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domingo, 11 de diciembre de 2016


La búsqueda

“Libertad” interrumpió el hombre, acomodándose en su taburete frente a la barra del bar, “el propósito de la Literatura es libertad”. Los dos jóvenes, suspendieron su discusión y se dieron vuelta, viendo que se trataba del profesor Dreiser un reconocido catedrático de germanística, asiduo cliente del “Tintero", uno de los bares más antiguos de Heidelberg y de quien se decía, era poseedor de una biblioteca privada mucho más extensa que la de la propia Universidad. “Un escritor de verdad no edifica su obra pensado en hacerse de fama o engrosar su cuenta bancaria, sino que busca la libertad en todas sus formas”, continuó. A lo que uno de los jóvenes: “No niego que la libertad puede ser una razón, pero hay otras no menos importantes, como la búsqueda de la verdad, la trascendencia...”. “Nada puede ser más importante que la libertad” dijo muy seguro el profesor Dreiser, dando un largo trago a su Whisky, “y yo les voy a demostrar, por qué” prosiguió, “ocurrió a mediados de los años 70, yo había sido recién aceptado en la Universidad y recibí, como regalo de mis padres una colección de 20 libros clásicos de la literatura, publicados años atrás, en los cincuentas. El día en que los recibí, me dediqué a limpiarlos, pues parecía que habían pasado un largo tiempo sin cuidado. Eran unos ejemplares magníficos, de cubierta de cuero e inscripcciones doradas, desde Herodoto hasta von Kleist. Yo estaba realmente maravillado..., pasándole la mano por la tapa a uno de ellos, “Nouvelles” de Maupassant, sintiendo el relieve que marcaba el título, e incluso su olor intenso a moho, me pareció delicioso; a poco tiempo de abrirlo, noté que una pequeña porción de papel sobresalía, entre el lomo del libro y la cubierta, se trataba de una hoja doblada en dos, que tenía escrito algo. Lleno de curiosidad, la desdoblé y pude ver unas pequeñísimas inscripciones que a simple vista no se podían leer bien, así que busqué una lupa, que tenía allí mismo, sobre el escritorio...”. El profesor Dreiser miró detenidamente la palma extendida de una de sus manos, como si aquel pedazo de papel se encontrara ahí mismo y él lo estuviera observando. “¿Consiguió leer lo que estaba escrito?" Preguntó el otro muchacho, que hasta el momento no se había atrevido a decir ni mu. “Sí”, llevándose el vaso a la boca y pidiéndole al mozo un nuevo trago, “ésta vez doble” y comenzó:

“No hay tiniebla más negra
De quien ha perdido toda la fé
Yo, no estaré nunca a oscuras
La luz intensa que hay en mí
Puede alcanzarme para otras vidas”.


“Eso decía”, continuó, “lo leí varias veces, poniendo atención a la letra, una bien redonda, en imprenta; me pregunté a quien habría pertenecido aquel poema, si habría sido copiado o sería que fué escrito directamente por la persona, que escondió aquel pedazo de papel en el libro. Permanecí mucho tiempo pensando aquello y no sé de cómo me vino la idea de que además de aquel, pudieran haber otros, mensajes, versos, como quieran llamarlo. Rápido, me puse a examinar los otros libros, y efectivamente, pude encontrarlo en cada uno de los libros, escondidos en el mismo lugar, escritos en la misma melancolía que el primero. Entonces estuve seguro que pertenecían a una misma persona y definitivamente no fueron copiados de otro libro. Esa misma tarde telefoneé a mis padres, para preguntarles dónde habían comprado los libros, y me enteré que fueron adquiridos de un anticuario en Karlsruhe. Insistí tanto que mi padre tuvo que buscar la factura, donde estaba anotada la dirección. Al día siguiente tomé el primer tren rumbo a Karlsruhe, no fué mucho lo que conseguí, sólo que aquellos libros habían sido comprados junto con otros tantos en un depósito de libros usados cerca de Mannheim. Se imaginarán que había encontrado una pista que me podría conducir al autor de aquellos versos y yo deseaba con todas mis fuerzas que se tratase de una mujer”. Aquí, el profesor Dreiser hizo una pausa en su relato, miró fijamente el fondo de su trago, como si pudiera transportarlo en el tiempo. Los muchachos atinaron sólo a mirarse, no sabían si debían interrumpir o no.

