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domingo, 6 de octubre de 2019


Carmen y yo

En marzo del 2004, Carmen y yo llegamos a Buenos Aires. Conseguimos difícilmente alojamiento en un oscuro y diminuto cuartucho de una pensión familiar en Primera Junta, que aceptaba únicamente mujeres. No era habitación como tal, sino que había sido improvisado desde algo así como un cobertizo amohosado donde al parecer el portero del edificio solía guardar escobas, baldes y demás instrumentos de limpieza. La habitación no poseía más muebles que una cama de un tamaño extraño, no era ni de una plaza, ni de dos y una mesita velador. La cama crujía todo el tiempo y parecía que al mínimo movimiento se iba a desmoronar, no era de extrañarse pues había sido construída artesanalmente desde algunos cajones de manzana.
Carmen más que emigrar había escapado, se había enterado que yo venía para acá y de un momento a otro me contactó y decidió acompañarme; como ella no tenía un plan establecido, no le quedó más remedio que adoptar el mío. Mi plan, creía yo, cuidadosamente concebido consistía en inscribirme al examen de la residencia hospitalaria, que todos los años se rinde en los primeros días de mayo. Para ello, en aquel entonces bastaba con tener el pasaporte en regla, de ahí a aprobar el examen y obtener una plaza, era otro tema. En ésa época el promedio de aprobación de los extranjeros era tan bajo, que pocos pensaban que valía la pena correr el riesgo.
El problema fue que no se me había ocurrido, al menos no con toda claridad que había que tener que solventar los gastos de vivienda y alimentación durante los meses de la espera. Y había olvidado tomar en cuenta el cambio de moneda, en el cual apenas cruzar la frontera, todos mis ahorros salieron perdiendo.   
Buscaba desesperadamente trabajo, de lo que fuera, en los clasificados del Clarín, que le pedía prestados al diariero de Valle y Cachimayo, pero al poco tiempo caí en cuenta que aquello iba a ser imposible, pues ni Carmen ni yo teníamos residencia legal en Argentina.
Nuestra economía colapsó aún más cuando tuvimos que comprar los libros preparatorios para el examen. Eran cuatro tomos gordos, separados por especialidades. Decidimos que íbamos a comprar un sólo ejemplar de cada uno e íbamos a compartirlos. Así que mientras yo preparaba Toxicología, Carmen estudiaba Pediatría y así por el estilo. Habíamos repartido muy bien nuestro tiempo, casi obsesivamente, en un cronograma. Habíamos contado inclusive las páginas de los tomos y repartido aquellos entre los días que nos separaban del examen. Conclusión: cada una debía leer, comprender y retener en la memoria por lo menos ciento cincuenta páginas por día.
Solíamos levantarnos bien temprano, entre otras cosas porque teníamos que compartir la cocina y el baño con las demás inquilinas de la pensión. Carmen, hacía todo lo que yo proponía, jamás iba a caérsele una idea propia, aunque hubiese tenido que sacudirla. Comíamos todos los días (y las noches) el mismo plato, consistente en una salchicha tipo viena cortada en dos, una papa hervida cortada a la mitad y una porción enorme e insípida de un arroz blanco hervido. Mientras comíamos en silencio, sobre todo durante nuestras primeras noches en ésta ciudad, inevitablemente, llorábamos.


Continuará