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sábado, 28 de septiembre de 2019


Prioridades

Hoy, 28 de septiembre de 2019 está llevándose a cabo el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires en el Museo de Arte Latinoamericano, Malba. Entre el taller de Lorrie Moore y el Panel de Escritores Caminates hay cerca de dos horas de espera.
Después de haber hecho la cola para recibir las entradas, toda la gente, entrada en mano, buscaba de alguna manera pasar el tiempo; algunos simplemente, la mayoría, se sentaron en las escaleras a contemplar con embelezo el ejemplar nuevísimo, recién comprado (aún no leído) y además ya autografíado por la escritora. Otros, por la hora, casi el medio día, coparon la totalidad de las mesas que aún quedaban disponibles en el restaurante anexo; pues, un sábado como hoy, normalemente el Malba está repleto de turistas que están visitando las exposiciones.
Yo, conozco muy bien éste lugar, a pesar de que hace ya algún tiempo ya no vivo en Buenos Aires, todavía tengo muchos recuerdos guardados de aquellas repetidas visitas al restaurante años, años atrás. Esto, que actualmente más bien tiene un aire falsamente rústico, con enormes banquetas que invitan a extraños a sentarse juntos pregonando un ficticio sentimiento de compartir. Díganme, sinceramente: ¿Es que, actualmente, hay algo que aún se comparte en Buenos Aires? ¿En Argentina? ¿En el mundo?  En aquellos años, era un elegante restaurante francés. Mirando para el lado de la plaza, el restaurante tenía colocado pequeñas mesitas de a dos que en éste momento estaba totalmente ocupado por parejitas. Me pareció, que en un intento de satisfacer a todos, o a la mayoria, el restaurante había terminado convirtiéndose en algo difuso, índefinido, lo cual hacía de él, a mi manera de ver, en simplemente un lugar para comer o tomar algo, mecánicamente, no necesariamente implicando el hecho de tener que estar disfrutándolo.
Yo, inmersa en todos éstos pensamientos, salí a la terraza, contemplando aquello que fué, lamentando que ahora se haya convertido en ésto. Quizás sea, pensé, que en realidad las instalaciones no hayan cambiado demasiado, quizás se trate de que sea yo la que realmente ha cambiado, y sobre todo la compañía de entonces sea la que ahora está faltando...
Apenas una de las mesas de a dos se disponía a estar libre, en ése preciso momento nos aproximamos a ella un hombre de unos treinta y tantos años y yo. El, al verme, retrocedió y dijo enseguida, un poco decepcionado:
-          Tómela, es suya.
Ya me disponía a sentarme, cuando se me ocurrió preguntar: ¿Está con una pareja?
A el le brillaron un poco los ojos y dijo: Si, estoy con mi novia.
Y yo de inmediato me ví y escuché diciendo, alto, fuerte y contundente: Tómela Usted, el amor tiene prioridad por sobre todas las cosas.
No sé si fué la forma de haberlo dicho, o que realmente había hablado alto, que en ése momento, de casi todas las mesas de a dos que estaban ocupadas por parejas, resonaron primeros expresiones de afirmación, risas cómplices, coronadas finalmente por un estruendoso espontáneo aplauso que se quedó por un momento flotando en el ambiente literario de éste sábado.

lunes, 23 de septiembre de 2019


La cinta fluorescente 
(Parte II)

