Carmen y yo
En marzo del 2004, Carmen y yo llegamos a Buenos Aires. Conseguimos
difícilmente alojamiento en un oscuro y diminuto cuartucho de una pensión familiar
en Primera Junta, que aceptaba únicamente mujeres. No era habitación como tal,
sino que había sido improvisado desde algo así como un cobertizo amohosado donde
al parecer el portero del edificio solía guardar escobas, baldes y demás
instrumentos de limpieza. La habitación no poseía más muebles que una cama de un
tamaño extraño, no era ni de una plaza, ni de dos y una mesita velador. La cama crujía
todo el tiempo y parecía que al mínimo movimiento se iba a desmoronar, no era
de extrañarse pues había sido construída artesanalmente desde algunos cajones
de manzana.
Carmen más que emigrar había escapado, se había enterado que
yo venía para acá y de un momento a otro me contactó y decidió acompañarme; como
ella no tenía un plan establecido, no le quedó más remedio que adoptar el mío. Mi
plan, creía yo, cuidadosamente concebido consistía en inscribirme al examen de
la residencia hospitalaria, que todos los años se rinde en los primeros días de
mayo. Para ello, en aquel entonces bastaba con tener el pasaporte en regla, de
ahí a aprobar el examen y obtener una plaza, era otro tema. En ésa época el
promedio de aprobación de los extranjeros era tan bajo, que pocos pensaban que valía
la pena correr el riesgo.
El problema fue que no se me había ocurrido, al menos no con
toda claridad que había que tener que solventar los gastos de vivienda y
alimentación durante los meses de la espera. Y había olvidado tomar en cuenta el
cambio de moneda, en el cual apenas cruzar la frontera, todos mis ahorros
salieron perdiendo.
Buscaba
desesperadamente trabajo, de lo que fuera, en los clasificados del Clarín, que le pedía prestados al
diariero de Valle y Cachimayo, pero al poco tiempo caí en cuenta que aquello
iba a ser imposible, pues ni Carmen ni yo teníamos residencia legal en
Argentina.
Nuestra economía colapsó aún más cuando tuvimos que comprar
los libros preparatorios para el examen. Eran cuatro tomos gordos, separados por
especialidades. Decidimos que íbamos a comprar un sólo ejemplar de cada uno e
íbamos a compartirlos. Así que mientras yo preparaba Toxicología, Carmen estudiaba Pediatría y así por el estilo. Habíamos repartido muy bien nuestro tiempo,
casi obsesivamente, en un cronograma. Habíamos contado inclusive las páginas
de los tomos y repartido aquellos entre los días que nos separaban del examen. Conclusión:
cada una debía leer, comprender y retener en la memoria por lo menos ciento cincuenta páginas por día.
Solíamos levantarnos bien temprano, entre otras cosas porque
teníamos que compartir la cocina y el baño con las demás inquilinas de la
pensión. Carmen, hacía todo lo que yo proponía, jamás iba a caérsele una idea propia,
aunque hubiese tenido que sacudirla. Comíamos todos los días (y las noches) el
mismo plato, consistente en una salchicha tipo viena cortada en dos, una papa
hervida cortada a la mitad y una porción enorme e insípida de un arroz blanco
hervido. Mientras comíamos en silencio, sobre todo durante nuestras primeras noches
en ésta ciudad, inevitablemente, llorábamos.
Continuará