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jueves, 8 de marzo de 2012


La sal de la comida

By Pseudomona

San Miguel corría a la par del río, rodeado de cerros con formas caprichosas que parecían estar jugando con el paraje, árboles frondosos de grandes talles, inmensas plantaciones de maíces, habas y alfalfa constituían la principal labor allá en el sur de la República de Bolivia.
Ella una moza de apenas unos veinte años piel intensamente morena, el cabello largo repartido en dos trenzas, vestía siempre polleras y blusas de colores claros que resaltaban aún más sus ojos negros. Cuando le avisaron que tendría un nuevo parroquiano no le pareció complicación alguna, si bien ya tenía bastante trabajo, cocinar para uno más no iba a significar un gran problema.
Mejor aún al enterarse que se trataba del nuevo maestro asignado para la escuela, Victoria se puso contenta, quizás hasta podría pedirle un poco de ayuda para con el tiempo mejorar su escritura.
Desde muy chica experta cocinera, había estado a cargo de la pensión, lugar donde se servían los platos más suculentos de toda la comarca.
El menú criollo variaba todos los días rico en legumbres y hortalizas: lagüa de harina de maíz, tamales de trigo, sopa de quinua, guiso de lentejas, bocaditos de acelga y la lista sigue, muy rara vez se preparaba alguna carne, debido que aquel valle no era precisamente grande en actividades ganaderas.
Juan Pablo era un hombre de espaldas anchas, tez clara, manos fuertes y ojos grises. Había vivido toda su vida en la capital, recién graduado como maestro de escuela primaria, su primer destino era aquel remoto lugar y venía decidido a comenzar.  El día que arribó fue todo un acontecimiento, llegó en su moto, vestía jeans gastados y campera de cuero, sin duda era el personaje más llamativo a lo largo de aquella quebrada.
Una diminuta escuela con una bandera tricolor flameaba orgullosa en el centro del poblado, tenía solamente un gran recinto, donde se impartían las clases para los niños de todas las edades, era importante que se pudiera leer y escribir un poco al alcanzar el quinto grado y después el alumno quedaba insertado en la actividad agrícola o si era un varón muy fuerte tal vez partía para continuar su trabajo en la mina. El destino venía marcado de ésa manera y la gente del lugar no parecía tener ningún reparo. Terminar la secundaria o estudiar en la universidad eran cosa de otro cantar, allí sólo se vivía para trabajar.
En la pensión las cosas transcurrían al parecer sin ninguna dificultad, Victoria servía con solicitud las más ricas viandas que se podían degustar, que desde el primer día iban y venían de la mesa del maestro, un poco revueltas si, pero nada más, no les faltaba un solo bocado. Ella al principio hizo como quien no se percata de la situación, pero sin duda se esforzaba con ahínco para variar el menú y servirle la mejor porción. Su voluntad no parecía tener el menor efecto, el no era descortés, se presentaba puntual para almorzar y saludaba amablemente al llegar. Ocupaba siempre la misma mesa cerca de la cocina, pero igual los platos iban y venían sin probar.
Ella al principio ensayó ser tolerante, pero con el pasar de los días pasó de la extrañeza al desaire, jamás le había ocurrido que algún cliente se quejara de su comida y menos aún se la devolviera. Pero quien se habrá creído, rumiaba furiosa entre sus ollas. Al cabo de diez días de la fiel rutina, mirando el retorno del colorido plato colmado hasta más no poder a ella también se le colmó la paciencia. Salió enérgica de la cocina en dirección a la mesa que ocupaba Juan Pablo.
- Profesor, dijo de pie con las manos en la cintura. ¡No creo que pueda seguir ofreciéndole el almuerzo aquí! Si total, Ud. no come, quizás le vendría bien buscarse otro lugar…
- Mire, interrumpió el maestro, sosteniendo la mirada con toda la certeza de sus ojos grises. No es la comida…nada de eso, verá…es que no puedo comer y a la vez mirarla. ¿Entiende…Victoria? Dijo suavemente mientras le tomaba de la mano.