La cinta fluorescente
(Parte II)
Yo comienzo a temblar, sin poder contenerme,
quiero decirle que se metan el vuelo por el..., que yo no voy a viajar, que
van a saber de mí y de la oficina de atención al consumidor… Pero enseguida me acuerdo de mi
jefa ordenándome ésa tarde por teléfono: mañana a las ocho, señorita Weiss,
quiero un informe completo sobre Madrid en la junta de accionistas. Debió ser
eso, que me escucho balbuceando contra toda mi voluntad.
- Tengo urgencia, mañana tengo… mi empresa
tiene…
La mujer que parece sólo haber estado
esperando una señal de obediencia, me señala con el marcador como si se tratara
de una varita mágica y prosigue: hoy estoy de buenas, le voy a dar una última
oportunidad si permite que su maleta viaje en la bodega. Y al ver que la pongo en
el suelo, soltándole el asa.
-Bien hecho, dice, como hablándole a un perro bien amaestrado, inclinándose a ponerle de
nuevo la cinta y le hace un gesto al hombre bajo que la levanta enseguida y se
apresura a acomodarla en el carrito.
Las mejillas me arden pero no más que mi
propio orgullo, el pulso me late incansable, tengo la boca terriblemente seca y
siento que un líquido ácido insiste en subir hacia mi garganta, siento que debo ir urgente
al baño o vomitaré aquí en medio del pasillo. Busco con los ojos siquiera un cesto
de basura y percibo el peso de las miradas de quienes cuchichean por lo bajo, o
incluso se ríen, cuando doy la vuelta buscando alejarme.
-Y la próxima vez, remata la linda, desde un
par de metros más adelante, aprenda que las cosas funcionan así.
-No, las cosas no funcionan así – escupo con
fuerza incontenible - Soy de las que cree que todo el mundo, tarde o temprano,
recibe lo que merece. La mujer ahora se voltea y me escucha atentamente,
conteniendo los labios que quieren extenderse en una interminable carcajada.
- Ud. se acordará de mí, se acordará de mí y de ésta noche, entonces se dará cuenta lo mal
que estuvo…
Ella no puede aguantar más y se echa a reír, después se me queda
mirando achicando los ojos y meneando de izquierda a derecha la cabeza. También
el petizo lanza una carcajada, se acomoda frente al volante y se alejan,
llevándose mi equipaje junto con otros que corresponden a los últimos de la
fila.
Llegamos a destino de madrugada, pero la espera que demanda mi maleta, hace que pierda el Shuttle con conección directa a Colonia y me vea obligada a tomar un bus hasta Mangucia, el último disponible a ésas horas
y desde allí un tren regional, llegando a casa cuando ya iba rayando el alba.
Los meses pasan, yo consigo cambiar de
empleo, al fin después de tantos años y en parte gracias a ése incidente, que
me hace repensar la vida y elijo no seguir constantemente de viaje entre
reuniones de trabajo. Por supuesto que de vacaciones vuelvo a volar, y lo
hago con mucho gusto, e incluso de nuevo a Madrid, pero siempre me abstengo de
utilizar ésa aerolínea.
Una día en el que estoy teniendo un sueño
muy agradable, el cual ahora ya no recuerdo, me despierta el timbre, que por la forma como
suena no tiene intenciones de parar. Miro el reloj: casi las nueve de la
mañana, aún muy temprano para levantarse en un día domingo en el que disfruto
dormir hasta bien entrado el día. Me acerco al intercomunicador, alguien, una
voz femenina pide hablar conmigo, le pregunto si no puede volver más
tarde u otro día y me dice que no, por favor, necesita hacerlo de forma urgente. Me pongo la bata, aún entre sueños, dirigiéndome a la puerta, al pasar por el recibidor
acaricio a mi gato que todavía está durmiendo, éste levanta un pata y estira la
oreja al sentir mi contacto. Bajo despacio los cuatro pisos por escalera. Apenas abro la puerta principal, tengo que cerrar un poco
los ojos, pues la claridad de un cielo limpio de nubes se cuela de inmediato. Afuera la calle, aunque es temprano ya se mueve viva y ruidosa.
