En aquella madrugada
Yo soy de Olbia, dice, mirándome fijamente aquel extraño, que
recién me doy cuenta está parado a mi lado, en la parte común de los
sanitarios del bar, mientras ambos nos estamos lavando las manos. ¿De
dónde eres tú?, continúa, a tiempo de estar secándose. Yo, que desde hace un
par de horas iba pensando que algo extraordinario estaba pasando en ésta ciudad, en ésa noche,
incluso desde que el día había comenzado. Como nunca suelo hacer, sonrío y digo:
Adivina. Él me observa poniéndo la cabeza un poco de costado, achichando
los ojos y llevándose el dedo índice de su mano derecha sobre uno de sus labios.
No sé..., ¿puede que de Perú? concluye. Yo acostumbrada a que, por mis
ojos achinados, me atribuyan casi siempre orígenes tales como Filipinas, Vietnam,
China, etc., me sorprendo de lo cerca que estuvo. Casi..., le digo, de
Bolivia. Sabía que eras más o menos de esa región, dice él contento,
estuve allí hace un par de años y aparte tengo amigos... Yo al verte,
no hubiera creído que fueras de Olbia, interrumpo. ¿No? ¿Por qué? Pregunta
él. No sé, quizás por el color de tu pelo, tus ojos, no sé..., hubiera
dicho más bien que eras alemán o incluso más del norte, Noruega, Suecia o algo
así. El lanza una carcajada larga y dice: Pues no, así como me ves soy
de Olbia..., aunque estuve en los Fiordos de Noruega el verano pasado. Bueno,
le digo, también secandome las manos. Le iba a decir: Bueno chau, que sigas
bien, cuando el continuó: Mis amigos y yo llegamos hace un par de días...,
navegando, aclaró. Yo, al escucharlo, me reí; puede que porque mi país no tiene
mar, me parecía inverosímil que aquel tipo haya venido de verdad navegando
desde Olbia hasta Cagliari. Estamos atracados, ya sabes, en la Marina
Piccola, continuó seguro de sí mismo, porque si vas a estar unos días en
la ciudad, quizás te gustaría salir a dar un paseo. Yo iba a decir, gracias
pero no, cuando él se adelanta, dándome la mano: ¡Oh disculpa! soy Stefano.
Yo también me presento, y aunque las normas de cortesía dicen, que luego de
haberse presentado, dos personas civilizadas pueden continuar hablando, aunque sea
en la parte común del lavabo de un bar; disculpa..., me tengo que
ir, digo, encaminándome a la puerta de salida. Por un momento puedo percibir
que él me sigue. Yo, apenas cruzo la puerta principal del sanitario, me pierdo
en la muchedumbre bulliciosa del bar, sin darme vuelta atrás.
Salgo.
Porque tú y yo ni siquiera estamos sentados en las mesas del
bar, sino en las escaleras de la calle. La música todavía se escucha allí,
aunque no tan estridente. La noche es intensamente oscura, las tenúes luces de
la calle apenas te alumbran. Te miro allí sentado, sobre la mantita que
habíamos colocado sobre el suelo, haces un gesto suave con la mano, señalándo mi
puesto vacío a tu lado, mueves imperceptible tus pies en el suelo, a pesar de
que estás sentado, continúas mirándome fijamente, sonriéndo en silencio, mientras frotas insistentemente
las palmas de tus manos en tus jeans gastados. Yo me acerco y tu abres los
brazos, acogiéndome en tu abrazo.