“Una vez sentado en el tren rumbo a Mannheim, me puse a pensar en lo ridícula que era mi idea” dijo, luego de un momento, sacudiendo un poco la cabeza, “pero ni siquiera eso me desanimó. El depósito de libros era un enorme galpón y en un aviso escrito en una de las paredes decía los horarios de apertura y esos excluían los lunes, ése día había sido lunes. Pero daba cuenta de un número telefónico de contacto al que llamé de inmediato, un hombre de una memoria sorprendente me contestó al teléfono, él sabía exactamente de qué lote de libros estaba hablando, y dijo, ésa colección formaba parte de una gran biblioteca privada que había sido rematada unos meses atrás en Baden Baden. Por supuesto que al día siguiente, a primera hora estaba viajando a Baden Baden, no podía continuar como si nada, tenía que encontrarla, a ésas alturas tenía la plena convicción de que se trataba de una mujer. En la dirección que se me había dado, encontré una propiedad que ocupaba toda una manzana, bien cerca del casino de Baden Baden, tenía rejas altísimas que separaban la calle de una especie de bosquecillo con muchos árboles y bien al fondo se veía una casa. Por el intercomunicador me atendió una mujer, yo casi le rogué que saliera, me encontraba en un estado emocional que no he vuelto a experimentar. La mujer, al verme así, me invitó a pasar, explicó  haber comprado la casa sólo hace unos meses, no sabía nada de la familia que la habitara, al parecer estuvo vacía un par de años y sin poder venderse; la razón, es que se habían tejido una serie de historias al rededor de la propiedad. Se decía que ahí vivió una mujer en una especie de retiro espiritual, que nunca abandonaba la casa y nadie venía a visitarla, a excepción del dueño del almacén del barrio, que solía llevarle alimentos una vez por semana; hasta que una noche, un vecino encontró a la mujer desplomada cerca de las rejas que daban a la calle, y alarmó a la ambulancia. Cuando los paramédicos acudieron a llevásela, tuvieron que dar parte también a la policía, pues se escuchaban débiles llamados de ayuda que provenían desde dentro de la casa. Y fué ahí que la descubrieron, era una muchacha, no se supo desde cuándo, había vivido, allí, cautiva en la biblioteca”.

“¿Pero quién era? ¿Qué pasó con ella?”, interrumpió uno de los estudiantes. “Nadie lo supo, se la tuvieron que llevar también al hospital” siguió el profesor Dreiser, “dijeron que estaba muy deshidratada y que parecía que hacía días no se había alimentado...; ésa misma noche murió la mujer, sin que llegara a saberse si era la madre, la tía o por qué la tenía cautiva. Y ella, la muchacha..., escapó del hospital, también aquella noche...”.

“¿Está diciendo que está allá afuera, en algún lugar?” preguntó el estudiante, que opinaba que la Literatura podría brindar verdad y trascendencia, “no pudo haber desaparecido, alguien tiene que saber de ella...”.

“La Literatura era la única fuente de libertad a la que podía acceder aquella muchacha...”, reflexionó el profesor Dreiser, mientras se ponía de pie tambaleante, le hacía un gesto con la mano al hombre detrás de la barra del bar y sin cruzar más palabra con los estudiantes, se dirigía a la puerta, saliendo a la noche no tan fría del otoño. Éstos, guardaron silencio, iban a decir algo, cuando el Barman, que hasta ése entonces parecía no haber estado prestando atención, intervino: “Si alguien puede encontrarla..., a la muchacha, será el Profesor, ¿saben ustedes que no hay libro o revista que se publique que él no llegue a comprarlo?”