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lunes, 28 de febrero de 2022

 La que no duerme


La panza de Inesita se infla e infla y parece que a va explotar, mueve bracitos y piernas casi transparentes, como una vaquita de San Antonio, una de ésas que sus hermanos suelen torturar poniéndola boca arriba. Parece que se calma, pero en un suspiro toma aire de nuevo y suelta un quejido ronco que sale arañando sus cuerdas vocales, queda suspendido en algún lugar donde va a parar el llanto de los bebés con hambre y vuelve alargándose bien finito hasta convertirse en silencio, haciéndole creer a Lucía que ya está, todo se acabará cuando se le cierre de nuevo su boquita, pero no, Inesita sólo está juntando fuerzas para volver a comenzar.

Lucía ya no sabe qué hacer, ha probado de todo, le ha cambiado el pañal, ha intentado darle un biberón tibio de té dulce, la meció hasta que se le durmieron los brazos, pero no parece haber nada que pueda calmar ésta vez el llanto de Inesita. La carga de nuevo, es tan liviana y blanca, parece una muñequita tejida de lana. Con ella en brazos se acerca a la ventana, aparta la cortina y observa inmóvil, tratando de reconocer algún movimiento en la obscuridad de la calle, pero no viene nadie.

Inesita y ella, se parecen un poco y es curioso que, habiendo tantas otras fechas en el año, ambas sin ponerse de acuerdo, hayan llegado a nacer el mismo día, bajo el mismo techo, aunque con trece años de diferencia. Su mamá le había dicho a Lucía, que ella también lloraba muchísimo de pequeña; pero a pesar de ello habrían de gustarle tanto los niños que entre Inesita y ella, llegaron también dos varoncitos y dos niñas, la última fue Guadalupe, a quien de un día al otro, le subió tal fiebre cubriéndola toda de puntitos rojos sin respetar un solo lugar, inclusive en las conjuntivas de los ojos. Sarampión, había dicho el Doctor Soza, apoyando pensativo sus dedos sobre su boca, pero después se había quedado inmóvil con la cabeza baja, como arrepentido de haberlo pronunciado y así como lo dijo, a Guadalupe le bastó escucharlo y se murió ésa misma noche. Lucía ni siquiera había lagrimeado, pues Inesita ya venía en camino.

Terminó por darse cuenta, Lucía, que ella no era como las otras niñas del barrio, que hasta hace poco habían jugado con muñecas y ahora se juntaban por las tardes en la vereda y solían hablar de chicos o asistir coquetas al cine los domingos. Le pareció injusto que a los niños no hubiera manera de preguntarles si querían nacer o elegir al menos dónde hacerlo, si le hubiesen consultado, Lucía habría respondido de inmediato: en la casa del Doctor Soza, quien asistió al nacimiento de todos ellos, como casi a la mayoría de los niños del pueblo, aunque él mismo esperara año tras año, en vano, la llegada de un hijo. El doctor no se resignaba, le escuchó decírselo a su madre, que lo pensara, a su mujer y a él les encantaría hacerse cargo de Inesita, recién nacida.

Los días de Lucía tenían su rutina y ésta se iniciaba bien temprano, pues su casa no tenía agua potable, y había que acarrearla en bidones de plástico desde la casa del Señor Vargas al final de la calle, por más que fuera invierno y le terminaran sangrando las manos, los barriles esperaban llenarse a diario. Después debía preparar el desayuno, alimentar a sus hermanos, ordenar sus cuadernos, peinarlos y partir luego rumbo a la escuela. Sólo Cristina e Inesita se quedaban en casa, aún en cama con la madre.

Le hubiera encantado quedarse un ratito en la plaza al salir de la escuela, pero debía darse prisa y hacerse cargo, mientras su madre ya se disponía para salir a calle.

Aquella tarde, mientras lavaba la ropa y la colgaba de una cuerda, su imagen se reflejó en el vidrio de la ventana, su rostro cansado, los cabellos mal peinados y ése mandil sucio que acostumbraba usar en casa, la hacían parecerse a una viejecita. Supo entonces que debía tomar pronto una decisión, quizás Inesita lo adivina y por ello no se calma.

Le vuelve a revisar el pañal, no se ha mojado, observa con extrañeza que su ombliguito se ha salido para afuera, como una pequeña lombriz rosada que se retuerce ciega cada vez que ella puja. Tiene hambre, lo sabe, pero qué hacer si no quiere tomar la mamadera, si apenas sabe que no es leche, mueve la cabeza de un lado al otro y empuja la mamila para afuera.

