La sal de la comida
By Pseudomona
San Miguel
corría a la par del río, rodeado de cerros con formas caprichosas que parecían estar jugando con el paraje, árboles frondosos de grandes talles, inmensas plantaciones de
maíces, habas y alfalfa constituían la principal labor allá en el sur de la República de Bolivia.
Ella una
moza de apenas unos veinte años piel intensamente morena, el cabello largo
repartido en dos trenzas, vestía siempre polleras y blusas de colores claros
que resaltaban aún más sus ojos negros. Cuando le avisaron que tendría un nuevo
parroquiano no le pareció complicación alguna, si bien ya tenía bastante
trabajo, cocinar para uno más no iba a significar un gran problema.
Mejor aún al
enterarse que se trataba del nuevo maestro asignado para la escuela, Victoria se
puso contenta, quizás hasta podría pedirle un poco de ayuda para con el tiempo
mejorar su escritura.
Desde muy
chica experta cocinera, había estado a cargo de la pensión, lugar donde se servían
los platos más suculentos de toda la comarca.
El menú criollo variaba todos los días rico en legumbres y hortalizas: lagüa de harina
de maíz, tamales de trigo, sopa de quinua, guiso de lentejas, bocaditos de
acelga y la lista sigue, muy rara vez se preparaba alguna carne, debido que
aquel valle no era precisamente grande en actividades ganaderas.
Juan Pablo
era un hombre de espaldas anchas, tez clara, manos fuertes y ojos grises. Había
vivido toda su vida en la capital, recién graduado como maestro de escuela
primaria, su primer destino era aquel remoto lugar y venía decidido a comenzar. El día que arribó fue todo un acontecimiento,
llegó en su moto, vestía jeans gastados y campera de cuero, sin duda era el
personaje más llamativo a lo largo de aquella quebrada.
Una
diminuta escuela con una bandera tricolor flameaba orgullosa en el centro del
poblado, tenía solamente un gran recinto, donde se impartían las clases para
los niños de todas las edades, era importante que se pudiera leer y escribir un
poco al alcanzar el quinto grado y después el alumno quedaba insertado en la
actividad agrícola o si era un varón muy fuerte tal vez partía para continuar
su trabajo en la mina. El destino venía marcado de ésa manera y la gente del
lugar no parecía tener ningún reparo. Terminar la secundaria o estudiar en la
universidad eran cosa de otro cantar, allí sólo se vivía para trabajar.
En la
pensión las cosas transcurrían al parecer sin ninguna dificultad, Victoria
servía con solicitud las más ricas viandas que se podían degustar, que desde el
primer día iban y venían de la mesa del maestro, un poco revueltas si, pero
nada más, no les faltaba un solo bocado. Ella al principio hizo como quien no
se percata de la situación, pero sin duda se esforzaba con ahínco para variar
el menú y servirle la mejor porción. Su voluntad no parecía tener el menor efecto,
el no era descortés, se presentaba puntual para almorzar y saludaba amablemente
al llegar. Ocupaba siempre la misma mesa cerca de la cocina, pero igual los
platos iban y venían sin probar.
Ella al
principio ensayó ser tolerante, pero con el pasar de los días pasó de la
extrañeza al desaire, jamás le había ocurrido que algún cliente se quejara de
su comida y menos aún se la devolviera. Pero quien se habrá creído, rumiaba furiosa
entre sus ollas. Al cabo de diez días de la fiel rutina, mirando el retorno del
colorido plato colmado hasta más no poder a ella también se le colmó la
paciencia. Salió enérgica de la cocina en dirección a la mesa que ocupaba Juan
Pablo.
- Profesor,
dijo de pie con las manos en la cintura. ¡No creo que pueda seguir ofreciéndole
el almuerzo aquí! Si total, Ud. no come, quizás le vendría bien buscarse otro
lugar…
- Mire, interrumpió el maestro, sosteniendo la mirada con toda la certeza de sus ojos grises. No es la comida…nada de
eso, verá…es que no puedo comer y a la vez mirarla. ¿Entiende…Victoria? Dijo
suavemente mientras le tomaba de la mano.