La mujer que está esperándome, tiene asido
en su mano derecha, intuyo, un niño de pocos años que se ha escondido detrás de
ella aferrándose a su abrigo, pero cuyos zapatitos rojos alcanzo a ver.
-Buenos días, disculpe si la he despertado,
me dice.
Algo en ella me parece conocido, pero no sé
de dónde.
-¿Nos conocemos? Le pregunto.
-Si, pero seguro que usted no se acuerda de
mí.
Tiene razón, por más que pienso no logro
acordarme de dónde es que la conozco, pero su voz me suena familiar.
-Trabajaba en Barajas…, me dice.
Y ahí me vino todo de golpe, ésta era la
mujer que me obligó a enviar mi maleta a la bodega. Cómo se nota que los malos
momentos aparentemente se borran de la memoria, pero cuando vuelven, reviven
hasta el más mínimo detalle desagradable.
Es aquella, no obstante parece otra, está
tan enflaquecida que le baila el abrigo por todos lados, tiene el cabello sucio, opaco en una
melena sin forma, y los labios, antes rojos, ahora sin pintar. La observo bien; luce como una de las enfermas de una sala de cuidados
paliativos. Enseguida quiero preguntarle cómo es que ha conseguido mi
dirección, pero ella continúa.
-Hice… hicimos un viaje muy largo… con mi
hijito… Toma una bocanada de aire y suelta, vine a pedirle disculpas.
-¡Pero que dice! Señora…
-Si, usted dijo, que pasarían cosas... Pues ya me ha pasado de todo… mi marido… nos ha dejado, de un
día al otro, fue poco después de que me echaran del trabajo… además ahora mi
madre…, y a pesar de que tiene los ojos bien abiertos, las lágrimas se le
escurren tan tranquilas, que parece que hace rato habían encontrado una costumbre
de hacerlo.
-Señora, trate de tranquilizarse…
-No puedo más… y clava la vista en el suelo,
contrae la boca y hunde sus hombros en sollozos…
-Escuche, lo que dije aquella vez, lo dije
sin pensar, en un momento de rabia… ¿Lo entiende? Siento mucho si es que
después le han pasado cosas malas…
Ella mete su mano izquierda en el bolsillo
como buscando algo que no encuentra y después la derecha. Ahora puedo ver que
el pequeño tiene el pelo rubio y confiado se acerca a jugar con las ramas que
el árbol deja caer en la vereda. Continua revolviendo en el bolsillo derecho y
saca un pañuelo arrugado con el que se limpia la cara, dejando la piel seca, pero
delgada, roja y brillante.
-Nunca fue mi intención… trato de
explicarle. Y por más que me esfuerzo, no se me ocurre nada más que pueda
aliviar su pena.
Ella se queda inmóvil, continúa mirando al suelo
como buscando algo y después de unos instantes parece encontrarlo, alza la
cabeza, se acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja, levanta un poco los
hombros y suspira profundamente, como quien acaba de dejar un peso enorme.
-De todos modos, le ruego acepte mis disculpas, suplica, quizás entonces… todo vuelva a ser como antes.
-Bien, le acepto las disculpas, siempre y
cuando usted acepte las mías por haberle hecho venir hasta aquí.
Nos damos la mano, la suya no es suave y
está fría y nos quedamos unos instantes más, con la puerta entreabierta en un
silencio incómodo. Yo me animo a invitarla a pasar, lo cual ella rehúsa,
explica que debe tomar el bus y después el avión para retornar a su casa.
Nos estamos despidiendo y el rechinar de las
ruedas de un auto, nos hace dirigir la mirada unos metros más adelante, en
plena esquina. La mujer se larga a correr desesperada, al principio no entiendo
porqué, después me doy cuenta que el niño que ella tenía agarrado de la mano no
está más jugando en la acera y algo, que me parece un zapatito rojo, yace
debajo de las ruedas de un Mercedes Benz descapotable, cuyo conductor, un señor
mayor, abre la portezuela y sale tambaleando, agarrándose la cabeza.