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viernes, 2 de marzo de 2012


Viaje a la gran ciudad

By Pseudomona

Un dolor lancinante delataba la venoclisis en mi antebrazo derecho, yo me contraía asustada rogando que la sensación no se volviera interminable. Lo recuerdo tan nítido como si no hubiera pasado el tiempo, la etiqueta decía seriamente: cloranfenicol.
Yo apenas tenía ocho años, vivía con mi familia en un campamento llamado Tatasi, perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia. Era un pueblo pequeño casi inexistente de casuchas construidas con adobe y pajabrava, un arbusto que desafía al frío más aterrador de la montaña. Un caserío olvidado, donde el viento se paseaba a sus anchas y sólo se podía escuchar el monótono silbido de la sirena, que dictaba el cambio de turno en la mina, la esclavizante actividad del lugar.
Allí no existían las estaciones del tiempo era invierno eterno y había que andar siempre abrigado. Recuerdo que junto con una brisa escasamente tibia que se supone debía ser pleno verano, un día llegó el camión verdulero. Su paso infaltable por medio del pueblo fue una invitación para nosotros los niños que corrimos detrás a la salida de la escuela. De inmediato la pulpería se llenó con bananas, naranjas y mangos. ¡Qué ricos mangos! Comerlos demasiado y después sentirse tan mal con un terrible dolor en el estómago, fiebre endemoniada y vómitos. Después despertarse en aquel lugar, una sala enorme de ventanas altas cortinas casi grises, camas varias apiladas unas al lado de otras, muchos niños muchas lágrimas, inclusive yo.
Pero en el altiplano la capacidad de adaptación obligatoriamente tiene que ser increíble, por ello a pesar de no estar en mi casa ni con mis hermanos, yo ponía cara sonriente cada vez que llegaba la enfermera para colocarme la medicación.
De aquella internación recuerdo sólo algunas cosas, pero sería imposible olvidar a Felipe que tendría mi edad o quizás un poco más, pero se veía tan flaquito y pálido, que podría haber tenido tranquilamente seis. A el le gustaba pasarse las tardes jugando con sus inseparables soldaditos verdes de plástico y era muy tímido al principio pero a fuerza de estar hospitalizados poco a poco nos hicimos amigos y a veces un soldadito me prestaba.
Nos visitaba cada tanto una cariñosa monjita que venía cargada de un gran libro con fotos de grandes ciudades y a nosotros nos gustaba especialmente La Paz donde ella nos decía vivía el presidente que ya por ello debía ser muy importante. Así lo comentábamos con Felipe mediante un teléfono de juguete construido por 2 latas de salchichas unidas por un gran hilo. En los envases se leía claramente: Canned Pork. Donación de la República de Canadá.
Pasaron así nuestros días de encierro y si me preguntan el lapso, inclusive ahora que lo pienso tanto no puedo precisar cuánto.
Un día desperté y Felipe no estaba, nuestra amiga la monjita se acercó despacio con una bolsita de soldaditos verdes de plástico que me dijo ahora eran míos, que Felipe los había dejado para mí, porque se tuvo que ir rápido a La Paz y ni tiempo tuvo de despedirse. Si bien a mí me dio mucha pena, también me puse contenta, conocer la gran ciudad debe ser una gran experiencia.

Sólo hasta que estuve en la Facultad de Medicina pude darme cuenta que Felipe no pudo haberse ido a la gran ciudad, o tal vez sí de algún modo porque el pueblo entero estuvo de cuarentena y con la epidemia de fiebre tifoidea de los años 90 viajaron muchos niños entre ellos mi amigo.