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miércoles, 2 de diciembre de 2015


El Fado, Portugal y yo


De cómo vino a mí la primera vez, pues, mi entrañable amigo eslovaco, miembro de nuestro club de español y acostumbrado a sumergirse en la música del mundo, me comentó lo que había hecho en uno de sus fines de semana y fue que asistió a un recital, en Mannheim, de Fado. 
Fado brotado del alma
De la soledad
Del destino incierto del amor y de la vida
Guitarra doliente en la trasnoche
Voz que se diluye en el tuétano de seres gastados…

En la semioscuridad subterránea, entre sombras de gigantes barriles de vino, se fue tejiendo para mí, vivo, el Fado hechicero, aquella vez, hace mucho tiempo en Porto. Vino, Fado del Douro. Volví tres veces más a la ciudad, de cava en cava en Vila Gaia, en las butacas de la entrada general del Coliseo o en aquel restaurantito al lado de la Catedral. Me aprendí a tararear algunas canciones, que me han salvado durante los días de estrés máximo en el trabajo, ésos en los que es mejor dejarse llevar a morderse los labios. Melodías como “Una casa portuguesa”. ¿Qué sería del ser humano sin ésa posibilidad de escape? 

Fue en Faro y en Tavira, en pleno Algarve, que continuó creciendo mi lado fadista. En Faro, en uno de los salones del Museo de Vila Adentro, un magnífico guitarrista (de guitarra portuguesa), nos enseñó a un grupo de turistas, que existen dos corrientes de Fado, una que viene de Lisboa y otra desde la universitaria Coimbra. En Tavira, escaleras arriba de los arcos que cruzan el Séqua, aprendí que es probable que la ternura que la caracteriza haya nacido, quizás, de una desventurada mujer que se dice fue una de las primeras, en cantar de ésta manera sus angustias. 

Llegué a Coimbra en otro de los viajes, aprovechando ésa semana libre, que resarce noches enteras de atribulada guardia y respondiendo que sí, a la pregunta de mis colegas: Aber, Schon wieder Portugal? (Pero ¿De nuevo Portugal?) Sus callejuelas empedradas se desdoblan, serpentean, suben y bajan, se pierden y en una escalerilla impensadamente se encuentran. Cada tanto un grupo de estudiantes, envueltos en sus trajes azabache, pasa de lado haciendo chacota. Por la noche, en la cafetería Santa Cruz se canta más fuerte que nunca “Coimbra é uma lição… la la la” Observé que efectivamente el fado aquí, no es ningún aprendiz sino que ha estudiado en la Universidad. Pero, algunas cosas llamaron mi atención. Primero que no hay mujeres fadistas, sólo varones perfectamente ataviados y ceñidos de pies a cabeza en un paño negrísimo. La tradición, explicaron ha nacido de la serenata que un hombre le dirige a su amada a orillas del río Mandego. La guitarra portuguesa también es diferente en cuanto a su anatomía, no en su sonido, pues el clavijero termina en una especie de triángulo. Y lo más sorprendente, para el que suele premiar con aplausos el final de una trova, aquí basta un mínimo movimiento de cabeza, como afirmando, más que suficiente para demostrar lo mucho que nos ha gustado. 

El ritmo del Fado, si es como un caballito que comienza a trote en el Norte, cuando llega a Lisboa entra en pleno galope. Su acento vertiginoso, que corre bordeando las colinas de Alfama baja candente, se baña en el puerto, se sacude a lo largo de la Rúa Áurea y vuelve a subir por el “Elevador” directo al Chiado, adonde no llega siquiera fatigado pues aún le quedan bríos para mantener sin habla, sin movimiento externo, pero en el fondo agitándose sin consuelo, la humanidad de mujeres y hombres, simples seres animados que viven o están soñando, dudan, se remuerden o son felices. Y, sienten un despacito batir de alas que los liberan cada vez que escuchan: 
"Silêncio que se vai cantar o fado!"