Tragedia en tres tiempos
El Jardín Real aquella noche, estaba vestido
de gala. Desde ahí partían las luces que iluminaban la fachada del Teatro del
Príncipe, ubicada en frente. La gente, engalanada para la ocasión,
la première de la Ópera Roberto Deveroux que abría la temporada, se paseaba
conversando animadamente minutos antes de permitirse el ingreso.
A la entrada del Teatro, se nos ofrecía el
programa de la noche y una copa de espumante. Adentro todo brillaba en tonos
oro y bordó. Yo me decidí sólo por el programa y aproveché el tiempo para
recorrer el interior del edificio hasta el cuarto piso, para luego volver a la
planta baja.
Había reservado mi butaca en una de las
primeras filas de la platea, sólo a unos metros de la orquesta. Me acomodé,
programa en mano y me dispuse a leer el argumento. A los pocos minutos, un
señor de regia corbata de moño interrumpió mi lectura, pidiendo permiso para
pasar y ubicarse dos butacas más a la izquierda, donde, encima del asiento
yacía un foulard de caballero. Al llegar lo levantó algo extrañado, después
miró por debajo del asiento, como buscando algo por adelante, por atrás, sin
conseguir encontrarlo.
-¡Señorita, señorita! Venga de inmediato,
le ordenó a la mujer joven, que vestía un traje negro, el uniforme de los que ésa noche ayudaban en la acomodación.
-¿Sí, señor? ¿Le puedo ayudar en
algo? Dijo ella, acercándose servicial.
-¡Me han robado! Respondió él.
-¡Cómo! ¡Qué es lo
que dice!
-Le repito, me han robado, continuó
el hombre, mirándome directamente sin intentar disimularlo.
-No, no puede ser,
¿está seguro? Dijo sorprendida la acomodadora.
-Si, completamente. Acusó
aquel.
-Dígame, ¿qué es lo
que le fue sustraído?
-El programa, dijo solemne, que
yo dejé aquí mismo, antes de ir al baño.
-¡Cómo! Hágame el favor, respondió
aliviada su interlocutora, pensé que se trataba de...
-Un robo es un robo, interrumpió
aquel hombre, clavando sus ojos en el programa que yo sostenía en las manos.
-Espere, tranquilizó la
mujer, no se preocupe, enseguida le traigo otro.
-No, deje..., rechazó él despectivo, iré yo mismo, pero ésta vez me llevaré el chal, por si
acaso...
-Pero, ¿qué es lo que está Ud. insinuando? La
voz de una señora mayor, que habiendo estado sentada dos filas atrás, se dió
por aludida.
-No insinúo nada, respondió el
hombre, lo afirmo: me han robado. No se puede hacer nada en estos
tiempos, desde que los extranjeros han comenzado a llegar en masa.
Yo continué allí sentada, como si no
escuchara mi mirada nada.
-Pero, ¡Cómo se atreve a decir semejante
cosa! Se indignó la acomodadora.
-Pues, le llegará a quien deba llegarle. Respondió
el tipo.
-Mire que yo también
soy extranjera, respondió aquella, y no me gusta el
tono en el que Ud. está hablando.
Entretanto la señora de dos filas atrás, se
había acercado imperceptible cartera en mano, amenazante. Cuando me percaté ya
se había ubicado en la fila posterior, directamente detrás de aquel hombre.
-Repita, lo que acaba de decir, en mi
delante. Le increpó la señora ¡No voy a permitir que se hable
mal de los extranjeros! Bajo ninguna circunstancia.
-Mire abuela, vuelva a su asiento, que
nadie está hablando con Ud., le respondió aquel, volviéndose
enseguida, dándole la espalda.
-¡Abuela! Nadie me llama así, sin mi
consentimiento. Replicó aquella indignada y de inmediato
comenzó a golpearlo en la espalda con su cartera.
La acomodadora salió disparada, yo creí que a
traer ayuda. Mientras que la señora, que de lejos se notaba que físicamente
estaba bien entrenaba, no paraba de propinar golpes. El hombre intentó hablar,
defendiéndose al mismo tiempo. Se dió vuelta en dirección a la señora, pero en
ése momento comenzó a agarrarse el cuello con ambas manos y segundos después se
puso todo colorado. Levantó desesperadamente los brazos para arriba,
como tratando de obtener auxilio. La señora, que recién pareció percatarse que
algo no andaba bien, paró de golpearlo y se hizo a un lado estupefacta.
-¡Un doctor, necesitamos urgente un
doctor!, alertó un hombre de la primera fila.
Mientras el golpeado se arqueaba para atrás,
tomándose desesperadamente de la garganta, abría la boca tan grande como una
boa a punto de comerse una res y segundos después terminaba desplomándose sobre
los asientos.
-¡Rápido, llame a
una ambulancia! Dije saltando de mi asiento, dirigiéndome al
señor de la primera fila que se acercaba corriendo. Usted y Ud.,
dirigiéndome a otros dos señores que también habían llegado hasta allí, pero
que no se animaban a tomar partido, ayúdeme a levantarlo y llevarlo al
pasillo.
Pero entre los tres apenas pudimos moverlo,
fue necesario que vengan un cuarto y un quinto y entre todos lo arrastramos,
agarrándole de los pies, de los brazos y de donde pudimos, hasta al fin lograr
depositarlo en el pasillo de la platea.
Aquel hombre aún tenía pulso, pero no
respiraba y se encontraba totalmente cianótico. Todo se sucedió tan rápido, que
antes de siquiera considerarlo pedí ayuda hasta lograr semisentarlo y
colocándome detrás de él presioné con todas mis fuerzas y varias veces con mis
puños cerrados impactando en su epigastrio. Pasaron los segundos sin ningún
resultado, seguí insistiendo sin parar hasta que de pronto el hombre hizo una
arcada, luego otra, escupiendo después una masa amorfa de color rosa, luego se
llevó las manos al cuello tosiendo repetidas veces cual tuberculoso.
Al verlo incorporarse, la
gente que se había amontonado a nuestro alrededor comenzó aliviada a vitorear entre
risas e instantes más tarde todo el teatro se llenaba de bravos y aplausos.
En ése momento miré para arriba y el público de los
palcos superiores aplaudía de pie enérgicamente y sin ánimo de parar, como si
de pronto la première en el Teatro del Príncipe se hubiera adelantado.