El
vecino
Yo me había mudado recién al
departamento de la calle Nordstrasse, cuando en una de ésas primeras tardes tocaron
insistentemente el timbre. Dos policías uniformados se dejaban ver por el
rabillo de la puerta. Abrí alarmada de inmediato. Buenas tardes señora, dijo
uno de ellos, venimos por la denuncia de violencia doméstica. ¿Podemos
pasar? Yo no hablaba muy bien alemán en aquel entonces e hice el gesto de
no estar entendiendo el asunto del todo. A lo que el otro añadió: Ud. llamó
para hacer una denuncia, ¿cierto? Una denuncia, éso sí que lo entendí y moví
la cabeza diciendo que no, que yo no había llamado. Entonces el policía señaló
el rótulo vacío del timbre en mi puerta, donde yo aún no había colocado mi
nombre y preguntó. ¿Entonces Ud. no es la señora...? (Y mencionó un
nombre que ahora no recuerdo). No, no soy... respondí. Disculpe la
molestia, añadió, tocamos el timbre equivocado. En ése momento se
abrió la puerta del departamento de al lado y una mujer joven, vestida con una bata, salió al pasillo invitando a pasar a los dos policías.
Durante ésa primera semana me
arrepentí de haberme mudado. Si bien el departamento estaba ubicado en la
última planta y tenía una gran terraza con vista al jardín. Poseía, no obstante,
paredes demasiado finas, de ésas que dejan escuchar todo lo que pasa al lado. Pude advertir que dos personas, un hombre y una mujer, se
hablaban constantemente a gritos y no paraban de tirarse cosas; yo podía
escuchar el estruendo de ellas al romperse contra la pared o el piso, además del
caótico ruido de una guitarra eléctrica y en repetidas veces a una mujer llorando.
Una tarde mientras volvía del
trabajo, me encontré en el pasillo con un hombre que aseguraba la puerta de al
lado. Era joven, enorme y barbudo, tenía el pelo rubio, largo, atado en una
cola de caballo. Vestía una chaqueta de color naranja fluorescente, de ésas que
suelen usar los operarios de las construcciones y en sus manos sostenía un
casco. Su aspecto entero me intimidó de inmediato. Apenas improvisé un saludo
cuando pasé por su lado y aquel respondió con un leve movimiento de cabeza. A
partir de aquel momento, cada vez que salía o volvía a casa, vigilaba bien, procurando
no tener que encontrarme con él de nuevo.
Una actualización obligatoria en el trabajo vino a mí como un gran alivio y me obligó a ausentarme por una semana, lastimosamente aquellos siete días pasaron tan rápido como suelen pasar las cosas buenas y al terminar yo estaba de vuelta en la Nordstrasse. Aparte del lazo negro que alguien había colgado en el umbral de la puerta principal, todo parecía igual a simple vista. Al ir subiendo la escalera me encontré con la vecina, la de la bata, que iba cargada de una bolsa de supermercado y había decidido hacer un descanzo en el tercer piso, depositando la bolsa en el suelo. Por un instante, los ojos hinchados, enrojecidos y huidizos de ella se cruzaron con los míos; yo no pude evitar estremecerme al reparar en su brazo derecho enyesado y sujeto a un cabestrillo. La saludé y me ofrecí a ayudarla, ella en principio dijo que no era necesario, pero como yo ya me había acercado a la bolsa con ademán de agarrarla, aceptó. Sólo faltaban dos pisos para llegar al nuestro y subimos peldaño tras peldaño, despacio y en completo silencio.
Cuando
llegamos le entregué la bolsa, ella me dió las gracias y se dispuso a abrir la
puerta. Si necesitas ayuda... le dije y sin saber por qué, me atreví a
poner suavemente mi mano en su hombro izquierdo. Ay... dijo ella, como
si sólo hubiera estado esperando un gesto para echarse a llorar. Lloraba con la
cabeza hundida, sacudiendo levemente los hombros. Intentaba en vano secarse las
lágrimas con el dorso de la mano izquierda, pero de nuevo irrumpía en sollozos. Él no era malo, ¿sabes? comenzó a decir, no, él no era malo... En ése momento recién caí en cuenta, que sobre el umbral, colgaba también un listón negro.