Viaje a la gran ciudad
By
Pseudomona
Un dolor lancinante delataba la
venoclisis en mi antebrazo derecho, yo me contraía asustada rogando que la
sensación no se volviera interminable. Lo recuerdo tan nítido como si no hubiera
pasado el tiempo, la etiqueta decía seriamente: cloranfenicol.
Yo apenas tenía ocho años, vivía
con mi familia en un campamento llamado Tatasi, perteneciente a la Corporación
Minera de Bolivia. Era un pueblo pequeño casi inexistente de casuchas construidas
con adobe y pajabrava, un arbusto que desafía al frío más aterrador de la
montaña. Un caserío olvidado, donde el viento se paseaba a sus anchas y sólo se
podía escuchar el monótono silbido de la sirena, que dictaba el cambio de turno
en la mina, la esclavizante actividad del lugar.
Allí no existían las estaciones
del tiempo era invierno eterno y había que andar siempre abrigado. Recuerdo que
junto con una brisa escasamente tibia que se supone debía ser pleno verano, un
día llegó el camión verdulero. Su paso infaltable por medio del pueblo fue una
invitación para nosotros los niños que corrimos detrás a la salida de la
escuela. De inmediato la pulpería se llenó con bananas, naranjas y mangos. ¡Qué
ricos mangos! Comerlos demasiado y después sentirse tan mal con un terrible
dolor en el estómago, fiebre endemoniada y vómitos. Después despertarse en aquel
lugar, una sala enorme de ventanas altas cortinas casi grises, camas varias apiladas
unas al lado de otras, muchos niños muchas lágrimas, inclusive yo.
Pero en el altiplano la capacidad
de adaptación obligatoriamente tiene que ser increíble, por ello a pesar de no
estar en mi casa ni con mis hermanos, yo ponía cara sonriente cada vez que
llegaba la enfermera para colocarme la medicación.
De aquella internación recuerdo
sólo algunas cosas, pero sería imposible olvidar a Felipe que tendría mi edad o
quizás un poco más, pero se veía tan flaquito y pálido, que podría haber tenido
tranquilamente seis. A el le gustaba pasarse las tardes jugando con sus
inseparables soldaditos verdes de plástico y era muy tímido al principio pero a
fuerza de estar hospitalizados poco a poco nos hicimos amigos y a veces un
soldadito me prestaba.
Nos visitaba cada tanto una
cariñosa monjita que venía cargada de un gran libro con fotos de grandes
ciudades y a nosotros nos gustaba especialmente La Paz donde ella nos decía vivía
el presidente que ya por ello debía ser muy importante. Así lo comentábamos con
Felipe mediante un teléfono de juguete construido por 2 latas de salchichas
unidas por un gran hilo. En los envases se leía claramente: Canned Pork. Donación
de la República
de Canadá.
Pasaron así nuestros días de
encierro y si me preguntan el lapso, inclusive ahora que lo pienso tanto no
puedo precisar cuánto.
Un día desperté y Felipe no
estaba, nuestra amiga la monjita se acercó despacio con una bolsita de
soldaditos verdes de plástico que me dijo ahora eran míos, que Felipe los había
dejado para mí, porque se tuvo que ir rápido a La Paz y ni tiempo tuvo de
despedirse. Si bien a mí me dio mucha pena, también me puse contenta, conocer
la gran ciudad debe ser una gran experiencia.
Sólo hasta que estuve en la
Facultad de Medicina pude darme cuenta que Felipe no pudo haberse ido a la gran
ciudad, o tal vez sí de algún modo porque el pueblo entero estuvo de cuarentena
y con la epidemia de fiebre tifoidea de los años 90 viajaron muchos niños entre
ellos mi amigo.