Mira a su alrededor, pero sabe que ahí no va a encontrar ninguna solución. En un rincón juegan casi en silencio José y Pedro, le parece extraño, hace rato están como ensimismados, murmurando a ratos algo bajito, prueba inequívoca de que estarán atormentando de nuevo a algún insecto, arrancándole las patas o destripándolo. Su otra hermanita, Cristina, está como siempre recostada en la cama, de la que raras veces se levanta, mirando fijamente para el lado de la pared dándole la espalda, sin duda estará agrandando el agujero que hace tiempo ha comenzado, pues ha desarrollado una terrible adicción por comer tierra, que toma de la pared con un dedito. De todos es la que menos molesta, casi no habla; no es que no pueda hablar, sólo que no tiene ganas de decir nada, todo su mundo cabe y de sobra, en el agujero de la pared al lado de la cama.

Vuelve a acostar a Inesita y le indica a Cristina que la vigile unos instantes, pues sus sollozos se han multiplicado tanto que la dejan exhausta y su piel blanca toma un tinte azulino tras cada ataque. Cuánto le gustaría que su madre no tarde.

Abre la puerta y sale al patio en dirección a la cocina, en un extremo, sujeto por una soga se encuentra Toby, que en ese momento está torciendo la cabeza a más no poder, tratando de morderse la espalda, al verla se yergue de repente, hace unos gemidos lastimeros levantando las patas delanteras y moviendo la cola esperanzado, espera quizás ella pueda soltarle o talvez darle algo de comer. Lucia, aunque quisiera, sabe que no debe hacerlo, Toby querría de inmediato colarse en la habitación y la última vez derramó tal número de pulgas y les dio a rascarse toda la noche sin pausa ni beneficio.

Entra en la cocina donde hace rato hierve una delgada sopa de arroz que aún no tiene sal, a Lucía se le acaba de ocurrir tomar parte de aquel líquido blanquecino, verterlo de un vaso al otro para enfriarlo más rápido, ponerle un poco de azúcar y meterlo después en el biberón.

Cuando vuelve, ya Cristina había comenzado a jugar con Inesita y tiene sus dedos metidos en su boca y en ése momento está justo dándole a probar un poco del polvo que ha extraído de la pared. La boca de Inesita luce ahora espantosa, no ha parado de llorar aunque apenas se pueda escucharla, abierta y obscura como una herida infectada, resistiéndose a cicatrizar.

-¡No lo vuelvas a hacer! Le grita, acercándose rápidamente y retirándole los dedos de la boca, Cristina también se pone a llorar, pero mansamente, lágrimas que arrastran legañas mugrientas de su cara, se recuesta y queda en su posición habitual frente a la pared.

Lucía intenta controlarse pero no puede, un sentimiento de impotencia se apodera de ella, quisiera gritar, correr y perderse. Pero se da cuenta que no es importante lo que ella quiera o piense, su deber es cumplir con el destino de las hijas mayores y resignarse a asumir su responsabilidad, ¿hasta cuándo? Ciertamente no lo sabe.

Toma un trapo y limpia lo mejor que puede la boquita de la bebé, ofreciéndole el agua de arroz rezando que la acepte, pero ésta terca, continúa resistiéndose y lucha con sus débiles fuerzas contra el biberón. Lucía comienza a cantar bien suavito una canción en quechua, de cerros colorados al alba, de ríos que acarician las ramas de los sauces llorones, de sueños que se alejan cabalgando en las nubes hasta perderse allá arriba en la nada. Y al fin, poco a poco Inesita parece tranquilizarse y lacta, moviéndose cada vez menos, vaciando todo el contenido de la botella, quedándose finalmente quieta.

A la hora de la cena Lucía sirve la sopa, que sus hermanos remueven desganados pero sin quejarse, aunque sepa horrible, saben que no hay más remedio, es eso, o sentir por la madrugada que les llega el hambre, escarbándoles el vientre; ellos lo conocen bien, han sabido desde temprano su significado. Sólo a Cristina no le importa, ella sólo quiere quedarse en la cama.

Cuando todos se han dormido, Lucía arranca de su cuaderno una hoja de papel y quiere escribir algo, pero le parece que no hay nada que decir. Se coloca su viejo abrigo y carga su mochila, cruza el patio y se dispone a salir, pero enseguida vuelve, se acerca a Toby y le quita la soga, indicando que la siga hacia la calle, éste enseguida se le arrima mimoso. Una vez afuera intenta que se aleje, pero como éste no entiende, toma del suelo un par de piedrecillas y sin tratar de afinar demasiado la puntería le dispara desde lejos. Alguna debió hacer objetivo y Toby se aleja lanzando un dolorido quejido.

Perro tonto, piensa Lucía, ¿no ve que si está libre podrá buscarse otra vida? Camina como si nada hasta el final de la calle, en dirección a la gran avenida y es ahí donde recién echa a correr.

De prisa, rápido Lucía, más a prisa.