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lunes, 21 de diciembre de 2015

Imperdible

Mi presentación sobre las ventajas del uso de los anticuerpos recombinantes en el tratamiento del cáncer de colon, fue la última de la jornada. Naturalmente como suele acostumbrarse, las casas farmacéuticas auspiciantes se disputaron el poder llevarnos a mis colegas y a mí, a una cena-show, un paseo nocturno por la ciudad cede del Congreso Mundial de Oncología, un almuerzo en una quinta al día siguiente o incluso regalarnos tickets para la Opera. Yo, a todo dije no, gracias, pues nunca me han gustado las conversaciones informales entre médicos, suele ser más o menos, o peor que continuar trabajando, no sabemos otra cosa, que no sea hablar de nuestros consultorios, del increíble caso clínico a cargo, de cómo la obra social se ha metido con nuestros honorarios y un sinfín de temas repetidos.
Me despedí y como en otras oportunidades, decidí aprovechar la noche para conocer un poco más la ciudad, por mi cuenta, y de acompañantes: un libro guía y un mapa.

Imperdible, estaba marcado en la guía, no dejar de visitarlo. Un edificio bullicioso de principios de siglo, construido de muros de vidrio y columnas de hierro. Desde afuera y una vez adentro pude comprobarlo, acá todo está más vivo que en otros lugares, la gente come, ríe, bebe… Vive, diría yo, de vacaciones. Decido dejarme llevar y me acomodo en una de las mesillas del centro. Cuando el mozo pregunta, un buen vaso de vino blanco, ordeno, aceptando sin complicaciones el que me recomienda: no era bueno ni nada.
Intento fijar mi atención en el mapa, no lo consigo, los repetidos ruidos de vasos al brindar, sillas que se corren de un lado al otro, carcajadas o voces de la gente conversando a gritos, me lo impiden.
Señora…, señor, ¿me compra? Una voz ronca, acercándose encima del bullicio, va creciendo despacio hasta terminar a mi lado.
-Señora, ¿me compra?, ¿caramelos? ¿Señora?
-No gracias, le digo, sin mirarle, mientras subrayo con un marcador fluorescente la ruta que me llevará desde el hotel, pues mañana se me antoja al fin conocer el parque del Buen Retiro.
-¿Caramelos? ¿Señora?, repite éste monótono, sin darse por vencido.
Levanto la vista, quiero de nuevo decirle no, disculpe, caramelos no. Es un hombre, de postura un tanto encorvada, pero no es viejo, desordenada y tupida barba, su remera, no deja adivinar el color que habrá tenido cuando era limpia; aguanta con ambas manos una gran caja, desgastada, de madera que tiene a su vez, sujeta con dos correas tirantes a la espalda. Los caramelos, amontonados, lucen terriblemente deformados, son de ésos masticables, de envolturas desteñidas al sol. No se ha querido mover de al lado de mi mesa y me mira ahora fijamente. Sus ojos, son lo único limpio que tiene en la cara, como dos lagos de agua turquesa, y un lunar, uno café, pequeñito, deformándole el iris de su ojo derecho.
-¡Agustín!
Él, sacude un poco la caja, sus manos se crispan, con si a su cuerpo de pronto le hubiera caído un rayo.
-¡Agustín! ¡No lo puedo creer…, tanto tiempo!, me levanto de un salto e intento abrazarlo.
-Señora…, dice él, apartándose, me está confundiendo con otra persona...
-Pero ¡Qué te pasa! Soy yo, no te acuerdas de mí…  De la Facultad…
-La Facultad…, y su mirada flota por un instante en algún lugar, entre allá y acá, donde viven las miradas que han olvidado mirar.
-Sí ¿No te acuerdas? Tomándole del brazo ¡Desapareciste de un día al otro!
-Desaparecí, desaparecí, no… ¡No sé de que me habla!
-Después de lo que pasó con la Sueca… No supimos, no supe nada más de ti…
-No ¡Déjeme!
-Pero lo de la Sueca, no fue tu culpa, Agustín, después se supo todo… ¿No te enteraste?
-Después se supo todo…
-Sí, después se aclaró todo. Yo te llamé, te escribí, unas mil veces, dejé tantos mensajes…, nunca respondiste…
Se tambalea un poco, e intenta sentarse, pero se lo impide la gran caja que cuelga de él, yo quiero ayudarlo.
-Agustín, ¡ha pasado tanto tiempo!
-Yo no soy Agustín, ¿me escucha?, haciendo que le suelte el brazo, yo no soy... ¡Déjeme en paz!
Yo le quiero decir: la Sueca dejó una carta explicando, sin culpar a nadie, a él, ni siquiera a mí...
-Lo siento..., lo siento, dice dándose vuelta, mientras se toma con sus dos manos la cabeza, permanece unos segundos en silencio, tengo la impresión de que se va a volver, me va a decir que nunca me ha olvidado, que escaparse no sirvió de nada..., pero da pasitos cortos y avanza vacilante, sosteniéndose en las mesas. 

Son las correas cruzándose en su espalda, lo último que sé de él, antes de terminar desapareciendo entre la gente del mercado. Yo, lo dejo ir, ése hombre no es Agustín y estoy segura, no hay mapa alguno, en el mundo, que me haga de nuevo hallarlo.