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jueves, 14 de noviembre de 2019


Aquel día

(Parte I)

 Aquel día no me había levantado necesariamente temprano ni había trazado un plan como suelo hacerlo cuando estoy de vacaciones. Apenas me desperté, percibí que había algo extraño en el ambiente, era como una delgadísima capa de brillo que recubría las cosas en la habitación. Todo se encontraba tranquilo, en una agradable paz, como en un perfecto estado de balance.
No, no era la primera vez que estaba en Cagliari, ni siquiera en el hotel, quizás por ello creía saber lo que me esperaba afuera y no tenía el ánimo agitado, como el que suele arribarme al visitar cualquier ciudad por primera vez.
Tomé una larga ducha, larga significa para mí, algo así como unos cinco minutos, no más; definitivamente no me gusta desperdiciar el agua. Elegí usar aquel vestido azul de lunares blancos, y a pesar de que lo había dejado colgado al llegar, me costó mucho plancharlo.
Luego me peiné, puse mi traje de baño dentro de una bolsa de rafia, una delgada manta de algodón de colores muy fuertes anaranjados y rojos, "L´Exil et le Royaume" de Camus y un sombrero de panamá de color beige.
Salí a la calle y de nuevo aquí pude sentir el equilibrio; no obstante transcurrían coches y personas, de nuevo el fenómeno inexplicable de armonía, incluso a momento de cruzar la calle en Piazza Jenne, cuyas esquinas suelen obligarnos a esperar, ésa mañana la franja a rayas blancas estuvo desierta por breves segundos, suficientes para permitirme llegar sin problemas al otro lado de la vereda.
Bajé despacio por la acera derecha en dirección a la Piazza Matteoti, al llegar a la esquina, casi justo antes de cruzar se encuentra el Café Svizzero. Me senté en una de sus mesitas, la número siete, me puse los anteojos y cuando estaba abriendo mi libro, exactamente en “La Pierre Qui Pousse”, llegó el mesero a tomar mi pedido. Yo le expliqué en un italiano rudimentario que deseaba tomar un café con leche y unos bizcochos, imaginándome mientras, dos bizcochos dobles, uno redondo y otro en forma de corazón, rellenos de mermelada de naranja y espolvoreados con azúcar impalpable. Sonreí de mi ocurrencia y continué con la lectura que había suspendido la tarde anterior.
Minutos más tarde, el mesero acomodaba el pedido sobre la mesa, y sobre el platillo yacían dos bizcochos, no estoy diciendo que eran parecidos, no, eran los mismos que hace unos instantes había imaginado, en tamaño y forma: uno de corazón y otro redondeado, cubiertos con azúcar impalpable, incluso, como lo comprobé enseguida, rellenos de mermelada de naranja.
Después de desayunar tomé el autobús rumbo a Poetto Spiaggia y como nunca, decidí espontáneamente bajarme al comienzo de la playa, pensé que sería buen ejercicio recorrerla en toda su extensión, sus ocho kilómetros de punta a punta.
La Marina Piccola a ésa hora ya estaba repleta, las personas conversaban alto casi gritándose, la mayoría en italiano; los niños corrían alegres chapoteando en el agua, otros fabricaban extrañas edificaciones sobre la arena.
Me saqué los espadriles y avancé hasta tocar el agua con la punta de los pies; desde el primer momento sentí un contacto tibio de arena fina, suave. Comencé a caminar playa arriba. Conforme me iba alejando, La Sella del Diavolo simulaba un enorme lobo marino, bien robusto, reposando tranquilo, abrevando en las aguas saladas del mar.

Continuará...