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martes, 10 de abril de 2012


La abeja negra

 By Pseudomona

El día que mi madre anunció que debía ausentarse porque era menester viajar hasta Atocha para cuidar a la tía Eulogia que estaba muy enferma y que como no podía llevarme me quedaría con mi papá por un par de días, supe de inmediato que iba a ser toda una aventura. De mis padres, el siempre fue más complaciente conmigo y divertido también, por eso se llevaba muy bien con mis diez bulliciosos años de niña.

Nos bastó acompañarla a la estación para que se tomara el autobús y mientras se alejaba volvimos a casa casi corriendo, mi papá desempolvó su viejo tocadiscos que funcionaba con batería, porque vivíamos en un lugar que no tenía aún corriente eléctrica y de inmediato nos pusimos a bailar rock and roll, le gustaban mucho Los Beatles y especialmente poníamos Ob-La-Di, Ob-La-Da y I Saw Her Standing There una y otra vez hasta quedar exhaustos. A la hora del almuerzo propuso ir a comer río arriba, en un restaurantito cerca del centro del pueblo y para allá partimos, obviamente sacó a relucir como en pocas ocasiones, su magnífica moto Honda de color negro, no me pregunten la cilindrada, era muy chica para saberlo, lo único que les puedo decir es que se parecía a una avispa de cintura pequeña y antenas de espejuelos que más que rodar volaba, todavía recuerdo hoy en día lo bien que se sentía viajar en aquella abeja.

Al amanecer siguiente pusimos en mi mochila una gran lata de sardinas y algunos panes que serían nuestro almuerzo y nos subimos de nuevo a nuestra esbelta compañera que nos llevó hasta alcanzar los límites del cantón de Salo, donde mi padre estaba seguro había una gran toma de agua donde abundaban los cangrejos de agua dulce. No se había equivocado, allí estaban los colorados moviéndose siempre en contracorriente. El le hizo unos agujeritos a la lata de sardina y después metió un pedacito como carnada sumergiéndola en el enorme manantial de agua cristalina y en seguida mágicamente los cangrejos curiosos se subían irresistibles a nuestra improvisada red de lata.
Esa tarde al emprender el lento regreso a casa tuvimos que caminar los tres, porque nos habíamos quedado sin combustible y pudimos ver cómo el sol se dormía detrás de los árboles mientras las cigarras y los grillos afinaban sus cuerdas vocales haciéndole competencia a los sapos rococó que cantaban como locos en las acequias.
Al llegar a casa mi padre se puso a cocinar el fruto de nuestra singular pesca y aunque yo ya me había llenado a la mitad de aquel rico plato me apuró para que lo terminara, porque decía, no sé en donde había leído que los cangrejos eran buenos para la memoria y el quería que yo fuera muy inteligente cuando creciera. Si el supiera que ahora de grande, sobrevivo gracias a las notas que llevo en el celular.

Al otro día me despertó muy temprano porque nos esperaba una larga caminata en busca de tunas y pasacanas, unos frutos de cubierta porfiadamente espinosa pero de cuerpo turgente y meloso que crecían escurridizos en las faldas alejadas de los cerros. Fabricamos para ello una especie de caña de pescar, que no era de pesca si no de cosecha para poder quitarlas de lo alto de los cactus y luego de haber pasado gran parte de la jornada reuniendo un gran montón nos sentamos a la sombra de un molle cerca de la vera del río y los comimos uno a uno hasta que sólo quedo el recuerdo de lo que había sido haberlos obtenido y nosotros difícilmente podíamos movernos de lo repletos que habíamos quedado.
  
Mi madre arribó en aquel último día, se había venido antes porque la tía se había recuperado más pronto de lo que se pensaba, imagínense cuando se enteró que no sólo nos habíamos ido a pasear en moto a quien sabe que lugares sino que también habíamos usado el tocadiscos con lo caras que costaban las baterías y además para colmo de males a la hora de peinarme pudo notar que mi abundante cabellera estaba infestada de liendres…
Hubo que ver su cara en aquella ocasión, obviamente se enojó muchísimo con los dos, mi padre no pudo salir a pasear con la abeja negra durante un tiempo largo y yo en sólo unos minutos perdí mis dos trenzas porque mi madre me pasó la cabeza primero por una tijera y después por una máquina de afeitar porque quería estar segura que no había quedado ni un solo piojo rebelde, de ésos que les encanta pasear en motocicleta.