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domingo, 13 de octubre de 2019


En aquella madrugada

Yo soy de Olbia, dice, mirándome fijamente aquel extraño, que recién me doy cuenta está parado a mi lado, en la parte común de los sanitarios del bar, mientras ambos nos estamos lavando las manos. ¿De dónde eres tú?, continúa, a tiempo de estar secándose. Yo, que desde hace un par de horas iba pensando que algo extraordinario estaba pasando en ésta ciudad, en ésa noche, incluso desde que el día había comenzado. Como nunca suelo hacer, sonrío y digo: Adivina. Él me observa poniéndo la cabeza un poco de costado, achichando los ojos y llevándose el dedo índice de su mano derecha sobre uno de sus labios. No sé..., ¿puede que de Perú? concluye. Yo acostumbrada a que, por mis ojos achinados, me atribuyan casi siempre orígenes tales como Filipinas, Vietnam, China, etc., me sorprendo de lo cerca que estuvo. Casi..., le digo, de Bolivia. Sabía que eras más o menos de esa región, dice él contento, estuve allí hace un par de años y aparte tengo amigos... Yo al verte, no hubiera creído que fueras de Olbia, interrumpo. ¿No? ¿Por qué? Pregunta él. No sé, quizás por el color de tu pelo, tus ojos, no sé..., hubiera dicho más bien que eras alemán o incluso más del norte, Noruega, Suecia o algo así. El lanza una carcajada larga y dice: Pues no, así como me ves soy de Olbia..., aunque estuve en los Fiordos de Noruega el verano pasado. Bueno, le digo, también secandome las manos. Le iba a decir: Bueno chau, que sigas bien, cuando el continuó: Mis amigos y yo llegamos hace un par de días..., navegando, aclaró. Yo, al escucharlo, me reí; puede que porque mi país no tiene mar, me parecía inverosímil que aquel tipo haya venido de verdad navegando desde Olbia hasta Cagliari. Estamos atracados, ya sabes, en la Marina Piccola, continuó seguro de sí mismo, porque si vas a estar unos días en la ciudad, quizás te gustaría salir a dar un paseo. Yo iba a decir, gracias pero no, cuando él se adelanta, dándome la mano: ¡Oh disculpa! soy Stefano. Yo también me presento, y aunque las normas de cortesía dicen, que luego de haberse presentado, dos personas civilizadas pueden continuar hablando, aunque sea en la parte común del lavabo de un bar; disculpa..., me tengo que ir, digo, encaminándome a la puerta de salida. Por un momento puedo percibir que él me sigue. Yo, apenas cruzo la puerta principal del sanitario, me pierdo en la muchedumbre bulliciosa del bar, sin darme vuelta atrás.
Salgo. 
Porque tú y yo ni siquiera estamos sentados en las mesas del bar, sino en las escaleras de la calle. La música todavía se escucha allí, aunque no tan estridente. La noche es intensamente oscura, las tenúes luces de la calle apenas te alumbran. Te miro allí sentado, sobre la mantita que habíamos colocado sobre el suelo, haces un gesto suave con la mano, señalándo mi puesto vacío a tu lado, mueves imperceptible tus pies en el suelo, a pesar de que estás sentado, continúas mirándome fijamente, sonriéndo en silencio, mientras frotas insistentemente las palmas de tus manos en tus jeans gastados. Yo me acerco y tu abres los brazos, acogiéndome en tu abrazo.