El
viaje
Sobre el mantel de
cuadros rojos y blancos extendido sobre la hierba, Dominik iba colocando varios
pequeños recipientes: espárragos frescos con salsa de queso aquí, hongos
rellenos más allá, salchichitas blancas, pequeños wraps... Los iba sacando de una
caja grande, ésa que había cargado cuidadosamente en la parte trasera de su
automóvil. Tomaba cada uno en sus manos, me lo presentaba mirándome, con una
satisfacción que trataba de ocultar y lo ponía sobre el mantel. Cuando él había
dicho picnic, yo me había imaginado que iríamos al parque del Schloss, aquí nomás en la ciudad y había metido en mi bolsa dos bananas, dos manzanas y una gaseosa. Jamás hubiera pensado que él conduciría más o menos hora
y media y que estuviéramos sentados allí, en lo alto de una pequeña colina desde
donde se divisaba un lago que se extendía azul allá abajo, que empujaba manso
barquitas de velas ágiles y colores alegres y botes de kayak moviéndose
afanosamente. ¿Y bien? Preguntó él acomodando los cubiertos de metal y copas de
vidrio que también había traído. Quise decirle: ¡Espectacular! ¡Nunca antes
había tenido un picnic así! Pero como era una de nuestras primeras citas, le
dije con disimulo, sonriéndole: No está mal. Ah, es porque aún falta algo, dijo
él abriendo su mochila, desde donde sacó una botella de color café oscuro y
dijo: Ésto, señorita, es un Château Lafite Barons de
Rothschild, nada menos que 1997. Alargando los brazos mostrándomela. Me
gustaría decir que lo compré yo mismo, pero no, continuó él, mi padre se hizo
de un lote hace años y se reserva para las ocasiones especiales..., como ésta,
dijo, descorchándola. Virtió un poco en una copa de boca ancha y me lo ofreció.
Era un vino de color púrpura profundo, que al contacto con la lengua reproducía
un ligero aroma a chocolate, vainilla y madera. Un vino inolvidable.
Aquella
primavera parecía que siempre estábamos de viaje e íbamos todas las veces al
campo, al aire libre, donde había cerca imprescindible, agua, ya sea un río o un
lago. Viajábamos escuchando música, especialmente jazz y blues.
Dominik se sabía como nadie, apenas escuchaba una melodía, el título de la
canción, el grupo y muchas veces el año en el que la canción había salido. Era
extraordinario escucharlo, para comprobarlo, cuando surgía alguna duda, dejábamos
correr una App que reconocía las canciones y confirmaba que estaba en lo cierto.
Cuando llegó el verano él comentó por primera vez que partiría en diciembre a
un viaje que hace mucho tiempo venía organizando, tenía pensado recorrer Tailandia,
Vietnam y Camboya. Se iría por ocho semanas. A principios del otoño él
compartía conmigo la información sobre la ruta que había decidido seguir, me
mostraba los mapas que había comprado, no se fíaba tanto del GPS, porque era seguro
que en algunos lugares no habría Internet. Visitábamos juntos las embajadas para
retirar las visas, comprábamos medicamentos necesarios en caso de alergia o enfermedad
leve, una bolsa nueva para su cámara fotográfica y otros tantos detalles
menores. Llegó el día en que cargado con una enorme mochila lo ví perderse en
los controles del aeropuerto.
Era pleno
invierno cuando él volvió. Llegó bien bronceado, había criado cuerpo, hasta
parecía estar más alto. No obstante estaba callado, no quería dar detalles acerca del viaje
que tanto nos había atareado. Cuando le pedí que me mostrara fotos dijo que le
habían robado el celular y la cámara fotográfica. Ni siquiera la música obtuvo el
interés que en él siempre había suscitado. Y ni qué decir del aire libre, lo
detestaba. Si bien las personas suelen cambiar con la distancia y el tiempo,
había algo en él, que ahora me era completamente extraño. Físicamente parecía
ser Dominik, pero su mirada, sus maneras, sus detalles, todo aquello se había
marchado. Parecía no recordar incluso aquel primer picnic junto al lago, es
más, cuando le mencioné el vino de las ocasiones especiales, se me quedó
mirando extrañado, como buscando algo sin poder encontrarlo.
Poco tiempo
después, una tarde tocaron el timbre de casa, eran una pareja en sus cincuentas
y una chica joven, en la cara del hombre se podía reconocer a un Dominik veinte
años mayor. Eran sus padres y su hermana. Los invité a pasar. Le debe parecer
extraño que estemos acá, comenzó el padre, pero decidimos venir porque algo no
anda bien con Dominik. Desde que volvió..., comenzó la madre poniéndose a llorar,
sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara y con ademán de reponerse,
continuó, desde que volvió no parece ser el mismo. No sale de su departamento, ni
siquiera se presentó a trabajar... agregó el padre. Yo no sabía qué decir, callé
incluso el hecho de que él y yo ya nos habíamos separado. Fué la hermana que le
sostenía la mano a la madre, que rompió el silencio y dijo: Pero si ése no es
Dominik, ¿entonces quién es?