Los gordos
Nunca hice más
deporte en mi vida que durante mis años de Facultad, aunque paradójicamente, tampoco
fuí tan gorda cómo en aquella oscura época. Si bien se cree que los gordos
siempre estamos de buen humor y carecemos de penas, lo cierto es que tenemos
muchas y quizás comemos tanto sólo para olvidar.
Robert era en
ése entonces mi mejor amigo, el más grande y fiel amigo que he tenido. Juntos
éramos uña y mugre. O como nuestros compañeros peruanos nos decían, si uno era
la pata derecha, el otro era la izquierda. Nos
unía un lazo muy fuerte: la absoluta no felicidad. El sabernos feos. Y gordos.
Gordos.
Yo vivía en
aquel entonces en un cuartucho semioscuro que sólo tenía una ventanita diminuta
donde no se colaba sol, ni siquiera cuando era verano. Ahora que
voy analizando retrospectivamente aquellos años, estoy convencida que ése
encierro era lo que me hacía tener el ánimo siempre caído.
Cursábamos el
segundo año de la Facultad y habíamos subido más de peso que cuando estámos en el
primero. A Robert le pareció que no había que dejarnos, y la única manera de
combatirlo era comenzar a hacer ejercicio intenso. Así que nos organizamos,
decidimos faltar a diario a la clase de 18 a 20, que tocaba Bacteriología, (lo cual explica ahora otras tantas cosas) para poner en marcha el
plan. Yo me dejé llevar, como dije, tenía el ánimo subterráneo. Así que fue
él quien tomó riendas del asunto. Primero dijo que necesitábamos inspiración e
hizo que nos juntáramos en su casa y miráramos durante el fin de
semana previo al comienzo del proyecto, todas las películas de Rocky (Robert
era profundo admirador).
Después fuímos
al mercado negro y compramos dos trajes deportivos plateados de plástico (no había de otro color), de
ésos que prometen adelgazar si uno los lleva puesto mientras hace ejercicio. Elegimos
como nuestra base al parque Bolivar, que no quedaba lejos de casa. Así que Robert
pasaba por mí, y hacíamos estiramiento, ahí no más en la puerta de calle. Luego
nos íbamos pesadamente, con pasitos cortos trotando en dirección al parque, al cual llegábamos ya con la lengua
protruyendo para adelante. Durante la primera y la segunda semana ni siquiera conseguimos
darle una vuelta completa. Antes de ello caíamos al pasto, bañados en sudor, jadeando.
Al comienzo de la
tercera semana, Robert anunció así no más sobre la marcha, que ya no volveríamos
al parque Bolivar. Había decidido que era mejor hacer ejercicio en un lugar
menos frecuentado. Quizás, porque en la Facultad ya se andaba comentando, que por
las noches habían dos gordos ridículos, con trajes plateados intentando sin
éxito dar una simple vuelta al parque.
No sólo nuestra
base cambió, en lugar del parque, nos decidimos por las vías abandonadas del
ferrocarril que había unido en su tiempo Sucre-El Tejar. Sino que como a Robert
le pareció que nos faltaba algo; ahora trotábamos a diario, siempre despacio, procurando no abandonar las vías del tren, mientras escuchábamos una y otra
vez Gonna Fly Now en un reproductor de CD portátil, que junto a una botella de agua, cargábamos alternándonos, en una pequeña mochila en la espalda.