Anoche
Estaba paralizada, una fuerza invisible me sujetaba a la
cama y por más esfuerzos que hacía, no conseguía liberarme. El presentimiento
de que algo terrible iba a ocurrirme de un momento a otro me hacía luchar más,
aunque no lograba mover músculo alguno. Seguí intentando en vano, conseguir
liberarme, hasta que me pareció oír un ronroneo, profundo y ronco, poco después
sentí cómo algo saltaba ágilmente a mis pies y comenzaba a moverse por
encima de mi pierna derecha; las pisadas eran pequeñas y algodonosas y fueron
subiendo lentamente por mis muslos, mi abdomen... hasta mi cuello, recién cuando
lo tuve enfrente, pude adivinar sus bigotes ralos y puntiagudos, el vaho de su
nariz azabache, sus ojos grandes, deslustrados, como dos lagunas profundas de aguas
servidas y sólo cuando levantó una de sus garras, percibí el olor putrefacto de
su aliento, cerca, muy cerca de mi boca.
Me desperté de un sobresalto, tenía un intenso dolor en la
garganta, como si hubiese estado gritando. Mis ropas estaban húmedas igual que
la huella de mi cabeza en la almohada. La habitación yacía en completa obscuridad,
por lo que alargué una mano, tanteando, hasta dar con el celular y verifiqué la
hora: casi las cuatro de la mañana. Me incorporé despacio a la orilla de la
cama y esperé atenta al menor ruido, pero aparte de mi acelerada e irregular
respiración y los latidos rápidos de mi pecho, noté que había un extraño
silencio. Encendí la lámpara de la mesita de noche y con mucho cuidado escudriñé
primero debajo de la cama, después miré las dos ventanas que yacían sus persianas
bajas, luego me dirigí a la puerta y jalé con fuerza del picaporte, éste no
cedió, entonces giré la llave confirmando que todo el tiempo la única entrada
al dormitorio, como es mi costumbre, había estado asegurada por dentro. Intenté tranquilizarme, volviendo a mi cama,
apagué la luz, cerré los ojos y lentamente me quedé dormida.
Comencé la mañana con aprensión, la experiencia de la
noche anterior había dejado en mí una especie de incomodidad y desasociego. Frente
al espejo, mientras me lavaba los dientes, algo en mi cara llamó mi atención,
al acercarme, pude comprobar con estremecimiento, que sobre el pómulo izquierdo
tenía una herida larga, ligeramente sangrante, cuyos bordes rojizos si se observaban
bien, parecían ser la delgada huella de un rasguño.