Yo comienzo a temblar, sin poder contenerme, quiero decirle que se metan el vuelo por el..., que yo no voy a viajar, que van a saber de mí y de la oficina de atención al consumidor… Pero enseguida me acuerdo de mi jefa ordenándome ésa tarde por teléfono: mañana a las ocho, señorita Weiss, quiero un informe completo sobre Madrid en la junta de accionistas. Debió ser eso, que me escucho balbuceando contra toda mi voluntad.
- Tengo urgencia, mañana tengo… mi empresa tiene…
La mujer que parece sólo haber estado esperando una señal de obediencia, me señala con el marcador como si se tratara de una varita mágica y prosigue: hoy estoy de buenas, le voy a dar una última oportunidad si permite que su maleta viaje en la bodega. Y al ver que la pongo en el suelo, soltándole el asa.
-Bien hecho, dice, como hablándole a un perro bien amaestrado, inclinándose a ponerle de nuevo la cinta y le hace un gesto al hombre bajo que la levanta enseguida y se apresura a acomodarla en el carrito.
Las mejillas me arden pero no más que mi propio orgullo, el pulso me late incansable, tengo la boca terriblemente seca y siento que un líquido ácido insiste en subir hacia mi garganta, siento que debo ir urgente al baño o vomitaré aquí en medio del pasillo. Busco con los ojos siquiera un cesto de basura y percibo el peso de las miradas de quienes cuchichean por lo bajo, o incluso se ríen, cuando doy la vuelta buscando alejarme.
-Y la próxima vez, remata la linda, desde un par de metros más adelante, aprenda que las cosas funcionan así.
-No, las cosas no funcionan así – escupo con fuerza incontenible - Soy de las que cree que todo el mundo, tarde o temprano, recibe lo que merece. La mujer ahora se voltea y me escucha atentamente, conteniendo los labios que quieren extenderse en una interminable carcajada.
- Ud. se acordará de mí, se acordará de mí y de ésta noche, entonces se dará cuenta lo mal que estuvo… 
Ella no puede aguantar más y se echa a reír, después se me queda mirando achicando los ojos y meneando de izquierda a derecha la cabeza. También el petizo lanza una carcajada, se acomoda frente al volante y se alejan, llevándose mi equipaje junto con otros que corresponden a los últimos de la fila.
Llegamos a destino de madrugada, pero la espera que demanda mi maleta, hace que pierda el Shuttle con conección directa a Colonia y me vea obligada a tomar un bus hasta Mangucia, el último disponible a ésas horas y desde allí un tren regional, llegando a casa cuando ya iba rayando el alba. 
Los meses pasan, yo consigo cambiar de empleo, al fin después de tantos años y en parte gracias a ése incidente, que me hace repensar la vida y elijo no seguir constantemente de viaje entre reuniones de trabajo. Por supuesto que de vacaciones vuelvo a volar, y lo hago con mucho gusto, e incluso de nuevo a Madrid, pero siempre me abstengo de utilizar ésa aerolínea.
Una día en el que estoy teniendo un sueño muy agradable, el cual ahora ya no recuerdo, me despierta el timbre, que por la forma como suena no tiene intenciones de parar. Miro el reloj: casi las nueve de la mañana, aún muy temprano para levantarse en un día domingo en el que disfruto dormir hasta bien entrado el día. Me acerco al intercomunicador, alguien, una voz femenina pide hablar conmigo, le pregunto si no puede volver más tarde u otro día y me dice que no, por favor, necesita hacerlo de forma urgente. Me pongo la bata, aún entre sueños, dirigiéndome a la puerta, al pasar por el recibidor acaricio a mi gato que todavía está durmiendo, éste levanta un pata y estira la oreja al sentir mi contacto. Bajo despacio los cuatro pisos por escalera. Apenas abro la puerta principal, tengo que cerrar un poco los ojos, pues la claridad de un cielo limpio de nubes se cuela de inmediato. Afuera la calle, aunque es temprano ya se mueve viva y ruidosa.
La mujer que está esperándome, tiene asido en su mano derecha, intuyo, un niño de pocos años que se ha escondido detrás de ella aferrándose a su abrigo, pero cuyos zapatitos rojos alcanzo a ver.
-Buenos días, disculpe si la he despertado, me dice.
Algo en ella me parece conocido, pero no sé de dónde.
-¿Nos conocemos? Le pregunto.
-Si, pero seguro que usted no se acuerda de mí.
Tiene razón, por más que pienso no logro acordarme de dónde es que la conozco, pero su voz me suena familiar.
-Trabajaba en Barajas…, me dice.
Y ahí me vino todo de golpe, ésta era la mujer que me obligó a enviar mi maleta a la bodega. Cómo se nota que los malos momentos aparentemente se borran de la memoria, pero cuando vuelven, reviven hasta el más mínimo detalle desagradable.
Es aquella, no obstante parece otra, está tan enflaquecida que le baila el abrigo por todos lados, tiene el cabello sucio, opaco en una melena sin forma, y los labios, antes rojos, ahora sin pintar. La observo bien; luce como una de las enfermas de una sala de cuidados paliativos. Enseguida quiero preguntarle cómo es que ha conseguido mi dirección, pero ella continúa.
-Hice… hicimos un viaje muy largo… con mi hijito… Toma una bocanada de aire y suelta, vine a pedirle disculpas.
-¡Pero que dice! Señora… 
-Si, usted dijo, que pasarían cosas... Pues ya me ha pasado de todo… mi marido… nos ha dejado, de un día al otro, fue poco después de que me echaran del trabajo… además ahora mi madre…, y a pesar de que tiene los ojos bien abiertos, las lágrimas se le escurren tan tranquilas, que parece que hace rato habían encontrado una costumbre de hacerlo.
-Señora, trate de tranquilizarse…
-No puedo más… y clava la vista en el suelo, contrae la boca y hunde sus hombros en sollozos…
-Escuche, lo que dije aquella vez, lo dije sin pensar, en un momento de rabia… ¿Lo entiende? Siento mucho si es que después le han pasado cosas malas…
Ella mete su mano izquierda en el bolsillo como buscando algo que no encuentra y después la derecha. Ahora puedo ver que el pequeño tiene el pelo rubio y confiado se acerca a jugar con las ramas que el árbol deja caer en la vereda. Continua revolviendo en el bolsillo derecho y saca un pañuelo arrugado con el que se limpia la cara, dejando la piel seca, pero delgada, roja y brillante.
-Nunca fue mi intención… trato de explicarle. Y por más que me esfuerzo, no se me ocurre nada más que pueda aliviar su pena.
Ella se queda inmóvil, continúa mirando al suelo como buscando algo y después de unos instantes parece encontrarlo, alza la cabeza, se acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja, levanta un poco los hombros y suspira profundamente, como quien acaba de dejar un peso enorme.
-De todos modos, le ruego acepte mis disculpas, suplica, quizás entonces… todo vuelva a ser como antes.
-Bien, le acepto las disculpas, siempre y cuando usted acepte las mías por haberle hecho venir hasta aquí.
Nos damos la mano, la suya no es suave y está fría y nos quedamos unos instantes más, con la puerta entreabierta en un silencio incómodo. Yo me animo a invitarla a pasar, lo cual ella rehúsa, explica que debe tomar el bus y después el avión para retornar a su casa.
Nos estamos despidiendo y el rechinar de las ruedas de un auto, nos hace dirigir la mirada unos metros más adelante, en plena esquina. La mujer se larga a correr desesperada, al principio no entiendo porqué, después me doy cuenta que el niño que ella tenía agarrado de la mano no está más jugando en la acera y algo, que me parece un zapatito rojo, yace debajo de las ruedas de un Mercedes Benz descapotable, cuyo conductor, un señor mayor, abre la portezuela y sale tambaleando, agarrándose la cabeza.