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lunes, 5 de marzo de 2012


El Olimpo de los Dioses

By Pseudomona

Éramos cuatro mortales allá en el Hospital de Clínicas José de San Martín, el más glorioso de Buenos Aires. Habíamos salido recién de la facultad y éramos tan jóvenes como ingenuos.
Andre, te habías ganado la medalla de oro de la UBA por haberte sacado siempre un 10 en todas las materias, por eso estabas ahí, en la cuarta cátedra de Medicina Interna.
Vero, venías desde La Plata donde habías obtenido un promedio tan alto que querían obligarte a quedarte, pero decidiste viajar y establecerte en la capital.
Fede, estudiaste en el CEMIC, becado durante toda tu carrera y si bien, tranquilamente pudieras haber continuado la residencia ahí, no pudiste despreciar ésta única posibilidad.
Yo, de todos era la chica normal, no había obtenido ni un promedio tan alto ni había sido tan brillante, pero me había me ganado mi lugar en un riguroso examen en el que había puesto todo mi esfuerzo. Porque había viajado desde muy lejos para realizar mi sueño, el de continuar estudiando la carrera de toda mi vida, la que quise desde que era niña.
Fue muy duro aterrizar de golpe en aquella sala de internación, con sólo nuestro marco teórico. Bueno, nos decíamos, venimos a aprender y qué mejor que acá. Nuestro gran hospital nos acogió con mucha seriedad y hasta desdén diría yo, que después se tornó en desprecio porque la monotonía a veces suele causar eso, poco a poco fuimos cayendo en cuenta que éramos el último eslabón de aquella cadena alimenticia y ante el primer descuido podíamos sucumbir a su voraz apetito.
Conocer al gran Profesor Dr. Carlos Cotone Jefe de Sala, no sólo me marcó la vida profesional sino hasta la individual. Si bien tenía el fuego sagrado de la medicina también era una persona muy particular, que es difícil de describir en ésta oportunidad. Quizás en otro momento.
Recuerdo la recorrida de sala de todos los días frente a la cama de cada paciente, comentar todos los datos de filiación, motivo de internación, antecedentes, minucioso y extenso examen físico, aprender diecinueve formas de palpar un solo órgano, el bazo; plantear los probables cuarentiseis diagnósticos diferenciales y particularmente en estos dos últimos era un placer escuchar a nuestro jefe que nos daba cátedra y nos enseñaba hasta lo que aún no se había escrito en los libros, fruto de su gran labor y experiencia de sus casi 65 años. Pero también era el momento en que más sufríamos, porque aún no podíamos competir a la par de los médicos de los años superiores. Allí comprendí exactamente la frase: “El conocimiento es poder” Si, es poder maltratarte al no saber, es poder llegar a humillarte sin vos poder hacer nada.
Comenzaron entonces las terribles guardias, pasar hasta cuarentiocho horas o más sin poder dormir, aguantando de pie sin tener tiempo para ir al toilette. Almorzar un kilo de helado caliente a las cinco de la tarde o cenar una docena de empanadas frías a las cuatro de la mañana. Asomarte después un ratito a la ventana y mirar desde lo alto hacia la esquina de Córdoba y Junín. Ver que la ciudad se está despertando, que las personas caminan y son libres, cuando vos todavía no habías terminado de escribir las historias clínicas, cada una dotada de veinticuatro hojas preguntonas, apurarte y rezar poder llegar a tiempo, porque ya se venía las siete de la mañana, comienzo del pase de sala.
Después estar tan cansada que terminás escribiendo entre hambre y sueño las indicaciones de cama 105: nebulizaciones con jamón y queso cada 6 horas. Entonces soportar la furia de tus residentes superiores que lejos de entenderte amenazan con dejarte de guardia castigo.
Nunca olvidaré Fede, mi querido amigo, cuando te enfrentaste al Gran Cotone aquella vez para exigirle que nos ofrezca disculpas por lo mucho que nos había gritado durante la recorrida de sala, el lejos de hacerlo te mandó castigado por irreverente.
Soportar todos los días que nos llamen doctores melones, sólo por ser todavía chicos en el arte de los mayores, sin pensar que pronto podíamos crecer y que lo haríamos allí, porque no había mejor lugar.
Sin duda tantas veces pensamos en irnos, especialmente durante las primeras semanas, te acordarás Vero las veces que nos quedamos a dormir en el suelo porque terminábamos tan tarde que volver a casa era un peligro, de poder quedarnos dormidas y no estar a tiempo para el pase. Vos y yo tendidas en un solo colchón, yo preguntándome si realmente valía la pena, quizás podía irme y volver a comenzar en otro hospital…una vocecita interior me decía: jamás, nunca lo hagas.


Pasar trescientos sesenta y cinco días multiplicados por cuatro encerrados en el piso once, dejar nuestros mejores años entre aquellas paredes, para luego al concluir también haber crecido y ya siendo grandes recibir tantas ofertas de trabajo de lugares impensados y finalmente decir ¡No somos doctores melones, carajo!