La abeja negra
By Pseudomona
El día que
mi madre anunció que debía ausentarse porque era menester viajar hasta Atocha para
cuidar a la tía Eulogia que estaba muy enferma y que como no podía llevarme me
quedaría con mi papá por un par de días, supe de inmediato que iba a ser toda
una aventura. De mis padres, el siempre fue más complaciente conmigo y divertido
también, por eso se llevaba muy bien con mis diez bulliciosos años de niña.
Nos bastó acompañarla
a la estación para que se tomara el autobús y mientras se alejaba volvimos a
casa casi corriendo, mi papá desempolvó su viejo tocadiscos que funcionaba con
batería, porque vivíamos en un lugar que no tenía aún corriente eléctrica y de
inmediato nos pusimos a bailar rock and roll, le gustaban mucho Los Beatles y
especialmente poníamos Ob-La-Di, Ob-La-Da
y I Saw Her Standing There una y otra vez hasta quedar exhaustos. A la hora del almuerzo propuso ir
a comer río arriba, en un restaurantito cerca del centro del pueblo y para allá
partimos, obviamente sacó a relucir como en pocas ocasiones, su magnífica moto
Honda de color negro, no me pregunten la cilindrada, era muy chica para
saberlo, lo único que les puedo decir es que se parecía a una avispa de cintura
pequeña y antenas de espejuelos que más que rodar volaba, todavía recuerdo hoy
en día lo bien que se sentía viajar en aquella abeja.
Al amanecer
siguiente pusimos en mi mochila una gran lata de sardinas y algunos panes que
serían nuestro almuerzo y nos subimos de nuevo a nuestra esbelta compañera que
nos llevó hasta alcanzar los límites del cantón de Salo, donde mi padre estaba
seguro había una gran toma de agua donde abundaban los cangrejos de agua dulce.
No se había equivocado, allí estaban los colorados moviéndose siempre en contracorriente.
El le hizo unos agujeritos a la lata de sardina y después metió un pedacito
como carnada sumergiéndola en el enorme manantial de agua cristalina y en
seguida mágicamente los cangrejos curiosos se subían irresistibles a nuestra improvisada
red de lata.
Esa tarde al
emprender el lento regreso a casa tuvimos que caminar los tres, porque nos
habíamos quedado sin combustible y pudimos ver cómo el sol se dormía detrás de
los árboles mientras las cigarras y los grillos afinaban sus cuerdas vocales
haciéndole competencia a los sapos rococó que cantaban como locos en las
acequias.
Al llegar a
casa mi padre se puso a cocinar el fruto de nuestra singular pesca y aunque yo
ya me había llenado a la mitad de aquel rico plato me apuró para que lo
terminara, porque decía, no sé en donde había leído que los cangrejos eran
buenos para la memoria y el quería que yo fuera muy inteligente cuando
creciera. Si el supiera que ahora de grande, sobrevivo gracias a las notas que
llevo en el celular.
Al otro día me despertó muy temprano porque nos esperaba una larga caminata en
busca de tunas y pasacanas, unos frutos de cubierta porfiadamente espinosa pero
de cuerpo turgente y meloso que crecían escurridizos en las faldas alejadas de
los cerros. Fabricamos para ello una especie de caña de pescar,
que no era de pesca si no de cosecha para poder quitarlas de lo alto de los
cactus y luego de haber pasado gran parte de la jornada reuniendo un gran
montón nos sentamos a la sombra de un molle cerca de la vera del río y los
comimos uno a uno hasta que sólo quedo el recuerdo de lo que había sido
haberlos obtenido y nosotros difícilmente podíamos movernos de lo repletos que
habíamos quedado.
Mi madre arribó
en aquel último día, se había venido antes porque la tía se había recuperado
más pronto de lo que se pensaba, imagínense cuando se enteró que no sólo nos
habíamos ido a pasear en moto a quien sabe que lugares sino que también habíamos
usado el tocadiscos con lo caras que costaban las baterías y además para colmo
de males a la hora de peinarme pudo notar que mi abundante cabellera estaba infestada de liendres…
Hubo que
ver su cara en aquella ocasión, obviamente se enojó muchísimo con los dos, mi
padre no pudo salir a pasear con la abeja negra durante un tiempo largo y yo en sólo unos minutos
perdí mis dos trenzas porque mi madre me pasó la cabeza primero por una tijera y después por
una máquina de afeitar porque quería estar segura que no había quedado ni un
solo piojo rebelde, de ésos que les encanta pasear en motocicleta.