando de rato en rato como una cabrita cuesta arriba.

Yo lo venía observando a él desde que partimos. Me llamaba mucho la atención su chaqueta negra de cuero y su gorra de los Chicago Bulls. Viajaba sentado sobre su mochila, con las piernas extendidas, bien adelante de todos, cerca de la ventanilla que comunica con el chófer. Iba ajeno a los otros pasajeros, parecía estar concentrado sólo en su acullico. Hoja por hoja iba metiendo en su boca y al cabo de un largo rato, su mejilla izquierda lucía redonda, deforme y brillante. Entonces encendió la radio-casetera que llevaba consigo y se puso a escuchar una y otra vez una canción que yo no había escuchado nunca.

Dos cholas tampoco apartaban un ojo de aquel joven, cuchicheaban algo entre ellas y de tanto en tanto soltaban una risita, tapándose la boca con las manos. Al poco tiempo comenzó a llover, lo hizo primero despacio, con unas gotas inócuas. El camión detuvo su marcha en plena cuesta y entre el llanto de un bebé, a quien la lluvia pareció haber despertado; el chófer, ayudado por otros pasajeros, entre ellos mi padre, instalaron una lona para protegernos. La lluvia se convirtió de un rato al otro en aguacero. Si bien por debajo de la lona no caían gotas, el ruido estruendoso del contacto con el agua, hizo que me dieran ganas de llorar a mi también, pero al escuchar aquella canción que repetía: comanchero, comanchero... terminé por consolarme.

No me acuerdo bien si fueron minutos u horas, pero al cabo de un tiempo la lluvia cesó repentinamente, se instaló el alivio entre los adultos, aquel bebé pareció quedarse de nuevo dormido y el camión retomó su marcha. Las cholas, ésta vez guardaron silencio. El joven también parecía estar descansando, había apagado la casetera, cubierto su cara con la visera, recostándose en la carrocería.   

El camión continuó reptando sin pausa. De pronto se sintió como un barquinazo más, sólo que más largo, donde no se llegaba al suelo de inmediato, sino que daba la impresión de estar colgando, como cuando uno se balancea bien alto en el columpio. Después se sintió dolor, un dolor extremo que explotaba en la cabeza. Se escucharon gritos mezclados con sonidos extraños. Mi padre repetía mi nombre una y otra vez con desesperación y yo era incapaz de contestar. Luego todo se hizo oscuro y tibio, ligero como un adormecimiento. Cuando me desperté, estaba completamente mojado, embarrado en lodo. Mi padre me sostenía en sus brazos y me decía que me quedara tranquilo, que todo estaba bien. Miré a mi alrededor, había caña de azúcar esparcida por todos lados en medio de rocas de todo tamaño, arbustos y barro. Una de las cholas lloraba a gritos jalándose de sus trenzas y decía “ay tatito, ¿por qué papituy?, ay tatito...”

Los pasajeros poco a poco se reagruparon, ayudándose unos a otros. El chofer iba de un lado a otro y repetía: “¡Yo no tuve la culpa!..., el camino simplemente se partió..., ¡yo no tuve la culpa!” La otra chola, repartió mentisan, con lo cual se frotaron las contusiones. Se intentaron vendar las heridas, se entablillaron fracturas. Hubo persignaciones aquí y allá y aunque hablaban bajito, pude escuchar: barretero..., encontró el filón en la mina..., el metal se le ofrecía allá adonde iba..., forrado de dinero..., sin familia..., alma..., tío de la mina...

Yo busqué al joven sin poder encontrarlo. A un costado, un poco alejado del resto, pude descubrir un bulto largo e inmóvil envuelto en una lona, de la cual sólo sobresalía la visera roja de los Chicago Bulls.

Vocabulario:

Acullico: Mascar la hoja de coca.

Barretero: Minero que trabaja con barreta o pico.

Chola: Mujer indígena que porta polleras amplias.

Mentisan: Unguento mentolado.

Tío de la mina: Personaje mítico que se dice habita la mina.