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lunes, 18 de diciembre de 2017


Anoche

Estaba paralizada, una fuerza invisible me sujetaba a la cama y por más esfuerzos que hacía, no conseguía liberarme. El presentimiento de que algo terrible iba a ocurrirme de un momento a otro me hacía luchar más, aunque no lograba mover músculo alguno. Seguí intentando en vano, conseguir liberarme, hasta que me pareció oír un ronroneo, profundo y ronco, poco después sentí cómo algo saltaba ágilmente a mis pies y comenzaba a moverse por encima de mi pierna derecha; las pisadas eran pequeñas y algodonosas y fueron subiendo lentamente por mis muslos, mi abdomen... hasta mi cuello, recién cuando lo tuve enfrente, pude adivinar sus bigotes ralos y puntiagudos, el vaho de su nariz azabache, sus ojos grandes, deslustrados, como dos lagunas profundas de aguas servidas y sólo cuando levantó una de sus garras, percibí el olor putrefacto de su aliento, cerca, muy cerca de mi boca.

Me desperté de un sobresalto, tenía un intenso dolor en la garganta, como si hubiese estado gritando. Mis ropas estaban húmedas igual que la huella de mi cabeza en la almohada. La habitación yacía en completa obscuridad, por lo que alargué una mano, tanteando, hasta dar con el celular y verifiqué la hora: casi las cuatro de la mañana. Me incorporé despacio a la orilla de la cama y esperé atenta al menor ruido, pero aparte de mi acelerada e irregular respiración y los latidos rápidos de mi pecho, noté que había un extraño silencio. Encendí la lámpara de la mesita de noche y con mucho cuidado escudriñé primero debajo de la cama, después miré las dos ventanas que yacían sus persianas bajas, luego me dirigí a la puerta y jalé con fuerza del picaporte, éste no cedió, entonces giré la llave confirmando que todo el tiempo la única entrada al dormitorio, como es mi costumbre, había estado asegurada por dentro. Intenté tranquilizarme, volviendo a mi cama, apagué la luz, cerré los ojos y lentamente me quedé dormida.

Comencé la mañana con aprensión, la experiencia de la noche anterior había dejado en mí una especie de incomodidad y desasociego. Frente al espejo, mientras me lavaba los dientes, algo en mi cara llamó mi atención, al acercarme, pude comprobar con estremecimiento, que sobre el pómulo izquierdo tenía una herida larga, ligeramente sangrante, cuyos bordes rojizos si se observaban bien, parecían ser la delgada huella de un rasguño.

domingo, 10 de diciembre de 2017


La vizcacha, el lobo y la luna es de queso

Una noche, cuando era niña, mi madre me contó ésta historia, parte de la tradición de cuentos orales bolivianos, que aún no se han escrito, pero que las madres andinas cuentan a sus niños cuando éstos quieren irse ya, a emprender sus propias aventuras. 

Érase una vez, en una montaña de la cordillera de los andes, que vivían un lobo que siempre solía estar hambriento y una vizcacha, que era conocida por su ingenio. El lobo había intentado varías veces cazar a la vizcacha, pero no había tenido éxito.
Una noche, mientras el lobo estaba buscando una presa, se encontró con ella, quien era muy respetuosa y lejos de escapar como lo hacían otros animales, detuvo su marcha y saludó.
-Buenas noches, señor lobo. ¿Cómo le va?
El lobo, que vió la oportunidad de llevarse a casa la cena de aquél día, respondió, fingiendo amabilidad: Muy bien, estimada vizcacha, y ahora que la veo a Ud. mejor. Y añadió, me preguntaba si aceptaría venir conmigo a casa, me gustaría invitarle a cenar.
A lo que la vizcacha respondió presta: ¡Con mucho gusto señor lobo! Pero, antes déjeme ir por el queso.
-¿El queso? Preguntó, intrigado el lobo.
-Sí, pensando en una ocación especial como ésta, he guardado un gran y delicioso queso no muy lejos de aquí, respondió la vizcacha.
El lobo pensó que ésa noche no sólo podría comérsela, sino que también podría tener queso para el postre y respondió enseguida: No hay problema, yo mismo voy a acompañarla a recoger ése queso.
Y así ambos partieron, siguiendo un camino angosto y sinuoso lleno de arbustos de largas y puntiagudas espinas, arribando al cabo de algunos minutos a un lago, donde como ya era de noche, la luna llena se reflejaba en todo su esplendor, reflejo que a simple vista parecía ser un enorme y delicioso queso.
El lobo, al ver el gran tamaño de aquel queso, pensó que debería pertenecerle sólo a él y aparentando inocencia, preguntó: Señora vizcacha, ¿cómo haremos para sacar el queso de allí?
- Es muy fácil, respondió ella, sólo hay que beber el agua y al final obtendremos el queso.
- El que lo haga más rápido se quedará con todo el queso, propuso ambicioso el lobo.
Y a la cuenta de tres ambos se inclinaron a la orilla del lago y mientras la vizcacha simulaba beberse el agua, el lobo bebía y bebía, y mientras más bebía, más lejos parecía estar el queso.
Al cabo de largos minutos, el lobo notó que la panza le había crecido tanto que apenas podía moverse, pero como no estaba dispuesto a perderse el queso, siguió bebiendo y bebiendo. Entonces la vizcacha, a quien no le había crecido la panza, pues no había bebido nada, vió la oportunidad de escapar y le dijo:
- Señor lobo, voy a dejarlo sólo, a éstas horas seguro mi mamá ya me andará buscando.
Y salió disparando por el camino angosto y sinuoso lleno de arbustos de largas y puntiagudas espinas. Entonces fué que recién el lobo se dió cuenta del engaño e intentó perseguirla, pero su cuerpo se sentía tan pesado que difícilmente pudo ponerse de pie y cuando lo hizo, comprendió que más le valía no perseguir a nadie y comenzar ya mismo lenta y cuidadosamente el camino a casa, así lo hizo con pasitos cortos y equilibrados, dado que su enorme y redonda panza amenazaba de un rato al otro con ser pinchada por los arbustos y reventar sin remedio.
La luna llena, allá arriba, rió y rió como nunca al ver avanzar lentamente al lobo, casi a rastras por el camino espinoso, intentando protegerse la panza y rogando a cada paso:
- Por favor espinita no me toques, por favor pajita no me toques...

viernes, 8 de diciembre de 2017


Ayer

Chau Parque, dijo ella con tristeza
Chau Tere, respondió el parque
Y los árboles agitaron sus brazos
Alfombrando el suelo
De diminutas flores amarillas
Y otro tanto de color lila

Atrás quedaron, como todas las tardes
Abatidos, los otros corredores
Ella, reina veloz y absoluta
Abrió los brazos y corrió como en un soplo
La última vuelta

De cara al sol de diciembre
Suspiró, con los ojos húmedos
Debo irme..., no habrán más tardes como ésta
Porque no siempre se puede tener todo
Buenos Aires, la primavera, el parque...